Se conoce a Montaigne por su epicureísmo, sabiamente matizado por sus convicciones estoicas. Su filosofía —si es que su pensamiento admite ese calificativo sin ejercer violencia sobre su negativa a incluirse en la nómina de Sócrates, Platón o Aristóteles— se muestra escéptica sobre la posibilidad de hallar la verdad. De hecho, admite que los grandes misterios, como la existencia de Dios, superan la capacidad de comprensión del conocimiento racional. No le parece una desgracia, pues la duda y el límite son el alimento espiritual de la tolerancia.
Por el contrario, el que alardea de poseer la verdad absoluta no tarda en levantar hogueras para combatir las opiniones divergentes. La filosofía de Montaigne tiene un propósito muy sencillo: explicar en qué consiste el buen vivir. La felicidad no se obtiene con grandes pasiones ni con renuncias heroicas, sino con placeres sencillos y un espíritu benevolente. El arte de buen vivir ha de incluir necesariamente el arte del buen morir, pues la muerte es el destino final de todos, lo cual siembra inquietud y zozobra, malogrando muchas veces el gozo que podemos hallar en un instante de plenitud.
Montaigne se enfrentó a la muerte muchas veces. Perdió a cinco hijos y presenció los estragos de la peste en Burdeos, donde ocupó el cargo de alcalde. De hecho, la epidemia le arrebató a su mejor amigo, Étienne de la Boétie, al que había conocido en los tribunales y con él que se compenetró de tal manera que casi desapareció la distinción entre uno y otro, creando la sensación de que componían una sola alma desdoblada en dos cuerpos.
Saber que la muerte no es un mal, sino un aspecto de la vida y una necesidad, nos libera de la angustia y el terror
Cuando Étienne falleció prematuramente, Montaigne escribió desolado: "Desde el día en que le perdí no hago más que arrastrarme lánguidamente; y aun los placeres que se me ofrecen, en lugar de consolarme, redoblan mi dolor por haberlo perdido. Estaba tan hecho y acostumbrado a ser en todo uno de dos, que ahora me parece ser solamente medio".
En el libro I, capítulo XIX, de sus Ensayos, Montaigne diserta sobre la muerte, partiendo de la idea de que filosofar es —como apuntaron Sócrates, Platón y Cicerón— preparase para decir adiós a la vida. La verdadera sabiduría consiste en no tener miedo de morir, pues no hay otra forma de vivir bien y felizmente. El fin natural de la existencia es el placer, no el malestar o el sufrimiento. Montaigne se burla de los que identifican la virtud con el sacrificio y la abnegación. No se vive para sudar sangre, sino para disfrutar. No de las pasiones turbulentas, que desordenan nuestro espíritu, sino de los placeres sencillos.
[Sócrates y Wittgenstein: acerca del bien]
La perspectiva de la muerte no debería oscurecer la capacidad de hallar placer en las cosas buenas y nobles. No pensar en la muerte, como hace el vulgo, no es una buena alternativa, pues la muerte no se olvida de nosotros y puede interrumpir nuestra rutina en cualquier instante. Montaigne cita el caso de su hermano, un hombre joven que jugando a la pelota sufrió un fuerte golpe en la cabeza y murió unos días más tarde.
Si uno no piensa en la muerte, cuando esta le golpee, arrancándole a uno de sus seres queridos, sufrirá terriblemente, pues no será capaz de asumirlo. La muerte no es un enemigo que se pueda evitar. Saldrá a nuestro paso antes o después. Solo hay una forma de oponerle resistencia. Frecuentarla continuamente, acostumbrarse a ella.
Montaigne cuenta que la muerte siempre está presente en su cabeza, especialmente en los momentos de alegría y regocijo. Cita el ejemplo de los egipcios, que en mitad de los banquetes exhibían un esqueleto, invitando a los comensales a disfrutar de las viandas, pues algún día —quizás muy pronto— solo serían polvo. La premeditación de la muerte es un ejercicio de libertad. Nos ayuda a superar la servidumbre del miedo. Saber que la muerte no es un mal, sino un aspecto de la vida y una necesidad, nos libera de la angustia y el terror. Si los individuos no murieran, el mundo no se renovaría. Hay que dejar sitio a los que vienen detrás.
