1

La luz de la Selva Negra no se parece a la del Mediterráneo. La luz que baña las playas de Grecia, Italia o España oscila entre el azul y el verde. Evoca ese Olimpo que ahora está deshabitado, pero que durante siglos cobijó los sueños de los hombres. La luz de la Selva Negra es blanca, casi transparente, o negra, como la noche del espíritu. Acabo de concluir mi Carta sobre el humanismo, una obra que no habría podido escribir en otro lugar. De hecho, podría decir que este paisaje es el autor del texto. Siento que la Selva Negra ha guiado mi mano, llevándome hasta cada palabra, como un oleaje que acerca a la costa los restos de un naufragio.

Mi Carta se malinterpretará, como todo lo que escribo. Quizás la entienda Gadamer, que ahora ocupa el puesto de rector de la universidad de Friburgo y que siempre ha sido un gran lector. Los filósofos empiezan a escribir apenas despunta una idea en su cabeza, sin entender que la escritura solo es la culminación de una larga trayectoria como lector. El verdadero pensador lee incansablemente, pero no solo libros, sino la totalidad de lo real, que es un texto con un sentido oculto. El ser se dice, nos interpela, nos pide que lo escuchemos, pero se manifiesta de forma oscura, como advirtió Heráclito. El filósofo es un exégeta, el final de una cadena, el artífice de un mundo que intenta acoger todos los ecos, creando una telaraña de significados. Desgraciadamente, el filósofo trabaja con conceptos y los conceptos, estáticos e imprecisos, no pueden reflejar la complejidad del ser.

En la Carta sobre el humanismo, apunto que el lenguaje es la casa del ser y en esa morada vive el hombre. Los pensadores y poetas son los guardianes de esta morada. La poesía es la lengua en su estado originario, que, al nombrar las cosas, funda el ser. No es el hombre el que habla, sino el ser que se dice a sí mismo por medio del lenguaje. Al hombre, solo le corresponde mantenerse en una disposición de escucha. Solo habla en cuanto responde al lenguaje. El poeta es un mediador, el hombre que descubre que más allá de los entes existe el ser que se da en ellos. El hombre no es el señor del ente. El hombre es el pastor del ser. En este “menos” el hombre no solo no pierde nada, sino que gana, puesto que llega a la verdad del ser. Gana la esencial pobreza del pastor, cuya dignidad consiste en ser llamado por el propio ser para la guarda de su verdad.

Sin embargo, la interpretación técnica del pensar ha provocado el olvido de ese cometido esencial. La técnica reduce el ente a su funcionalidad dentro de un sistema instrumental. No hay nada más allá, ningún misterio. El sentido original de la técnica no era el dominio, sino una forma de conocimiento que fabricaba útiles al servicio de metas auténticas, verdaderas. La técnica ha perdido ese impulso originario al convertirse en un instrumento de dominación. El campesino que siembra utiliza la técnica para realizar una donación y entiende la cosecha como aceptación. Su papel es actuar como el custodio de una renovación cíclica. Por el contrario, una presa hidráulica es una provocación, un acto de fuerza, una forma de violencia que simboliza el espíritu de la actual sociedad industrial. Al obrar de este modo, la técnica se ha convertido en devastación. La industria moderna ha impuesto la destrucción, lo terriblemente monstruoso. La superación de este horizonte no es sencilla, pues la metafísica no es tan solo un error teórico, sino el destino de la cultura occidental.

Mi cabaña es una pequeña y austera casita de madera en Todtnauberg, a dieciocho kilómetros de Friburgo, en las montañas de la Selva Negra. Se ha dicho que la universidad de Friburgo me la cedió, pero no es cierto. Fue construida en el verano de 1922. Elfride, mi mujer, supervisó la construcción. Situada en una ladera, su planta mide seis por siete metros. Con un tejado de cuatro aguas, se compone de un saloncito con cocina, una alcoba con cuatro camas y una habitación de trabajo. En la zona trasera, hay un secadero y un retrete. El estudio y la cocina albergan camas adicionales para cuando se reúne toda la familia. Salvo un muro central de mampostería, toda la casa está construida en madera. No hay adornos. No quiero nada que me distraiga. Ni siquiera he traído algunos de mis libros, pues mi escritura solo se vuelve fecunda cuando se libra de tutelas y se abre paso por sí sola. Gracias a esta soledad, he comprendido que pensar consiste en rememorar el ser y nada más.

