Ernst Jünger disfrutó de una larga vida. A pesar de combatir en la Gran Guerra y sufrir graves heridas en el frente, bordeó los ciento tres años sin interrumpir su escritura, una de las más poderosas y elocuentes de su tiempo. Su antipatía hacia la democracia se reflejó en sus primeros ensayos, particularmente en El Trabajador (1932), una obra ambiciosa que oponía los principios de servicio, sacrificio y obediencia a las ideas de libertad, autonomía y tolerancia.
No es fácil simpatizar con ese programa y, menos aún, con su evocación romántica de su experiencia bélica en Tempestades de acero (1920), un libro de una belleza gélida, donde lo homérico y mitológico se mezcla con lo decadente y morboso. Los nazis intentaron utilizar las obras de Jünger con fines propagandistas, pero este se lo prohibió y desdeñó el puesto que le ofrecieron en la Academia de Poesía Alemana.
Siempre repudió el antisemitismo y cuando fue destinado al París ocupado, salvó de la muerte a muchos judíos. Su amistad con artistas con Picasso, Cocteau o Braque le acarreó la antipatía de sus superiores, que decidieron enviarlo al frente ruso, donde permaneció seis meses.
En los últimos años del III Reich, Jünger se relacionó con los conspiradores del círculo de Stauffenberg, lo cual no le impidió conservar su amistad con Carl Schmitt, el famoso jurista nazi, que llegaría a ser el padrino de su hijo Alexander. En 1939, escribió Sobre los acantilados de mármol, una novela que aludía críticamente a Hitler, pero de una forma tan simbólica que no puede considerarse como un acto de resistencia. El régimen no censuró el libro, pero prohibió su reedición. Aunque algunos jerarcas se mostraron partidarios de tomar represalias más severas, Hitler lo desestimó, pues estaba fascinado por la hoja de servicios del escritor y sus textos sobre el frente y la movilización general.
Durante la posguerra del 45, Jünger se negó a rellenar el formulario de desnazificación y eso le costó la prohibición de publicar, una medida que duró hasta 1949. Jünger exaltó la obediencia e impersonalidad del uniforme en El Trabajador, pero en la vida real actuó con la desafiante independencia de un heterodoxo. Durante los años siguientes, publicaría una vasta obra que incluiría novelas, ensayos y unos extraordinarios diarios. Jünger es uno de los espíritus más creativos, paradójicos e innovadores del siglo XX. Siempre osciló entre la rebeldía antiburguesa y el anhelo de comunión mística con la totalidad.
Jünger conserva su fe en que la humanidad debe avanzar hacia un Estado mundial
Al cumplir cien años, concedió una serie de tres entrevistas a Antonio Gnoli y Franco Volpi, a los que recibió en su refugio de Wilflingen, en la Alta Suabia, a pocos kilómetros de la Selva Negra. Reacio a ese tipo de experiencias, Jünger aceptó el encuentro porque se trataba de sus dos traductores al italiano. Desde su punto de vista, la traducción no era simplemente la traslación de un texto a otro idioma, sino un acto creador que alumbra una nueva obra. Al mismo tiempo, permite al autor contemplar su creación desde otra dimensión.
Jünger comenzó la charla afirmando que en su niñez reinaba el optimismo. Se decía que el siglo XX sería el siglo del Gran Progreso. Los jóvenes artistas ya no flirteaban con la decadencia. La fascinación por el anochecer había cedido paso a la exaltación del mediodía. Se buscaba en los mitos y en la historia argumentos contra el pesimismo. Jünger reconoce que la idea de progreso le inspiraba desconfianza, pues obviaba los aspectos telúricos y heroicos de la existencia.
No obstante, su vocación no era la de soldado, sino la de lector. De hecho, su admiración por el heroísmo nacía de su experiencia literaria y no de sus vivencias. Le preocupaba que se cumpliera la predicción de Marx, según el cual el hallazgo de la pólvora había provocado que ya no fuera posible escribir una nueva Ilíada. Condecorado durante la Gran Guerra con la Pour le Mérite —también llamada "Blauer Max"—, Jünger confiesa que la lectura de Orlando furioso de Ariosto fue la llama que incendió su heroísmo y lamenta que Alemania no haya contado con un Shakespeare capaz de narrar sus vicisitudes.
Jünger desconcierta cuando afirma: "Lo que es verdaderamente bello no puede ser ético, y lo que es realmente ético no puede ser bello". ¿Acaso no son bellas las sinfonías de Beethoven o la pintura de Van Gogh, que exaltan la alegría y la fraternidad? ¿Acaso hay belleza en el gabinete de Sade, salpicado de dolor e inmundicias? ¿No es más bella la generosidad de Aquiles cuando entrega el cadáver de Héctor a Príamo que su cólera hacia Agamenón porque le ha arrebatado a Briseida?
Jünger sería ilegible si exaltara a Hitler. Su oposición, más moral que política, imprime a su obra una dimensión ética que la redime de sus teorías primigenias sobre el totalitarismo. Hannah Arendt destaca su fibra moral en un informe redactado por encargo de la Comisión Europea para la Reconstrucción de la Cultura Judía: "A pesar de la innegable influencia que los primeros trabajos de Jünger han ejercido sobre ciertos miembros de la intelectualidad nazi, fue un activo opositor al nazismo desde la primera hora, demostrando con ello que el concepto de honor, algo anticuado pero difundido antaño entre el cuerpo de oficiales prusianos, era suficiente para motivar una resistencia individual".
