Ludwig Wittgenstein parecía un actor del Hollywood de los años treinta. Alto, con los ojos azules y el pelo castaño, su rostro anguloso, granítico, evocaba esas tempestades interiores que afectan a los grandes héroes románticos, como el Heathcliff de Cumbres borrascosas. Eso sí, no había nacido pobre, sino en el seno de una de las familias más ricas del imperio austrohúngaro.
De orígenes judíos, su peripecia biográfica incluye episodios que corroboran su aspecto de galán trágico: cuatro de sus hermanos varones se quitaron la vida, combatió en la Gran Guerra, permaneció dos años en un campo italiano de prisioneros, pasó una temporada en solitario en una cabaña que construyó con sus manos en lo más profundo del fiordo noruego de Sogn, renunció a su herencia familiar que repartió entre sus hermanos y les hizo prometer que no le devolverían el dinero, abandonó su plaza de profesor universitario en Cambridge para ejercer de maestro de escuela, diseñó la casa de una de sus hermanas en Viena...
Se le ha descrito como inestable, tímido y apasionado. Su vocación inicial no fue la filosofía, sino la ciencia. De hecho, se licenció en ingeniería aeronáutica y patentó un motor a reacción que se utilizó más adelante para fabricar helicópteros. Murió a los sesenta y dos años en Cambridge, víctima de un cáncer de próstata que no quiso tratarse. Mientras agonizaba, murmuró: "Díganles a todos que he tenido una vida feliz". Todo indica que no fue así.
Wittgenstein es una de las personalidades más seductoras del siglo XX. Con un carácter difícil e imprevisible, solo mostró interés por la ciencia, la música y la filosofía, desdeñando los bienes materiales. Su hermano Paul fue un brillante concertista de piano. Perdió el brazo derecho en el frente y Maurice Ravel compuso para él el Concierto para la mano izquierda en re mayor. Descendientes por la vía paterna del ilustre violinista Joseph Joachim, los nueve hermanos Wittgenstein crecieron en un hogar con grandes inquietudes artísticas y musicales. Gustav Mahler solía visitar su casa.
Ludwig llegó a afirmar que "la música era la más refinada de todas las artes" y aseguró que el adagio de un cuarteto de Brahms había sido su principal freno contra el suicidio. Neurótico, tartamudo y homosexual, el filósofo vienés halló cierta paz en el Evangelio abreviado, de Lev Tolstói, imprimiendo a su pensamiento un giro místico, lo cual exasperó a su amigo Bertrand Russell, que lo acusó de dilapidar su talento como ya había hecho Pascal al renunciar a la ciencia para convertirse en apologista del cristianismo.
No es una buena idea reunir a un racionalista y a un místico. La frialdad argumentativa enciende la ira de los visionarios
Bajito y poco agraciado, Karl R. Popper carece del halo romántico de Wittgenstein. Su trayectoria biográfica no incluye hechos extraordinarios ni anécdotas extravagantes. Templado y con los pies en el suelo, compartió con Wittgenstein tres características muy significativas. Ambos nacieron en Viena, los dos eran judíos y en sus hogares se respiraba amor a la música y el saber. El padre de Popper era abogado e historiador y su madre tocaba el piano. El abuelo paterno había reunido una magnífica biblioteca que despertó en Karl el amor a la lectura.
A diferencia de la familia Wittgenstein, que se había enriquecido con el hierro y el acero, los Popper poseían unos recursos modestos y tuvieron que vender la biblioteca para superar un bache económico, lo cual apenó profundamente al joven Karl. Como Wittgenstein, no realizó estudios de filosofía. Prefirió licenciarse en matemáticas y física. Los dos filósofos se relacionaron con el Círculo de Viena, pero desde una perspectiva crítica. En 1937, Popper se exilió en Nueva Zelanda. El ascenso del nazismo al poder disolvió el Círculo de Viena.
Algunos han aventurado que el odio de Hitler a los judíos procedía de haber sido condiscípulo de Wittgenstein en la escuela de Linz. Una famosa fotografía los muestra en la misma clase. Hitler, mediocre y mal estudiante, se habría sentido humillado por ese alumno judío que destacaba por su inteligencia y agudeza. Ya en Nueva Zelanda, Popper impartió clases en el Canterbury College de Christchurch. Relativamente aislado, aprovechó su exilio para escribir La sociedad abierta y sus enemigos, uno de los grandes clásicos de la ciencia política. Tras la guerra, Popper regresó a Europa y logró una plaza de profesor de filosofía en la London School of Economics and Political Science.
Murió en Londres en 1994 rodeado de honores, con noventa y dos años. La reina Isabel II le nombró caballero del Imperio británico por sus investigaciones. Popper y Wittgenstein reunían suficientes afinidades para entenderse. Los contrastes no eran tan agudos como para alimentar la enemistad. ¿Por qué entonces el autor del Tractatus amenazó a su compatriota y colega con un atizador de chimenea?
