De niño, descubrí que había una realidad impalpable y alada que trascendía las limitaciones de la vida. Esa revelación se produjo cuando con diez o doce años reparé por primera vez en los movimientos de la sinfonía número 39 en mi bemol mayor de Mozart. Ya los había escuchado en otras ocasiones, pero nunca había experimentado esa sensación de embriaguez. Mientras oía las notas mezcladas con el chisporroteo provocado por la fricción de una aguja sobre el vinilo, sentí —a esa edad el pensamiento aún no está deslindado de las emociones— que el mundo no se agotaba en lo visible.
Había algo más allá, más puro y eterno, una belleza indestructible como esos paisajes que se sueñan y no están sujetos al lento estrago de las horas. Se trataba de un milagro inexplicable. Aquella sinfonía parecía el eco un paraíso perdido que aún perduraba en la memoria de la humanidad. No eran simples armonías y contrastes, sino la huella de un tiempo fuera del tiempo, donde la muerte y la fatiga aún no ensombrecían los días.
¿Por qué se produjo esa teofanía? Imposible saberlo. ¿Cuándo aparece el sentimiento estético? ¿De qué modo transitamos del instinto, que solo percibe estímulos, a la intuición, que capta significados? ¿En qué momento empezamos a sospechar que la luz es más que luz, que su claridad encierra un profundo misterio, que tal vez alberga una incomprensible presencia? No creo que nadie pueda responder a estas preguntas. El pensamiento nace furtivamente, como una criatura que emerge de la niebla o de una habitación a oscuras.
Recuerdo a mi madre escuchando el disco de Mozart, con la frente apoyada en el cristal del balcón y la mirada encendida por la experiencia de la música. Era una mujer elegante, de ojos azules y manos delicadas, que solía encender la radio a media tarde, buscando alguna pieza de cámara que la acompañara hasta el anochecer. Fue ella quien compró la sinfonía de Mozart en una versión de Karl Böhm, un austriaco de rostro adusto que movía la batuta con la exactitud de un relojero. Lo sorprendente es que aquel maestro no moldeaba ninguna forma de materia, sino algo etéreo, invisible, espiritual.
La sinfonía de Mozart proclamaba que nuestras vidas acaban, pero la música perdura, pues está hecha de formas puras, como las que describió Platón en sus diálogos. Kant afirmó que Platón se había dejado llevar por la imaginación, excediendo de forma ilegítima los límites de la razón, pero quizás dijo eso porque no amaba la música, a la que situó por debajo de la poesía, sin entender que todas las artes anhelan ser forma, es decir, música.
El pensamiento nace furtivamente, como una criatura que emerge de la niebla o de una habitación a oscuras
Han pasado muchos años, pero cuando vuelvo a escuchar la sinfonía número 39 de Mozart, siempre aparece el rostro de mi madre, con su frente alta, sus labios finos y sus mejillas rebosantes de vida, y su imagen, asombrosamente nítida, me hace comprender que el río que nos arrastra, desprendiéndonos de cada instante, no nos lleva hacia la nada, sino hacia una plenitud que la música nos anticipa. La muerte ha borrado el rosto de mi madre, pero yo estoy convencido de que ha reaparecido en otro sitio, donde el ayer ya no es barro viajando hacia el olvido, sino un ahora que nunca se disipa.
***
Cuando cumplí diecisiete años comencé a frecuentar los ensayos del Teatro Real de Madrid, hoy dedicado exclusivamente a la ópera. Los sábados por la mañana había precios reducidos para presenciar el ensayo general, raramente interrumpido, pues los músicos sabían que era la única oportunidad de estudiantes, jubilados o desempleados de disfrutar de la música en directo, siempre preferible a la reproducción mecánica. Solía acudir a los ensayos con Gabriel, que como yo estudiaba filosofía en la Complutense.
