Historia de un librero
En mi memoria, Manolo suele aparecer colocando los libros en la esquina entre Princesa y Altamirano con la delicadeza del que cuida un huerto plantado en una tierra yerma
La muerte es un hachazo en el tiempo. Destruye lo que es y lo que podría ser. Manolo era un librero que colocaba dos expositores en la esquina entre Princesa y Altamirano, dos calles del madrileño barrio de Argüelles. Tenía el pelo blanco, fuerte y rizado. Sus enormes gafas cuadradas, que descansaban sobre una nariz ancha y gruesa, diluían el azul de sus ojos, casi siempre chispeantes de alegría, si bien algunos días parecían sumidos en la melancolía.
Debía sobrepasar los sesenta años, pero se movía como un hombre más joven, comprobando una y otra vez la colocación de los libros, como si fuera un director de cine que verifica un encuadre. Solía vestirse con rebecas de punto o americanas con coderas y a veces se anudaba un pañuelo amarillo al cuello.No pretendía ser un exquisito, pero su imagen desprendía una elegancia sencilla y espontánea. Aunque no era muy alto, su corpulencia le confería una presencia formidable.
El mal tiempo no le desanimaba. Si llovía, cubría los libros con un plástico y se protegía con un enorme paraguas negro. Cuando el calor se volvía agobiante, se preparaba una jarra de limonada y se secaba el sudor de la frente con un pañuelo blanco. En los años setenta del pasado siglo, un caballero siempre llevaba un pañuelo cuidadosamente planchado y perfumado con colonia, aunque solo fuera para poder ofrecerlo a quien lo necesitara.
Leer 'En busca del tiempo perdido', de Marcel Proust, me reveló que el tiempo pasa, pero no es irrecuperable
Durante la dictadura del general Franco, Manolo vendía libros prohibidos, fundamentalmente ensayos de Marx, Gramsci, Althusser y Sartre, a veces en otros idiomas. Solía esconderlos en una caja de cartón, colocando encima libros de autores como Donoso Cortés, Muñoz Seca o Ramiro de Maeztu. Nombres tan respetables que parecían acreditar la fidelidad al régimen, disipando cualquier sospecha de comerciar con textos subversivos. Era una estratagema demasiado sutil, pues la policía no era muy ilustrada, pero aparentemente le funcionaba, quizás porque los agentes asociaban esos nombres a calles de Madrid y eso les hacía pensar que el librero era un hombre de orden.
Manolo también vendía tebeos: Din Dan, Pulgarcito, Mortadelo, DDT, Tebeo, Tío Vivo, esas maravillosas revistas infantiles que ahora son documentos valiosísimos para conocer y comprender la mentalidad de la época. Los niños los contemplaban con la ilusión del que avista tierra firme después de una larga travesía. Manolo, de corazón compasivo, se dirigía a ellos y les ofrecía grandes descuentos. Incluso les daba la oportunidad de pagar a plazos.
[Clásicos para viajar en tren]
Imagino que muchos abusaron de su buena fe, pero yo agradecía su generosidad, que –entre otras cosas– me permitió adquirir de una vez las siete novelas de En busca del tiempo perdido, comprimidas en dos tomos encuadernados en piel azul marino. Por supuesto, conservo esa joya, una edición con las traducciones de Pedro Salinas y José María Quiroga Pla, pero la letra es tan pequeña que ya no puedo leerla. Leer a Marcel Proust me reveló que el tiempo pasa, pero no es irrecuperable. Los libros son embalses que retienen grandes fragmentos de vida para que podamos contemplarlos. Manolo solía repetir que el libro es un anciano ciego y venerable, una especie de Homero que ha asumido la responsabilidad de ser la memoria del género humano.
Los clásicos cada vez ocupan menos espacio en las librerías de novedades. Confinados en una sección minúscula, parecen una tribu nativa que sobrevive de mala manera en una reserva. Se les asigna un lugar porque añaden algo de color y porque aún gozan de cierta aura mítica, como las pinturas rupestres, que nos hablan de un pasado remoto y casi desconocido. En las librerías de segunda mano, los clásicos vuelven a ser un pueblo orgulloso que deambula libremente por las grandes llanuras, acampando en tierras fértiles y bajo cielos que parecen extraídos de la eternidad.
