Cada cierto tiempo se afirma que la filosofía ha muerto. Vivimos en una época aficionada a organizar exequias. Se ha augurado muchas veces el fin del libro, la novela, la filosofía, la pintura, la música. Sin embargo, todas estas disciplinas sobreviven a sus sepultureros. En el caso de la filosofía, las profecías más sombrías contrastan con la avalancha de publicaciones, reediciones de clásicos e incremento de alumnos en las facultades universitarias. La filosofía se resiste a morir. ¿Quizás por obstinación? Yo pienso que no. La filosofía no es una moda o un vestigio del pasado, sino una inquietud básica del ser humano y no puede desaparecer, salvo que cambie radicalmente nuestra forma de ser.
Según Aristóteles, nace del asombro. Otros dicen que su origen es la melancolía. Etimológicamente, filosofía significa “amor a la sabiduría”, pero no se debe confundir sabiduría con su dimensión meramente especulativa. Los filósofos no buscan tan solo el conocimiento. Cultivan el arte del buen vivir, explorando las alternativas posibles. Desde sus orígenes, la filosofía alberga una intención práctica. Sócrates identifica la felicidad con la virtud. Aristóteles, con la prudencia. Epicuro, con la moderación. Marco Aurelio, con la ataraxia.
Veinticinco siglos después, la filosofía continúa buscando la felicidad. Bertrand Russell asocia la dicha a la elaboración de un proyecto vital. Jean-Paul Sartre, al ejercicio de la libertad. Ernst Bloch, a la esperanza o, si se prefiere, a la expectativa de un futuro más luminoso. La ciencia se limita a explicar fenómenos, pero cuando no extrae consecuencias. Augura la muerte térmica del universo, sin preguntarse qué sentido tiene entonces la vida. En cambio, el filósofo —al igual que los poetas— no se resigna a contemplar con indiferencia esa deriva hacia el frío, la oscuridad y el silencio.
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En el poema "Vida", que cierra Cuaderno de Nueva York, Pepe Hierro escribe: “Después de todo, todo ha sido nada, / a pesar de que un día lo fue todo. / […] Qué más da que la nada fuera nada / si más nada será, después de todo, / después de tanto todo para nada”. Pascal se horroriza ante esa perspectiva, incapaz de aceptar que el destino de todo sea extinguirse sin dejar huella. La filosofía no se contenta con describir hechos, pues desde Kant sabe que la realidad no es un dato objetivo, sino una representación urdida por nuestra peculiar forma de procesar la realidad. La mente no inventa ni crea los estímulos externos que recibe, pero sí los transforma en mundo, en un cosmos, en una trama con un significado.
Kant describe el tiempo y el espacio como formas puras a priori de la sensibilidad. Gracias a esas formas, la existencia es para nosotros una posición con la que podemos interactuar en mayor o menor medida, pero esa conclusión se basa en la física de Newton, que la teoría general de la relatividad ha rectificado en algunos aspectos. El espacio y el tiempo no son fenómenos separados, sino las dos caras de un continuo que sufren los efectos de la gravedad. La gravedad no es una fuerza, sino una deformación del espacio-tiempo. El espacio se curva y el tiempo se detiene a la velocidad de la luz. La luz es a la vez onda y partícula, lo cual significa que su comportamiento es variable y no uniforme.
La filosofía no es una moda o un vestigio del pasado, sino una inquietud básica del ser humano y no puede desaparecer
La física cuántica complica aún más las cosas, pues en la escala de las partículas subatómicas suceden cosas aparentemente imposibles, como que una partícula esté en dos sitios a la vez o que se desplace de un lugar a otro, omitiendo una parte de la trayectoria. ¿Qué sabemos realmente? ¿Cuál será nuestra imagen del universo dentro de mil años? ¿Podemos conformarnos con describir lo que vamos descubriendo o conviene atribuir un significado a nuestros hallazgos?
El arte del buen vivir se basa en una interpretación de la vida. La filosofía no desdeña la ciencia, pero completa su recorrido y no cierra las puertas a posibilidades que desbordan la verificación empírica. Como apunta Heino Falcke, profesor de radioastronomía y física de la Universidad de Radboud en Nmega, Países Bajos, es sorprendente que nuestro universo funcione: “Si la gravedad fuera mucho más intensa, las estrellas colapsarían en agujeros negros; si fuera más débil, todo se dispersaría y se destruiría debido a la energía oscura. Y si la fuerza electromagnética fuera más potente, las estrellas no podrían irradiar”. Si alguien hubiera predicho este equilibrio a partir de la Gran Explosión inicial, nadie le habría creído.
Es inevitable especular sobre la existencia de Dios como causa primera y fin último de todo lo que existe
Algunos físicos sostienen que el universo surgió de la nada, pero en realidad esa nada es “un mar de espuma cuántica difusa”. La nada no puede engendrar nada. Es simple no-ser. ¿Cómo se ordenó ese caos inicial, cómo se transformó el destello inaugural de energía pura y luz en materia que piensa, en creatividad artística, en filosofía? Cada vez comprendemos mejor las reglas del juego estelar, pero aún no sabemos de dónde ha surgido y adónde nos lleva. Es inevitable especular sobre la existencia de Dios como causa primera y fin último de todo lo que existe, pero desde Jenófanes de Elea circula la sospecha de que nuestra imagen de lo divino es falsa.
Quizás por eso la Biblia prohíbe las representaciones de Dios, pues Dios siempre es lo mayor, un misterio que no tolera simplificaciones. Nada de lo que imaginemos podrá explicar su naturaleza, pero Heino Falcke no descarta que Dios sea una realidad personal: “Si la materia piensa y siente, ¿por qué un Dios Creador, la Primera Causa, no iba tener también una personalidad con espíritu, sentidos y mente?”, escriben en su ensayo La luz en la oscuridad. Los agujeros negros en el universo y nosotros.
La ciencia no se adentra en cuestiones como el amor y la esperanza. No le inquieta que todo desaparezca
La física actual subraya lo insignificantes que somos. Al mismo tiempo, alienta teorías extravagantes, como que el universo es la simulación de un programa de ordenador o que vivimos en un multiverso, donde los acontecimientos se desdoblan en infinitas posibilidades. La idea de Dios, hasta hace poco plausible para la mayoría, nos rescata de la insignificancia, destacando el valor de cada existencia individual.
Kant distinguió entre conocer y pensar. El conocimiento se alimenta de evidencias, pero ninguna evidencia es definitiva. Durante siglos, las evidencias decían que la Tierra era plana y se hallaba en el centro del cosmos. El pensamiento no se contenta con las evidencias. Va más allá. La filosofía no cuestiona la ciencia. Aprovecha sus progresos para elaborar una interpretación más completa de las cosas. Nunca renunciaremos a interpretar, especular, aventurar. Es algo inherente a nuestra peculiaridad histórica y biológica. La ciencia no se adentra en cuestiones como el amor y la esperanza. No le inquieta que todo desaparezca.
En cambio, la filosofía entiende que sin amor y esperanza, la humanidad no pude mirar el futuro sin caer en la angustia y el desánimo. Quizás la misión de la filosofía sea mantener la llama de la esperanza. Es cierto que algunos filósofos denigran la vida y al ser humano. Afortunadamente son una minoría. Los que en cambio exaltan la existencia y subrayan la dignidad humana merecen ser llamados maestros de la felicidad. “El ayer vendrá”, escribió Luis Rosales. Esperemos que así sea y que, después de todo, la vida y no la nada sea lo que escriba el futuro.