Mario Vargas Llosa no es tan solo un narrador. También es un excelente crítico literario. Sus ensayos sobre Tirant lo Blanch, García Márquez o Flaubert son piezas que por sí solas justificarían su fama como escritor. El ruido que generan sus opiniones políticas está provocando que algunos olviden su condición de clásico vivo. Sucede algo similar con Javier Marías o Arturo Pérez-Reverte, dos autores con una obra de extraordinario mérito, pero cuya desinhibición a la hora de opinar les ha acarreado muchas antipatías.
Se acusa a Vargas Llosa de ser un reaccionario, pero yo creo que es más correcto decir que es un liberal. No siente nostalgia por el pasado, ni se opone a la eutanasia, el aborto o el matrimonio igualitario. No comparto muchas de sus opiniones —especialmente su fe ciega en la bondad del mercado, si bien tampoco creo en la bondad nada ciega del Estado, un ogro escasamente filantrópico, por parodiar la famosa expresión de Octavio Paz—, pero acusarle de reaccionario me parece injusto y falso.
En 1997, Vargas Llosa publicó un breve y esclarecedor ensayo sobre cómo escribir una novela: Cartas a un joven novelista. En vez de adoptar un tono profesoral, recurrió a un ardid que sorteó eficazmente el riesgo del academicismo. Creó —es lo que hacen los demiurgos, quiero decir, los escritores— a un joven aspirante a novelista que le pedía consejo para iniciar su aventura como autor de ficciones. Vargas Llosa dividió su ensayo en doce cartas, no sé si por el alto valor simbólico de ese número, y con ese estilo elegante y preciso que le caracteriza, comenzó a desgranar orientaciones. Omitió la palabra consejo, quizás porque siempre ha sido reacio al paternalismo, quizás por su respeto a la libertad individual.
Vargas Llosa recomienda al joven novelista no pensar demasiado en el éxito, pues su eclosión es algo imprevisible. A veces esquiva obscenamente al que lo merece y se prodiga con el que apenas ha soñado con él. Lo esencial para escribir no es la expectativa de lograr premios y honores, sino considerar que no hay otra forma de vivir. La vocación literaria no es una elección racional, sino una necesidad. Si es sincera, no puede olvidarse o dejarse de lado. Siempre se experimentará como una urgencia inaplazable.
La rebeldía puede ser una de las motivaciones que impulsan a escribir, pero la más común es la insatisfacción. Se escribe porque se piensa que la vida tal como es resulta insuficiente y decepcionante. La ficción permite ampliar la realidad y, a veces, cambiarla. Escribir multiplica nuestras experiencias, abriendo la puerta de territorios inaccesibles. Algunos celebrarán esa posibilidad como un auténtico regalo, pero no es un don gratuito, sino algo que se obtiene a cambio de una exigente servidumbre, casi una esclavitud.
Lo esencial para escribir no es la expectativa de lograr premios y honores, sino considerar que no hay otra forma de vivir
La vocación literaria no es un pasatiempo, sino una actividad excluyente: "No se escribe para vivir, sino que se vive para escribir". Vargas Llosa sostiene que no hay novelistas precoces, pero él lo fue. Con solo veintiséis años publicó La ciudad y los perros, una novela magistral. Sin embargo, no suele ser lo habitual.
El novelista no elige sus temas. Su libertad es escasa. En realidad, son los temas los que le eligen a él. Las novelas se nutren de lo vivido. Es lo que sucedió con La ciudad y los perros, donde Vargas Llosa recreó sus años como cadete en el Colegio Militar Leoncio Prado. Eso sí, la literatura no es un simple testimonio. Los temas proceden de la experiencia personal, pero deben reelaborarse literariamente, como hizo Proust, que convirtió su vida, bastante banal y anodina, en un poderoso fresco de su época. El novelista parte de algo real, pero lo que hace es mentir. La literatura es una impostura, prestidigitación, ilusionismo.
Pero en esa impostura se halla la verdad más profunda del autor, sus demonios más íntimos. No hay temas malos o insulsos, pues lo fundamental no es lo que se cuenta, sino cómo se hace. El tratamiento y no el tema es lo que convierte un texto en literatura. La distinción entre fondo y forma es artificial, pues lo que vuelve creíble y conmovedora una historia es la manera en que se narra. Los grandes novelistas poseen un gran poder de persuasión. Nos hacen creer que es posible levantarse de la cama y descubrir que te has convertido en un gigantesco insecto.
