El tren no es un simple medio de locomoción, sino una forma de adentrarse en el alma de un país. Permite contemplar sus paisajes, relacionarse con sus gentes, acumular recuerdos, dormitar con la frente apoyada en el cristal o leer tranquilamente, pasando las hojas con la sensación de haber salido del tiempo. El avión es una cápsula que te aísla del exterior y el coche, una caja que te obliga a fijar la mirada en el asfalto, condenándote a viajar por horribles autopistas. El barco no es una mala opción, pero el paisaje, inequívocamente hermoso, resulta reiterativo.
Y la bicicleta, un vehículo noble, limpio y ecológico, solo permite recorrer distancias relativamente breves y, a cierta edad, exige un esfuerzo inviable. Además, siempre estás expuesto a ser arrollado por otro vehículo. Tienes que circular por el arcén, una experiencia que evoca la tensión del equilibrista que avanza por un alambre. El caballo ya solo se utiliza de forma recreativa y caminar, un ejercicio excelente, te confina en un territorio demasiado pequeño. El tren te mantiene en contacto con el exterior, sus vistas no suelen ser monótonas, puedes realizar largos recorridos y el peligro es insignificante.
Yo solo he viajado en tren por España. Soy esencialmente sedentario y el turismo moderno, con sus masas desplazándose de un lugar a otro con la mirada fija en el móvil, me produce perplejidad. Viajé en tren por primera vez a los nueve años. Cuando pisé la estación de Atocha de Madrid, sus estructuras metálicas me causaron la impresión de haber penetrado en un escenario de ciencia ficción. Mi memoria representa los trenes de aquella época —principios de los setenta— con el aspecto de viejas locomotoras del Far West.
Sé que esa imagen no se corresponde con la realidad, pero a veces la imaginación se encarga de llenar los vacíos del pasado con recuerdos imaginarios, añadiendo unos felices toques de poesía o extravagancia. Lo cierto es que viajé en un tren Talgo, que no se parecía en nada a los que asaltaban los forajidos y los indios del Salvaje Oeste. Dado que el destino era Cádiz y el trayecto podía llegar a durar doce horas, mi madre escogió viajar de noche. No en coche cama, que tal vez no existía o era muy caro, sino en una cabina con otros pasajeros y asientos reclinables.
Cada plaza disponía de una pequeña lamparilla que permitía leer y yo la aproveché para pegar saltos por las páginas de una edición ilustrada de Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez. Quizás no comprendí muchas cosas, pero enseguida aprecié la dulzura de Platero —"pequeño, peludo, suave"— y la belleza de unos paisajes con "vagas claridades malvas y verdes", pueblos tristes y silenciosos, higueras centenarias y crepúsculos que gotean púrpura y oro.
En algunas ocasiones, he pensado que codiciar la inmortalidad es un acto de narcisismo, una forma de atribuir a nuestro yo una importancia excesiva
Tal vez porque solo habían pasado seis meses desde el fallecimiento de mi padre, me conmoví especialmente con los capítulos dedicados a la muerte de Platero. La nostalgia me ha hecho volver a esas páginas poco antes de escribir esta nota y me he conmovido otra vez. El poeta promete a Platero, mimoso como una niña, que no acabará en un barranco, destino de los burros, caballos y perros a los que no quiere nadie, sino que lo enterrará "al pie del pino grande y redondo del huerto de la Piña", lo cual le permitirá oír el ruido de la noria, los cantos de los jilgueros y verderones, las risas de los niños jugando y la voz del propio Juan Ramón, sumida en esa melancolía que siempre le acompañaba.
Cuando la muerte se lleva a Platero, el poeta cumple su promesa y lo visita de vez en cuando, preguntándole si lo recuerda, si puede oírle y si ahora corre por un prado de "rosas eternas". Durante una de sus visitas, revolotea "una leve mariposa blanca", quizás la misma que agitaba sus alas alrededor de Platero poco después de que abandonara este mundo.
Por entonces, Juan Ramón Jiménez, que quiso convertir el libro en una parábola evangélica, creía en la resurrección del cuerpo y el alma. Más adelante, perdería esa esperanza. No recuerdo qué pensaba yo de niño sobre esta cuestión. Y de adulto, ¿quién sabe lo que realmente cree? Eso sí, no he olvidado que después de viajar toda la noche, cuando llegué a Cádiz y contemplé el mar, tuve la sensación de asistir a una resurrección. El agua que bañaba la playa parecía el infinito lamiendo las heridas de lo perecedero.
[Vargas Llosa ante un joven novelista]
Ya de adolescente, viajaba al Mediterráneo todos los veranos, cruzando la Mancha en tren. El paisaje austero, monótono y polvoriento, constituía una invitación permanente a leer el Quijote. Cada vez que aparecía un molino, pensaba que la realidad suele derrotar a los sueños, pero los sueños se obstinan en sobrevivir, continuando a nuestro lado como un pájaro que se acostumbra a comer de nuestra mano. Obsesionando por la muerte, solía releer el capítulo final, donde se narran las últimas palabras del hidalgo enloquecido. Vencido por una calentura y la tristeza, Alonso Quijano yace en su lecho, con la mente finalmente esclarecida. Abomina de los libros de caballerías, de sus disparates y embelecos, y declara que ya no está loco, que ha recobrado sus cabales y no quiere dejar renombre de enajenado.