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25 de octubre de 1946. Alemania ha perdido la guerra. El fantasma de una Europa bajo la bota nazi se ha desvanecido. Poco a poco, todo vuelve a la normalidad. Karl Popper imparte una conferencia en el Moral Science Club de la Universidad de Cambridge que titula ¿Existen realmente los problemas filosóficos?. Popper habla con pasión. Menudo, con las orejas grandes y la nariz prominente, diserta sobre el criterio de demarcación, agitando sus manos diminutas, que cada cierto tiempo interrumpen su movimiento para beber un vaso de agua.
Una lluvia suave azota los altos cristales de la sala. De vez en cuando, asoma el sol y el silencio se restablece. Al fondo, escuchan Wittgenstein, visiblemente contrariado, y Bertrand Russell, con la cara sumida en la preocupación. Conoce a Ludwig y sabe que no le agrada lo que escucha. Teme que al finalizar la conferencia se enfrente con Popper y pierda los estribos. Ha oído que en su etapa de maestro de escuela pegaba a los alumnos con violencia prusiana. A pesar del frío, Wittgenstein lleva unas sandalias que le dejan los dedos al aire. Sin corbata, su americana y sus pantalones están arrugados. Parece que hubiera dormido con la ropa puesta. Algunos profesores no ocultan el desagrado que les produce su aspecto.
Popper ha reparado en Wittgenstein y se pregunta qué efecto le están causando sus palabras. Está explicando que las tesis metafísicas no pueden ser refutadas, lo cual no significa que carezcan de significado. Simplemente, hay que señalar que no pertenecen al dominio de la ciencia. El saber debe ser demarcado, clasificado, ordenado. Hay que señalar claramente el lugar de cada proposición para no llegar a conclusiones ilegítimas. Las proposiciones morales tienen significado, pero no pueden ser avaladas por la ciencia. Pertenecen al terreno de la filosofía y, por tanto, son meramente especulativas.
Popper piensa que la moral no es ciencia, pero podemos justificarla mediante la observación y la experiencia
La conferencia finaliza y Wittgenstein se acerca a Popper. Le mira desde arriba, pues mide veinte centímetros más que él. Parece un cisne contemplando desdeñoso a un patito feo. Popper le sostiene la mirada sin dejarse intimidar. Wittgenstein afirma que las proposiciones morales carecen de significado. No son despreciables, pero no expresan hechos del mundo. Apuntan a un más allá inaccesible e inverificable. Solo son símiles sobre los que nunca habrá consenso. No aportan conocimiento y nunca estarán respaldadas por la razón.
—Deme un ejemplo de proposición moral con significado —exige Wittgenstein.
Popper responde con calma, pero sin escatimar la ironía. Su interlocutor advierte su condescendencia y agarra un atizador de chimenea, alzándolo amenazador. Bertrand Russell interviene y le pide enérgicamente que suelte el atizador.
—Usted no me entiende, Russell —chilla Wittgenstein—. Usted no entiende nunca lo que digo.
—Usted lo está confundiendo todo, Wittgenstein —replica Russell, visiblemente irritado—. Usted siempre lo confunde todo. Suelte el atizador.
—¿Quiere una proposición moral con significado? —pregunta Popper, con cierta malicia en la mirada—. Aquí tiene una: "No amenazar a un profesor visitante con un atizador".
Wittgenstein arroja al suelo el atizador y se marcha dando un portazo. Russell suspira aliviado y Popper sonríe con aire triunfador. El duelo ha terminado y ha salido bien librado. La lluvia ha vuelto a golpear el cristal. Cambridge es un lugar de contrastes.
¿Sucedieron realmente las cosas así? Algunos sostienen que Popper lanzó su frase cuando su oponente se había marchado, no en mitad de la discusión. ¿Le habría preocupado a Wittgenstein pasar a la posteridad como un energúmeno? Probablemente, no. Siempre repitió que le resultaba indiferente la opinión de sus colegas. Su única inquietud era impulsar la claridad, la transparencia.
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A pesar de esa declaración, hay algo hermético y oscuro en su filosofía, según la cual el sentido del mundo está fuera de él. Aunque lleguemos a contestar todas las posibles preguntas científicas, los problemas esenciales seguirán sin respuesta. Somos impotentes frente al enigma de la vida. Describir el mundo es sencillo. En cambio, no somos capaces de explicar por qué existe. Popper es mucho más cartesiano que Wittgenstein. Piensa que la moral no es ciencia, pero podemos justificarla mediante la observación y la experiencia. La idea de verdad debe ser el principio regulador fundamental de la investigación científica. Quizás no es un hecho del mundo, pero es una poderosa directriz que nos permite impulsar el conocimiento por la vía correcta, cultivando la humildad, la autocrítica y la integridad.
Wittgenstein y Popper son dos gigantes del pensamiento contemporáneo. El incidente del atizador no es edificante, pero nos recuerda que los filósofos son humanos, demasiado humanos. No sé dónde se encuentran ahora. ¿Quizás en ese mundo 3 del que habla Popper, sede del conocimiento objetivo? ¿Siguen peleándose o la muerte les ha enseñado a tomarse las cosas con más calma? Si están fuera del mundo, quizás han hallado su sentido. No pierdo la esperanza de que algún día nos lo cuenten, pero por separado. No es una buena idea reunir a un racionalista y a un místico. La frialdad argumentativa enciende la ira de los visionarios.