Nos citábamos en el paseo de Pintor Rosales para disfrutar de un camino sombreado por plátanos y cedros. Mientras avanzábamos por una galería vegetal, con el techo esculpido por la luz y el aire, discutíamos sobre música, divagando sobre Beethoven, Mozart o Mahler. Gabriel componía analogías para describir a cada uno. En su opinión, Beethoven era un hombre que escala una montaña y descubre que la cima no es un lugar físico, sino una experiencia interior. Mozart, un niño deslumbrado por la luz, pero que poco a poco abraza la seducción de la oscuridad. Mahler, un arquitecto del caos que labra minuciosamente el silencio.
Gabriel hablaba con la pasión de los diecisiete años. No albergaba titubeos y se enfadaba si alguien contrariaba o matizaba sus opiniones. Yo no era menos vehemente, pero su seguridad me intimidaba y solía escucharle sin plantear objeciones.
—¿Te preguntas qué nos reserva el futuro? —decía con voz muy seria—. Casi todos los hombres quieren dejar huella. Nadie se resigna a pasar inadvertido. Si no haces algo por lo que se te recuerde, caes en el olvido. Es como si no hubieras existido. Es el destino de la mayoría, pero a nadie le agrada. Nadie quiere ser parte de un decorado, un bulto al fondo de un cuadro, sino el protagonista de algo.
—¿Y qué podemos hacer para evitar ese destino? —le preguntaba, pensando que en realidad no había mucho que hacer, pues los muertos desaparecen como los náufragos de un trasatlántico, ahogados en un mar remoto que impide recuperar sus cuerpos.
—En nuestro caso, pensar y escribir. La escritura es la huella más perdurable, pero no nos hagamos ilusiones. Los libros de la mayoría de los autores dejan de leerse al cabo de los años. Viajamos hacia la noche, pero al menos deberíamos dejar un rastro de luz. Aunque fuera fugaz, como el de las estrellas que mueren en el cielo.
La mayoría de los hombres mueren sin haber cumplido sus sueños. Mueren y se esfuman, sin que casi nadie lo advierta
Gabriel era delgado, de mediana estatura, con el pelo negro y los ojos azules. Tenía un perfil perfecto, de estatua antigua, con rasgos simétricos y armoniosos. Su padre era capitán de la marina mercante y poseía un velero, con el que navegaba cuando no trabajaba. Había decorado su casa con todo tipo de adornos marinos: pequeñas anclas, peces en miniatura, brújulas, catalejos, barcos a escala, nudos de todas clases. Durante un verano, salió a cenar con su esposa y sufrieron un accidente de circulación. Un conductor realizó un adelantamiento temerario y chocó de frente contra ellos. El matrimonio murió en el acto, sin tiempo para pensar en lo que dejaban atrás.
Gabriel, que era hijo único, vio reducida su familia a su abuela, una francesa que había trabajado como maestra de escuela y que leía vorazmente mientras escuchaba música. Ahí nació la afición de su nieto por los grandes compositores. Cada vez que visitaba a mi amigo, hablaba un rato con su abuela, que me recomendaba libros. En los ochenta, casi nadie leía a André Maurois o Françoise Mauriac, pero ella no se cansaba de elogiar sus obras, afirmando que poseían grandes cualidades, como la elegancia, el pudor y la erudición.
No he olvidado el rostro de la abuela de Gabriel: la nariz pequeña, la piel muy blanca y una mirada que evocaba un mar en calma, casi transparente. Calculo que rondaba los setenta años, pero conservaba la belleza de su juventud. Probablemente, su nieto había heredado sus facciones delicadas y sus ojos claros. Se querían mucho y se trataban con afecto y respeto. Algunas tardes merendábamos juntos, compartiendo unos deliciosos cruasanes mientras sonaba de fondo un octeto de Schubert o una polonesa de Chopin.