El éxito de una ficción se pone de manifiesto cuando el texto se emancipa de su creador, adquiriendo autonomía propia. No hay un estilo canónico para contar una historia. Lo único preceptivo es que el estilo transmita coherencia interna y necesidad, como sucede con Joyce. ¿Se podría haber escrito el Ulises de otro modo? Sin duda, pero no sería la obra genial que ha deslumbrado a generaciones de lectores. ¿Cómo saber cuándo se ha hallado la palabra justa? Imitando a Flaubert, que leía en voz alta sus textos y no se quedaba conforme hasta que le "sonaban bien".
Aunque Vargas Llosa no lo dice, no está de más señalar que la literatura es una actividad sensual. Las palabras se paladean, como si fueran notas. El estilo correcto es incompatible con el discurso moralizante. Según Flaubert, cuya autoridad invoca el escritor peruano una y otra vez, un novelista debe narrar, absteniéndose de opinar. Es cierto, pero en algunos casos las opiniones se funden con el texto sin arruinarlo, como sucede con Juan Benet o Javier Marías. Victor Hugo nunca ahorró al lector sus opiniones, pero era otra época. Flaubert, padre de la novela moderna, acabó con ese modo de narrar, pero a veces reaparece y los resultados no son necesariamente nefastos.
El novelista parte de algo real, pero lo que hace es mentir. La literatura es una impostura, prestidigitación, ilusionismo
Un novelista no debe tener miedo a los tiempos muertos. En una novela son necesarios, pues añaden cohesión y continuidad. Las digresiones y la introspección también son elementos que contribuyen a mejorar el texto. Virginia Woolf no se preocupó tanto del mundo exterior como de su vida interior. Sus novelas son un paisaje del alma. Nos muestran cómo somos por dentro. Los hechos no son lo único que define a un ser humano. Sus emociones son sumamente clarificadoras. Nos dicen que hay tras un rostro ensimismado, una mirada retraída o un gesto de aparente indiferencia.
Se adopte el registro que se adopte, el lector siempre tiene que olvidar el artificio, sentir que contempla una realidad que ha suplantado al mundo. Para lograrlo, el novelista debe saltar en el tiempo y el espacio, pero si no lo hace de forma creíble, provocará sensación de irrealidad. No solo es importante lo que se cuenta. Quizás es más significativo lo que se calla. Una novela solo es un fragmento de una historia mucho mayor, pero lo que se oculta, lo que no se dice, debe ser omitido de la forma adecuada.
Según Vargas Llosa, Hemingway es un maestro en esta cuestión. Así como en una novela ciertas cosas se quedan en la sombra, otras destacan, adquiriendo un protagonismo hiperbólico. Los objetos que se describen minuciosamente actúan como guías, articulando lo narrado, tal como puede hacerlo una diagonal en un lienzo. Además, esos objetos no se denotan tan solo a sí mismos. En realidad, connotan el universo, la totalidad.
Las novelas a veces recurren a los vasos comunicantes: dos historias que fluyen simultáneamente, superponiéndose y complementándose. Flaubert combina magistralmente una feria agrícola con una escena de seducción. Vargas Llosa domina este procedimiento, que salpica muchas de sus novelas. En Conversación en la Catedral, intercala la charla de Zavalita y Ambrosio con acontecimientos del pasado. Lejos de fragmentar la acción, introduce perspectivas complementarias que imprimen más densidad en los personajes.
Vargas Llosa finaliza su ensayo aconsejando —esta vez sí— al joven novelista que olvide todo lo que le ha dicho y que empiece a escribir. Aunque es un personaje imaginario, ese muchacho podría ser ese autor que en un mañana no muy lejano revolucionará la novela, ideando nuevas técnicas. El género narrativo no cesa de reinventarse y eso garantiza su continuidad. El día en que las novelas repitan una y otra vez el mismo modelo, sin innovar ni añadir nada diferente, habremos llegado a la fase terminal de una invención genial. Afortunadamente, estamos lejos de ese momento aciago.
De hecho, Vargas Llosa ha comenzado una nueva novela con ochenta y seis años. Sus reflexiones sobre el género son un ejercicio de sabiduría. Lejos de formalismos y academicismos, nos aportan la visión de un autor que ha vivido felizmente esclavizado por una impostura. Escribir novelas es mentir y pocos autores mienten tan bien como el autor de La casa verde y La guerra del fin del mundo, dos obras que nos ayudan a comprender mejor al ser humano, un animal paradójico incapaz de vivir sin ficciones.