La misión del filósofo es dejar ser al ser. Para eso es necesario aprender a habitar poéticamente la realidad y aquí he aprendido a hacerlo. Esa es la causa de que en 1934 renunciara a una cátedra de filosofía en la universidad de Berlín. No quería alejarme de este paisaje. No soy un contemplador. No me interesan las formas, sino los cambios. En ese sentido, me parezco a los campesinos, que desconocen la emoción estética, pero que captan perfectamente el pulso de la tierra.

Soy un provinciano. No me agrada la ciudad, el mundo de abajo. Prefiero este mundo, el mundo de arriba, sencillo y honesto. Aquí me topo con los contenidos esenciales de la existencia y lo primero que descubro es la urgencia de refundar la filosofía, clarificando la diferencia entre el ente y el ser. El pensar se encuentra en decadencia. Ha olvidado su destino de morada del ser y se ha convertido en un decir simple. Para recuperar su tarea original, hay que aprender a pensar como el campesino que avanza lentamente por el campo. Solo entonces podremos rescatar la tarea del hombre, que no es otra que morar cerca del ser. Hasta ese momento vagaremos sin rumbo.

2

Pienso a menudo en Hannah Arendt. Cuando la conocí en la universidad de Marburgo, yo impartía un seminario sobre Platón. El aula estaba llena y yo no me fijé en ella, pero un atardecer se acercó a mi despacho para hablar conmigo y no tardé en advertir su inteligencia. Algo se agitó en mi interior. Incapaz de reprimirme, le cerré el paso mientras se dirigía a la puerta para marcharse y me arrodillé ante ella, alzando los brazos. Hannah, por entonces una joven de diecinueve años, se inclinó y me agarró la cabeza, fijando sus ojos negros en los míos. No pude evitar el impulso de besarla y ella, lejos de molestarse, me devolvió el beso.

Unos días más tarde le escribí, explicándole que todo debía ser sencillo, nítido y puro entre nosotros. Mi intención era ser leal a Hannah para que Hannah pudiera ser leal a sí misma. Le aclaré que nunca podría atribuirme el derecho a quererla para mí, pero que ya no saldría de mi vida. Por primera vez me pesaron los treinta y cinco años que tenía entonces. Hannah pretendía que nuestra relación discurriera en un plano meramente amistoso, pero yo le aclaré que ser mi amante le permitiría su realización como mujer. Al entregarse a mí se convertiría en sembradora de júbilo, propagando en nuestros corazones una ola de alegría y serenidad. Pensé que mi amor la transformaría en una mujer autónoma, estimulando su inteligencia y exacerbando su belleza. No sospechaba que sería ella la que se alzaría con el bastón de mando, convirtiéndome en su siervo. Nunca me había ocurrido nada semejante. Lo demoníaco me alcanzó de lleno.

Solíamos encontrarnos en hoteles alejados de la ciudad. Hannah proponía que nos desplazáramos juntos en tren o tranvía, pero yo le quitaba la idea de la cabeza. Siempre le dejé muy claro que jamás dejaría a mi mujer. No quería renunciar a la estabilidad, a la vida ordenada y respetable, a mis retiros en la Selva Negra con Elfride ocupándose de todo para que yo pudiera escribir sin interrupciones.

Hannah representaba para mí la libertad, la pasión, la independencia y no anhelaba nada más. Cuando me hablaba del futuro, yo le contestaba: “¿Pero qué más podría ocurrir que no haya ocurrido ya y para siempre?”. Nuestra relación me rejuvenecía, me ayudaba a amar más la vida. Sentía que ella era todo el universo. Me acostumbré a llamarla “mi pequeña ninfa de los bosques”. A veces, tomaba apuntes mientras me oía, pero yo le pedía que no lo hiciera: “Confórmate con escuchar e intentar andar al mismo paso”.