Si, además, caía la lluvia, la sensación de bienestar se mezclaba con una melancolía apacible y nada dolorosa. Después, jugábamos a las cartas o veíamos una película clásica en un pequeño televisor en blanco y negro. Aún recuerdo cómo nos emocionamos con Encadenados, de Hitchcock, preguntándonos hasta el final si Ingrid Bergman podría escapar de la trampa que había tejido Cary Grant, el hombre que paradójicamente la amaba, pero que la había incitado a infiltrarse en una peligrosa organización de antiguos criminales nazis. Con ese film, entendí que el espionaje consiste en pedir a personas honestas que se comporten de forma indigna o degradante.
Un sábado de octubre Gabriel y yo escuchamos el ensayo de La Canción de la Tierra. Los dos nos entusiasmamos al oír el sexto movimiento, que se titula "La despedida". Ya llevábamos dos años repitiendo el ritual de los sábados y pocas veces nos había conmovido tanto una pieza. Quizás nos sentimos vulnerables, dolorosamente mortales, pero también impregnados de eternidad. "Eternamente, eternamente…", repetía la soprano al concluir una obra que casi podía considerarse una sinfonía, pero que había adoptado la forma de un ciclo de canciones. Caminamos en silencio por el paseo de Pintor Rosales, entristecidos porque los pájaros habían comenzado a emigrar y ya no se escuchaba su canto.
—La semilla tiene que morir para que dé fruto —dijo Gabriel—. Eso comenta el Evangelio, pero ¿es cierto? La mayoría de los hombres mueren sin haber cumplido sus sueños. Mueren y se esfuman, sin que casi nadie lo advierta. ¿Qué lograremos tú y yo en los próximos cuarenta años? Cuando lleguemos a los sesenta, ¿nos habremos convertido en lo que anhelábamos? A esa edad, casi todos los balances son negativos. Incluso los grandes creadores, piensan que no han conseguido materializar la obra que soñaron. Santo Tomás murió diciendo que sus libros solo eran paja.
Nos despedimos en el Templo de Debod, después de contemplar desde su mirador los árboles de la Casa de Campo, un ejército que parecía retroceder, huyendo del asfalto.
—¡Qué cosa más extraña es la vida! —comentó Gabriel, reteniendo mi mano—. Este gesto algún día no será posible. Todo lo que ahora existe, dejará de ser y nadie lo echará de menos.
"La escritura es la huella más perdurable, pero no nos hagamos ilusiones", me decía Gabriel
No sospechaba que no volvería a verlo. Al siguiente sábado, no quiso acompañarme al Teatro Real y, dos o tres días después, me enteré de que se había suicidado. No recuerdo quién me lo comentó y nunca sabré por qué lo hizo. Solitario y reservado, sus reflexiones eran melancólicas y quizás impropias de su edad, pero jamás había expresado sentimientos de desesperación.
No tuve el valor de visitar a su abuela ni de llamarla. No hay muerte más terrible que el suicidio, pues siempre está precedida de angustia y desesperanza. No quise regresar a los escenarios que me recordarían el trágico fin de amigo. Fui cobarde y egoísta, pero años más tarde visité su tumba en el cementerio de la Almudena. Leer la fecha de su muerte en el nicho donde depositaron sus cenizas me sobrecogió. Morir con veintiún años siempre constituye una injusticia cósmica.
No volví a acudir a los ensayos del Teatro Real, pero cada vez que escucho La Canción de la Tierra, recuerdo a Gabriel concentrado en la música, con esa seriedad que siempre le caracterizó y a que a mí tanto me impresionaba. "¿Qué harás de mí, Señor, cuando yo muera?", se pregunta Germán Bleiberg, un poeta al que hoy se lee poco. Yo creo que Dios reunió a Gabriel con sus padres y ahora recorren en velero un mar infinito, escuchando el sonido del viento mientras levanta espumas. Verdaderamente hay una realidad impalpable y alada que trasciende las limitaciones de la vida. La eternidad de la que habla La Canción de la Tierra no es una fantasía, sino una casa encendida.