Durante mucho tiempo, leí con fervor a los poetas que se habían quitado la vida: Georg Trakl, Cesare Pavese, Gérard de Nerval, Gabriel Ferrater, Paul Celan. No sentía una atracción morbosa por la muerte o tal vez sí y no me atrevía a reconocerlo. En mi familia se habían producido varios suicidios y yo a veces pensaba que mi destino era añadir mi nombre a la lista. Me sentía especialmente fascinado por Sylvia Plath, Anne Sexton y Alejandra Pizarnik, incapaces de controlar sus emociones y con una aguda tendencia autodestructiva.
Yo también luchaba contra una mente atormentada y eso me hacía sentir que había establecido con ellas un parentesco más estrecho que cualquier vínculo biológico. El ser humano es ante todo una historia y nuestras historias convergían en muchos aspectos: miedo a las pérdidas, ansiedad, problemas de autoestima, reacciones imprevisibles, fatalismo, fantasías autolíticas. “Los suicidas tienen un lenguaje especial”, escribió Anne Sexton. “Están listos para traicionar al cuerpo”. Nietzsche diría que no hay pecado más inexcusable. La vida es el mayor bien y el cuerpo es lo que nos permite deambular por ella, disfrutando de sus frutos.
¿Por qué atraen tanto los poetas suicidas? Anne Sexton afirma que el suicido es una “dulce droga”, “una pasión”, “un viejo deseo”. Aunque su osamenta es “triste” y “amoratada”, te permite introducir la vida bajo la lengua y liberarte de esa “mala prisión”. ¿Verdaderamente es así? No creo que la vida sea una prisión, sino una posibilidad infinita. Gracias a ella se suceden los paisajes, las formas, los sonidos, los contrastes. No hay que lamentar la finitud. Si los individuos no murieran, si no volviéramos al polvo del que brotamos, el universo colapsaría, saturado por una acumulación insostenible y una rutina estéril.
La vida se renueva porque la muerte hace su trabajo, despejando el camino. Miles de posibilidades esperan su turno. ¿Podría la literatura, el arte, la convivencia, soportar una prolongación indefinida de lo existente? La creatividad se basa en la ruptura con lo anterior. Ruptura no significa liquidación del pasado y la tradición, sino diálogo, rectificación, interpretación. Si Aristóteles no hubiera situado su concepción de la verdad por encima de la amistad, rompiendo con la filosofía de Platón, su maestro, no habría añadido a la historia del pensamiento una obra que sigue suscitando nuestra admiración.
Los poetas que se suicidan no suelen vivir abrumados por la finitud. No se quitan la vida por miedo a la muerte, ni porque el universo les parezca absurdo. Conviene recordar que los filósofos pesimistas casi siempre fallecen de muerte natural. Es el caso de Schopenhauer o Cioran. Los poetas se suicidan porque huyen del dolor, no de sombrías teorías metafísicas. Detrás de su gesto fatal, no hay odio a la vida, sino desesperación. Shakespeare decía que la vida es ruido y furia, un cuento narrado por un idiota. Esa perspectiva no le llevó al suicidio. Se limitó a mostrar en sus tragedias las vilezas del ser humano.
Me horroriza la impostura de quienes circulan por la poesía y se deleitan con el desgarro, dejándose arrastrar por un placer casi pornográfico
Sylvia Plath se suicidó porque el desamor la sumió en una terrible sensación de desamparo. Anne Sexton no pudo soportar las turbulencias de una infancia que incluyó el abuso sexual. Alejandra Pizarnik se rebeló contra su impotencia para tejer lazos afectivos duraderos. Todas sufrían patologías mentales que la ciencia explica como alteraciones bioquímicas, pero yo creo que su desorden interior obedecía más bien a experiencias traumáticas. Atribuir la depresión, la manía o la ansiedad a la biología exculpa al entorno de cualquier responsabilidad.
Antonin Artaud, clarividente incluso en mitad del caos, sostiene que nadie se suicida sin que otros lo hayan empujado a matarse. Con unas historias menos trágicas, es probable que Plath, Sexton y Pizarnik hubieran continuado su canto. Su talento no procedía del dolor, pero el dolor se derramó sobre su poesía, mostrándonos abismos que acabaron sepultándolas. En otras circunstancias, habrían escrito poemas más luminosos y no por eso de menor valía.
La infelicidad puede hacerte pensar que la vida es una “mala prisión”, pero la poesía en sí misma es una celebración de la existencia. ¿Por qué hilar palabras, buscando expresar ideas o sensaciones, si nada merece la pena? La vida no es ruido y furia. Ahí está la palabra, introduciendo orden, equilibrio, armonía. La vida es un cuento, pero el narrador no es un idiota, sino el ser humano, que aporta sentido a los hechos, interpretándolos, valorándolos y ordenándolos.
Yo ya no me siento atraído por los poetas suicidas. Hace tiempo que mi mente dejó atrás la melancolía. Ahora soy un firme partidario de la felicidad y he de decir que —en mi opinión— muchos de los que se deleitan con el desgarro y la angustia que circulan por la poesía de almas heridas y desdichadas se dejan arrastrar por un placer casi pornográfico. Su impostura me horroriza.
El optimismo no está bien visto. Se asimila con la necedad y se considera superficial, pero en sus filas hay inteligencias tan extraordinarias como la de Borges, capaz de celebrar la vida desde la oscuridad, elogiando a los hombres que cultivan su jardín, acarician a un animal dormido o aceptan que otros tengan razón (“Los justos”). “Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo”, escribe. La vida es una cosa seria y hermosa. No perdamos el tiempo con los que la denigran y hagamos todo lo posible para que los poetas no se suiciden. Cuando se apaga una voz fértil y profunda, todos morimos un poco.