No esperaba que una separación de dos meses pudiera precipitar la ruptura. Durante ese tiempo, apenas le escribí. Estaba demasiado ocupado escuchando la tormenta que rugía en mi interior. De vacaciones en mi cabaña, paseaba y leía a Kant, Hölderlin y Thomas Mann, una recomendación de Hannah, que me regaló un ejemplar de La montaña mágica. Necesitaba digerir todo eso y darle una salida, transfundirlo en palabras.

Cuando volví a Marburgo, Hannah me dijo que lo nuestro había terminado. Reaccioné con incredulidad, explicándole que mis sentimientos no habían cambiado, pero que durante los meses de verano me había sumergido en un trabajo incompatible con cualquier relación. No debía interpretar mi silencio como desdén. No sirvieron de nada mis explicaciones. Hannah había tomado una decisión y mis súplicas no lograron conmoverla. Dolido y furioso, le exigí que se marchara de Marburgo. No quería volver a verla en mi seminario. Hannah me respondió que no me preocupara, que ya había resuelto continuar sus estudios en otro lugar.

Unos meses después me escribió, admitiendo que me echaba de menos, pero que consideraba inútil retomar la relación. Sin embargo, no ocultaba que aún ocupaba un lugar en su corazón. Concluía su carta con una frase desgarradora: “Y si Dios lo quiere, te amaré mejor después de la muerte”. Esas palabras me resultaron tan dolorosas como una cuchillada. No le oculté mi pesar: “El único camino que se abre ahora ante mí es trabajar encarnizadamente con el fin de hallar un desvío a la nostalgia que tan cruelmente siento de ti y de tu alegría profunda”. Atormentado, prescindí del pudor y la cortesía, añadiendo: “No vuelvas a escribirme si no te lo pido”.

"No me importa el juicio de la historia. Solo me preocupa el veredicto de mi conciencia y sé que es favorable". Martin Heidegger

Cuando me nombraron decano de la universidad de Friburgo, Hannah me envió una carta, acusándome de antisemitismo. Yo me indigné, pues consideré que me limitaba a seguir el surco abierto por el espíritu y a cumplir un mandato lejano. Nos habíamos desviado de la visión del hombre en su arraigo histórico y necesitábamos rescatar la tradición del pueblo, que nace de la sangre y el suelo. El nacionalsocialismo representaba el renacimiento de nuestro Dasein histórico. La libertad imperante hasta entonces era únicamente negativa. Significa despreocupación del espíritu.

Sabía que muchos interpretarían mezquinamente mi adhesión a Hitler, al que pretendía seguir tan lejos como fuera posible, pero —como dijo Platón— “todo lo grande se expone a la tormenta”. Como decano, mi responsabilidad era que ser estudiante significara estar comprometido con la tarea del pueblo alemán, cuyo destino era fundir el trabajo y el saber para inscribirse en la historia. Alemania volvía ser una nación con una misión, no un simple conglomerado de perplejidades.

Hannah no comprendió mis explicaciones y me incluyó entre sus enemigos, interrumpiendo su comunicación conmigo. Su reacción me hizo sufrir, pero no afectó a mi visión de las cosas. Ahora sé que Hitler no se hallaba a la altura de su misión, pero sigo creyendo en la necesidad de un socialismo nacional. No me importa el juicio de la historia. Solo me preocupa el veredicto de mi conciencia y sé que es favorable. Los quince años de silencio de Hannah me dolieron, pero no afectaron a mi escritura, quizás porque esta se emancipó hace tiempo de mi voluntad y fluye sola, como un arado que se obstina en continuar su trayectoria, hundiéndose en la tierra con fervor.

3

No puedo mentirme a mí misma. Aunque han transcurrido casi dos décadas desde mi último encuentro con Heidegger, no he dejado de frecuentar sus libros durante ese tiempo. Obsesivamente, como si encerraran un arcano que era necesario desvelar. Su obra ha abierto un nuevo camino a la filosofía y lo ha hecho volviendo a los orígenes. Gracias a él, hemos aprendido a pensar. Nos ha enseñado a sumergirnos en las profundidades, buscando las raíces más remotas.