Mientras el tren avanzaba lentamente hacia el Levante, leía con pesar estas reflexiones. No me parecían las confesiones de un hombre sensato, sino las claudicaciones de alguien que ha renunciado a sus sueños. Así lo entendía el bueno de Sancho Panza, que replicaba que no hay mayor locura que dejarse morir y que aún estaba a tiempo de volver a los caminos para reanudar sus aventuras. Inflexible, Alonso Quijano respondía que en los nidos de hogaño ya no había pájaros de antaño y que ya no era loco, sino cuerdo.
Cervantes no puede reprimir la emoción al despedirse de su personaje, afirmando que su pluma y Don Quijote ya son indiscernibles ("los dos somos para en uno"). Borges ha señalado el pleonasmo en que incurre al referir su muerte: "Entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió". Ciertamente, el final de la frase constituye una aclaración innecesaria. Cervantes especuló que su personaje moriría con él, pero se equivocó. Don Quijote me acompañó durante mis viajes en tren por la Mancha y llegó conmigo hasta la costa. De nuevo, el mar. Muchas obras de ficción —especialmente, películas— finalizan con la imagen del mar. Evidentemente, no es algo casual. El mar simboliza la vida, la esperanza, un posible renacer.
El silencio tampoco compite con la palabra. Desde antiguo, sabemos que los opuestos se complementan y que la armonía surge de su fusión
Mi último viaje en tren fue a Santander. Salí de Alicante. Esta vez partía del mar con destino al mar. Un largo recorrido que me permitió leer una vez más San Manuel Bueno, mártir, de Miguel de Unamuno, una de mis novelas más queridas. Ya he perdido la cuenta de las veces que la he leído. Como Miguel Delibes o Azorín, Unamuno parece un autor de otra época, pero lo cierto es que sus libros no cesan de reeditarse. Los tres han sobrevivido a los críticos que a partir de los ochenta intentaron sepultarlos.
Unamuno convirtió la muerte en el problema fundamental de su obra. "No quiero morirme del todo —escribió— y quiero saber si he de morirme o no definitivamente. Y si no muero, ¿qué será de mí?; y si muero, ya nada tiene sentido". Parece que el ser humano se ha resignado a su finitud. En Europa occidental, casi nadie cree ya en la inmortalidad.
Manuel Bueno es un sacerdote sin fe, pero oculta su escepticismo ante sus feligreses de Valverde de Lucerna. Piensa que vivir sin fe aboca a la desesperación. No le parece mal que la religión sea el opio del pueblo. Vivir adormecido o embriagado es mejor que soportar una lucidez vinculada a un horizonte desolador: la nada, el no ser. En algunas ocasiones, he pensado que codiciar la inmortalidad es un acto de narcisismo, una forma de atribuir a nuestro yo una importancia excesiva, pero ese argumento se desmorona cuando pienso en mis seres queridos. ¿Es posible resignarse a que se conviertan en polvo?
[Víctor Jara, el poeta del pueblo]
Mi viaje en tren a Santander se caracterizó por un encuentro progresivo con el verde. Frente al vacío de la Mancha, alterado tan solo por encinas solitarias o agrupadas en pequeños bosques, las montañas, atestadas de árboles sumidos en una niebla espectral, mostraban que la belleza posee infinidad de rostros. Los paisajes desnudos no compiten con los que se caracterizan por su voluptuosidad y cromatismo. El silencio tampoco compite con la palabra. Desde antiguo, sabemos que los opuestos se complementan y que la armonía surge de su fusión.
En Santander me encontré con un mar diferente del mar del Levante. Un mar menos sereno y quizás más bárbaro. En el Mediterráneo, es imposible no pensar en la Grecia clásica, con su equilibrio apolíneo y su moderación. Lo dionisíaco nunca me pareció lo más característico de la cultura griega. Esas explosiones de irracionalidad son una herencia asiática, no una creación de la civilización que engendró a Sócrates, Platón y Aristóteles. En el Cantábrico, no hay nada apolíneo ni dionisíaco. Es un mar que evoca a las culturas del norte, con su culto a la noche y a la espada.
No sé cuándo volveré a viajar en tren. Hace unos años, me subí al AVE y me desplacé hasta Barcelona. El trayecto se me hizo muy breve y el tren me demasiado moderno. Eché de menos los viajes dilatados y el mobiliario de los setenta. Pasé el tiempo leyendo a Ortega, otro autor que algunos consideran periclitado, pero que a mí me sigue pareciendo inspirador. ¿Qué autores descartaría para viajar en tren? Foucault, Derrida, Deleuze. No sé si llegaré a hacerlo, pero alguna vez he fantaseado con pasar un año entero viajando en tren por España. Embriagado por el paisaje y mecido por el movimiento, quizás descubriría el latido más profundo de un país que no debería darle la espalda a los sueños alumbrados por sus poetas, místicos y viajeros.