Jünger afirma que ya solo confía en los "grandes solitarios". Ha perdido la fe en las élites. Al preguntarle sobre el siglo XXI, pronostica que "será una edad muy propicia para la técnica, pero desfavorable para el espíritu y la cultura". En sus inicios, Jünger apreciaba en la figura del trabajador una dimensión prometeica. No era un mero operario u obrero, sino el instrumento de un cambio político, social y metafísico. Frente a la burguesía, encarnaba el ideal de una vida concebida como una misión colectiva y no como una carrera meramente personal.
Ese ensueño se disolvió con el tiempo. La figura del Anarca, que se retira a su mundo interior, desplazó a la del Trabajador. El Anarca vive de espaldas a lo colectivo. No le interesa la sociedad. "La suya es una existencia insular". No se preocupa por el éxito, sino por realizar sus metas. En el caso del escritor, tiene dos objetivos: dominar el lenguaje y vencer el miedo a la muerte.
Jünger conserva su fe en que la humanidad debe avanzar hacia un Estado mundial. Las naciones son un fenómeno de transición. Solo un Estado mundial puede garantizar la paz y el progreso. La Organización de Naciones Unidas constituye una prefiguración de esa idea, que ya esbozó Kant en La paz perpetua. Jünger no ignora que su planteamiento es utópico y que el nacionalismo aún posee mucha fuerza, pero piensa que "la idea del Estado mundial es un principio regulador, una idea-límite a la que se puede hacer referencia para encontrar la dirección en la que avanzar a fin de resolver conflictos reales".
Su vocación no era la de soldado, sino la de lector. De hecho, su admiración por el heroísmo nacía de su experiencia literaria y no de sus vivencias
El Estado-mundial no liquida el patriotismo. Las patrias nunca dejarán de existir, pero no debería ser más que una referencia lingüística, cultural y filosófica, no una entidad política. Del mismo modo, el individuo persistirá como la dimensión más fructífera del ser humano. A diferencia de la masa, amorfa y ciega, posee una energía creadora esencial para impulsar la cultura.
Jünger, que había vivido en grandes ciudades como Berlín y París, prefiere una aldea como lugar de residencia. Considera que Japón adelanta el futuro que aguarda a la humanidad. Allí conviven la modernidad y la tradición. En las empresas, se exploran todas las posibilidades de la técnica, pero en los hogares se continúa utilizando kimonos. El individuo puede retirarse en sí mismo y reencontrarse con el pasado.
Jünger experimenta esa sensación sumergiéndose en los clásicos de la literatura, la historia y la filosofía. Al igual que Borges, admite que ha vivido más intensamente entre las páginas de un libro que en el mundo real. Borges frecuentó pocos escenarios: su apartamento, las bibliotecas, los cafés de Buenos Aires, algunas ciudades europeas. En cambio, Jünger pisó los campos de batalla y presenció los grandes acontecimientos del siglo XX. Eso imprime a su confesión un carácter más sorprendente y quizás más trágico, pues desdeña el papel de protagonista para asumir el de espectador.
Es casi una renuncia o una apostasía, pues significa desvalorizar una existencia marcada por experiencias sumamente intensas. Borges soñó con ser un soldado y morir heroicamente. Jünger, que fue un héroe de guerra y estuvo a punto de perder la vida en varias ocasiones, apreció más su tarea de lector. Podemos concluir que todos los hombres quieren vivir otras vidas, ser lo contrario de lo que han sido. Casi nadie está satisfecho con el papel que le ha asignado el destino.
La distinción entre amigo y enemigo elaborada por Carl Schmitt le parece una feliz ocurrencia a Jünger. No la interpreta en términos bélicos, sino dinámicos y existenciales. La alternancia y el cambio serían imposibles sin el antagonismo. Nadie sabría quién es si no identificara a sus enemigos y luchara contra ellos. Combatir no significa aniquilar, sino buscar una síntesis capaz de conducir a una situación más perfecta. No es menos necesario rendir culto a los muertos.
Jünger solía visitar las tumbas de los dos hijos que había perdido y de su primera esposa, Gretha. Sostenía que el vínculo con los difuntos nos arraiga a la tierra y nos ayuda a comprender la vida. Somos formas de una matriz infinita. Jünger fue un naturalista minucioso. Apasionado por los coleópteros, buscó en la contemplación de la naturaleza la serenidad que no hallaba en la historia. Siempre apreció en ella una dimensión sagrada.
Aunque nunca se identificó con un credo o una iglesia, maduró con los años un sentido de lo sacro que le hizo percibir el ser como un misterio y no como un simple conjunto de leyes. Sus experiencias con las drogas le sumieron en un extraño sueño que le acabó transmitiendo la sensación de haber transitado por una senda muy peligrosa. En cambio, la poesía nunca le defraudó: "Forma parte de la naturaleza del hombre. Es su señal de reconocimiento". En ella está su porvenir y quizás esos nuevos dioses de los que hablaba Heidegger.
Jünger no ignora la inminencia de la muerte, pero no le atemoriza. Piensa que solo es un tránsito hacia otra forma de vida. Nunca ha concebido a sus difuntos como seres reducidos a polvo, sino como algo vivo que no cesa de interpelarle. ¿Quién era Jünger? ¿Un guerrero desengañado que eligió el exilio interior? ¿Un pensador que se marchó a vivir cerca de la Selva Negra, buscando sendas perdidas?
En estas últimas conversaciones se perfila como un estoico que cultiva el desapego y la serenidad. No es un cínico ni un nihilista. Sigue amando la vida, pero se ha apartado de la historia. Busca la belleza, lo intemporal, lo trascendente. El 17 de febrero de 1998 lo alcanzó la muerte. Dejó escrito: "Más profundo que la palabra es el silencio". Creo que es cierto. Cada vez que he finalizado uno de sus libros, he experimentado un silencio solemne, semejante al de un templo dedicado a un dios desconocido.