Sé que podría reprocharle muchas cosas. Me mintió cuando le recriminé que hubiera borrado de Ser y Tiempo la dedicatoria a Husserl y que no hubiera protestado cuando se expulsó de la universidad a los profesores judíos. Me respondió que había trasladado el nombre de Husserl a una nota a pie de página, destacando el valor de sus aportaciones, y destacó que había utilizado su cargo de rector de la universidad de Friburgo para impedir la quema de libros de autores judíos. Es cierto que esas obras no ardieron, pero no fue porque él lo prohibiera, sino porque se desató la lluvia y fue imposible encender una hoguera.

Al leer la carta donde me explicaba estas cosas, no sin ocultar su indignación por mis reproches, comprendí que era una ingenua esperando algo de sinceridad. Cuando me detuvo la Gestapo, no hizo nada para que me pusieran en libertad. Pasé ocho días en una celda. Afortunadamente, no me torturaron. Incluso fueron amables. La dictadura nazi acababa de empezar y aún no se había desatado el furor exterminador. Me detuvieron con mi madre, que tampoco sufrió malos tratos. Apenas nos liberaron, hicimos las maletas y huimos de Alemania.

Ya en el exilio, leí que los nazis habían arrebatado su cátedra a Karl Jaspers y le habían prohibido publicar. Tuvo que esconderse con su mujer, Gertrud, judía como yo. Pasaron unos años terribles, con problemas de salud y miedo a ser descubiertos. Sus amigos los ayudaron en la medida de sus posibilidades. Solo uno se abstuvo de cualquier gesto de simpatía o solidaridad: Heidegger. En esas fechas, se hallaba muy ocupado cantando el “Horst Wessel”, pavoneándose de su insignia del partido nazi y afirmando que Hitler era el porvenir de Alemania. Todo aquello me dolió terriblemente, pues Jaspers fue mi segundo maestro y uno de mis amigos más queridos.

¿Por qué sigo amando a un hombre como Heidegger? Porque el amor es un destino y hay que ser fiel al destino. Es la única forma de no caer en una vida inauténtica. Jaspers me pidió que no escribiera a Heidegger ni volviera a verlo hasta que pidiera públicamente perdón por haber apoyado al nazismo. Sé que nunca lo hará, pero pienso que en el fondo sospecha que cometió el mismo error que Platón en Siracusa.

Anoche volví a verlo de forma clandestina. Cuando regresé a Alemania, reservé mi primer encuentro para Jaspers y Gertrud. Tenía cierto miedo. Jaspers aún me impone mucho respeto, pero todo fue sencillo y muy natural. Yo ya no soy una alumna torpe e insegura, sino su amiga. No le conté a Jaspers que me había citado con Heidegger en Friburgo, pues no quería disgustarlo.

No puedo deplorar nuestro reencuentro. Movidos por la nostalgia, reservamos una habitación en uno de esos hoteles donde nos habíamos reunido como amantes. Yo llegué primero. A las pocas horas, apareció Heidegger y llamó a la puerta, visiblemente emocionado. Me miró con sus ojos profundos y seductores, y dijo: “Vengo a entregarme en cuerpo y alma”.

Le conté a mi marido, Heinrich, que esa noche Heidegger y yo hablamos por primera vez como iguales y no como maestro y discípula. Heinrich me había animado a encontrarme con mi antiguo amante. No es celoso, como no lo soy yo. Sé que tiene sus historias y no se me ocurre asumir el papel de esposa ofendida. Me sentiría ridícula. Él tampoco me pide explicaciones.

"Me pregunto cómo juzgará la posteridad mi idilio con Heidegger. Muchos no lo comprenderán, pero yo agradezco los caminos que me abrió su filosofía". Hannah Arendt

Durante la noche que pasamos juntos, Heidegger me dijo que Elfride no ignoraba que habíamos sido amantes y que deseaba conocerme. Incluso me insinuó que podríamos llegar a un acuerdo. Su mujer aceptaría compartirlo conmigo. Si me instalaba en Friburgo, podríamos recuperar el tiempo perdido. Me pareció un disparate, pero me hizo gracia comprobar que su amor hacia mí seguía vivo.

Al día siguiente me presenté en la casa de Zähringen, al lado de Friburgo. Sabía que Elfride era una nazi fanática y que la guerra solo había exacerbado sus convicciones. Su hijo Hermann sigue prisionero en la Unión Soviética. Un motivo más para apoyar la causa del Tercer Reich. Heidegger pensó que entendería nuestro amor, pero se equivocó. Elfride perdió los estribos y me lanzó toda clase de insultos, explotando los clichés del antisemitismo. “Perra judía”, repitió varias veces. Heidegger no dijo nada.