La muerte es imprescindible. Sin ella, no habría progreso
Montaigne afirma que pensar en la muerte sin temor le permite afrontar la salud con despreocupación y la enfermedad con indiferencia. Hace tiempo que aprendió a estar listo para soltar amarras en cualquier instante: "Jamás nadie se preparó para abandonar el mundo de manera más absoluta y plena, ni se desprendió más completamente de él de lo que yo me esfuerzo en hacer". Montaigne anhelaba que la muerte le sorprendiera cuidando sus coles en su descuidado jardín. Opinaba que para morir en paz hay que familiarizarse con los cementerios y los cadáveres.
La naturaleza a veces nos ayuda a encarar nuestro final. Si la muerte aparece repentinamente, no llegamos a tener tiempo de temerla. Si va precedida de una agonía lenta, el dolor nos quita el deseo de vivir. ¿Por qué afligirnos cuando estamos a punto de desprendernos de un cuerpo enfermo? Además, la muerte es breve, casi un parpadeo. ¿Es sensato empañar décadas de vida por algo que dura tan poco? Lo único que debe preocuparnos es no llegar al término de nuestra existencia y descubrir que no hemos sido felices. En su poema El remordimiento, Borges admite haber fracasado en lo esencial:
He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.
Mis padres me engendraron para el juego
arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz.
Montaigne habría leído con pesar esos versos. Morir no es nada al lado de la desdicha. Transitar por el mundo con pesar y melancolía es mucho peor que extinguirse al concluir nuestro ciclo vital. Las reflexiones de Montaigne sobre la muerte no han perdido vigencia. Se ha dicho que sus Ensayos representan el genio de Francia, así como la Comedia de Dante representa a Italia o el Quijote a España. Yo creo que trascienden el marco de la gloria nacional. Su universalidad y atemporalidad los ha convertido en patrimonio de todos.
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Vivimos en un tiempo que ignora los consejos de Montaigne sobre la muerte. Los cementerios se levantan en la periferia de las ciudades, los cadáveres apenas se exhiben, se lucha contra la biología para frenar el envejecimiento. "Deja sitio a los otros como te dejaron sitio a ti", escribe Montaigne. La muerte es imprescindible. Sin ella, no habría progreso. Cada vida que despunta aporta una perspectiva nueva y diferente. No hay dos seres humanos iguales. Pensar en la muerte, preparase para su llegada no es malo, siempre y cuando que se haga desde la serenidad y la razón.
Morir no es irracional. Lo irracional sería vivir eternamente, al menos en este mundo. Los inmortales de Jonathan Swift y Borges son seres patéticos que han perdido su identidad. Su memoria hace tiempo que dejó de almacenar datos y ya no es capaz de aprender nada. En una secuencia infinita, todo se vuelve insignificante y redundante. La finitud es lo que da sentido a la existencia. Se recuerda a un ser humano por sus obras y por su forma de morir, que muchas veces expresa su visión más íntima de las cosas. Cervantes lo comprendió así. Alonso Quijano muere desengañado. Sabe que su idealismo ha sido derrotado por el mundo. No renuncia a su sueño caballeresco. Solo reconoce su impotencia.
Montaigne no era ateo. Creía en Dios y en la vida eterna. Eso sí, renunció a las fintas teológicas, pues estaba convencido de que la razón no puede explicar lo sobrenatural. Sus reflexiones sobre la muerte se atienen a este mundo, no a un hipotético más allá. Pienso que no se equivocaba al recomendarnos que disfrutáramos de los placeres sencillos y nos olvidáramos de las pasiones desbocadas. No debe preocuparnos morir, sino no alcanzar la felicidad. No descuidemos esa meta y no la aplacemos. La muerte puede aguardarnos en el próximo minuto. La dicha, también. Que no nos quite el sueño morir, pero sobre todo no desperdiciemos la oportunidad de gozar de unas flores de almendro, una noche suave de verano o una buena copa de vino.