Los clásicos parecen una tribu nativa que sobrevive de mala manera en una reserva de la sección de novedades
Manolo no despreciaba a los autores contemporáneos, pero concedía prioridad a los clásicos de la literatura y la filosofía. La biblioteca de mi padre superaba los cinco mil volúmenes, pero sufría muchas bajas, pues los libros que prestaba casi nunca regresaban. A su muerte, busqué inútilmente alguna edición de la Ilíada y la Odisea, pero no encontré nada. Remedié esa carencia con dos libros de la colección Austral que compré en el puesto de Manolo. Aún los conservo, pero deshojados y con las páginas amarillentas. Parecen dos ejércitos diezmados por un poderoso rival.
Ningún arma causa tantos estragos como el tiempo. La Ilíada me enseñó el aspecto más paradójico del arte: su poder de transmutar el dolor en felicidad. Aunque narra hechos terribles, las horas que empleé en leerla fueron de intenso goce, con la mente embriagada por las espadas, las naves y las historias de coraje, amor y amistad. Me sucedió lo mismo con la Odisea, donde además aprendí que leer siempre es un viaje. Cuando acabamos un libro, ya no somos los mismos y el libro, como el río de Heráclito, también ha cambiado. ¿Leemos hoy en día con los mismos ojos a Shakespeare que en el siglo XVI? ¿Nos conmueve del mismo modo la peripecia de Dante, transitando por espacios sobrenaturales que ahora nos parecen meras ensoñaciones?
La Ilíada me enseñó el aspecto más paradójico del arte: su poder de transmutar el dolor en felicidad
Aún recuerdo el día en que subí por la calle Altamirano y no vi el puesto de Manolo. Pensé que había enfermado, pero pasó el tiempo y no aparecía. Pregunté en un comercio cercano y me dijeron que el librero había fallecido de repente. Después de beber un vaso de limonada, había comenzado a toser y se había desplomado sobre los libros. Intenté consolarme diciéndome que había muerto en acto de servicio, ocupando el puesto que había elegido para recordar al mundo la trágica peripecia de Madame Bovary, el desconsuelo de Pleberio o la ambición de Julien Sorel. No creo que le moviera el afán de lucro. Imagino que sobrevivía a duras penas con lo que vendía. Alguien desmontó sus expositores y se llevó los libros. Nadie se instaló en su lugar.
Siempre que pasaba por allí y veía la acera vacía experimentaba un alfilerazo en el corazón. Una parte de mi vida había desaparecido con Manolo y su puesto de libros. Siempre le agradeceré que me recomendara títulos como la Anábasis de Jenofonte, Tirante el Blanco o Pedro Páramo, de Juan Rulfo. La calle Princesa no es París, pero el puesto de Manolo no desmerecía nada de los buquinistas que venden libros en las orillas del Sena. Sería hermoso que alguna calle de Madrid o el Manzaneras discurrieran entre filas de libros, pero todo sugiere que nunca sucederá.
La muerte es un hachazo en el tiempo, sí, pero el libro restaña esa herida. Gracias a las palabras, los muertos continúan cerca de los vivos. El Quijote se escribió hace más de cuatro siglos, pero Cervantes sigue entre nosotros, modulando nuestro carácter. ¿Quién no ha sentido que lleva en su interior a Sancho Panza y don Quijote, luchando para inclinarle hacia la sensatez o el idealismo? Manolo ha contribuido a ese milagro. Presumo que no soy el único que le recuerda. En mi memoria, suele aparecer colocando los libros con la delicadeza del que cuida un huerto plantado en una tierra yerma y reacia a la vida. Hasta que alguien como él vuelva con un nuevo puesto, la esquina de Princesa y Altamirano seguirá siendo un desierto.