Envalentonada, Elfride añadió que no podía perdonarme la nefasta influencia ejercida en el pensamiento de su marido, un comentario que me sorprendió. Es cierto que fui una de las primeras lectoras del manuscrito de Ser y Tiempo, pero yo me limité a desbrozar, sembrar, recortar. No puedo atribuirme ideas e intuiciones que surgieron de la mente de Heidegger, al que siempre consideraré mi primer maestro.

Al día siguiente escribí a Elfride, pidiéndole perdón por el dolor que le había causado. Por supuesto, no me contestó. Es una idiota. Si de ella dependiera ahogaría a todos los judíos que han sobrevivido al nazismo, pero en el fondo me inspira cierta simpatía. Gracias a ella, Heidegger ha podido escribir, pues se ha ocupado de organizar el día a día, protegiéndole de los intrusos. Ahora que me preparo para regresar a Estados Unidos, reconozco que me hubiera gustado conocer la cabaña de la Selva Negra. No será posible.

Me pregunto cómo juzgará la posteridad mi idilio con Heidegger. Muchos no lo comprenderán, pero yo agradezco los caminos que me abrió su filosofía. No comparto todas sus tesis. De hecho, el Dasein me parece una versión sofisticada del subjetivismo romántico, un canto a la muerte que desemboca en la exaltación de lo colectivo e impersonal. Frente a la aniquilación de lo individual, yo reivindico esa pluralidad que se renueva con cada nacimiento. Heidegger incurrió en una grave equivocación: despreciar la realidad, intentar neutralizar su carácter imprevisible. Su sed de ficción le inclinó a abrazar una falsa utopía, cegando su mirada. El mismo error que Platón, que intentó suprimir el azar mediante la ilusión de lo inmutable y eterno.

No pretendo que los demás comprendan nuestro amor. El amor muere o se contamina cuando se expone a la luz pública. Además, la comprensión no consiste en esclarecer los motivos de una acción, sino en enfrentarse de forma impremeditada, atenta y resistente con la realidad, soportándola, sea lo que fuere.

Estamos en 1950. No sé si volveré a ver a Heidegger. Nuestra relación no se ha roto. Hemos acordado seguir escribiéndonos. Sé que nuestros restos descansarán en lugares diferentes, pero no puedo reprimir la fantasía de que alguien los reúna en algún punto de la costa egea. Allí empezó la aventura del pensamiento y allí deberían acabar todos los que dedicaron sus vidas a desentrañar los misterios del ser.

P. S. Hannah Arendt y Martin Heidegger volverían a reencontrarse en 1967 en la universidad de Friburgo. Hannah pronunció una conferencia ante un auditorio que incluía a su antiguo profesor. Pasaron la tarde juntos y ella se marchó a Basilea. Al día siguiente, Heidegger le suplicó una nueva cita y Hannah regresó en tren a Friburgo. Sería la última vez que compartirían unas horas. El 4 de diciembre de 1975 Hannah sufrió un ataque en su apartamento de Nueva York y murió repentinamente en presencia de unos amigos. Tenía sesenta y nueve años. En su máquina de escribir había una página a medias de su último libro, La vida del espíritu, que quedaría inacabado. Profundamente afligido, Hans Jonas homenajeó la memoria de su amiga en el funeral, comentando: “Las cosas se veían de otro modo después de pasar bajo su mirada”.

Martin Heidegger murió la mañana del 26 de mayo de 1976 en su casa de Friburgo, sin experimentar ningún sufrimiento. Tenía ochenta y seis años. Se le enterró en el cementerio católico de Messkirch, tal como había solicitado. Sus obras completas comprenden cien volúmenes y aún hay inéditos pendientes. Heidegger agrupó sus libros bajo el título Caminos. “Y si Dios lo quiere, te amaré mejor después de la muerte”… Estas palabras de Hannah Arendt parecen más fuertes que la muerte. El destino de los amantes no es desaparecer, sino convertirse en polvo, polvo enamorado.