Javier Marías admiraba a Joseph Conrad. De hecho, había adquirido una carta escrita de su puño y letra. Su contenido era banal, pero le agradaba ser propietario de una breve nota que recogía la caligrafía de un gran escritor, uno de los mejores prosistas en lengua inglesa, pese a ser oriundo de Polonia y hablar el idioma de Shakespeare con un acento tan deleznable que resultaba difícil comprenderlo cuando daba una conferencia.
No he olvidado el impacto que me produjo la muerte de Javier Marías. Paula Achiaga, subdirectora de El Cultural, me llamó por teléfono para comunicarme la noticia y pedirme un artículo. En ese momento, me encontraba en casa de mi amigo Rafael Núñez Florencio a punto de empezar a comer y experimenté una conmoción. Sabía que Javier Marías estaba enfermo, pero no pensaba que se tratara de nada grave. Seis meses atrás lo había entrevistado y antes habíamos hablado varias veces por teléfono.
Cada vez que le enviaba un mensaje, escribía una nota de su puño y letra, y Mercedes, su secretaria, la escaneaba, enviándome la respuesta por correo electrónico. Conservo cuatro de esas notas, con la extensión de pequeñas cartas, y para mí tienen tanto valor como la carta autógrafa de Conrad que Marías exhibía en su biblioteca. Me duele pensar que ya no recibiré más. La muerte nos quita todo. Es, como dijo Pascal, "el horror de la naturaleza". Elias Canetti se definía a sí mismo como el "Enemigo de la Muerte" y no se me ocurre una expresión más apropiada para mi forma de contemplar la vida.
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Quizás algunos consideren excesivo asociar los nombres de Conrad y Marías, pero yo estimo que los dos pertenecen a esa galería de autores atemporales que trascienden su época, suscitando el interés de los lectores durante generaciones. He hablado con escritores y críticos que me han confesado no apreciar demasiado las novelas de Marías. Me temo que el amplio reconocimiento del que disfruta convive con notables reticencias. Pienso que esas reservas surgen de la peculiaridad de su prosa, caudalosa, reflexiva y áspera.
Al igual que Faulkner, Conrad o Juan Benet, Marías posee un gran estilo, lo cual no significa que cultivara los volatines ni las piruetas. Siempre es complicado definir en qué consiste el estilo. Sin embargo, es lo que diferencia a un texto literario de otro meramente funcional o con fallidas pretensiones artísticas.
Lázaro Carreter recurrió al concepto de "función poética" desarrollado por Roman Jakobson para explicar la peculiaridad del estilo literario. Aparentemente, la "función poética" es la forma que se imprime al lenguaje, la manera de conjuntar las palabras, construir las frases y manejar los distintos recursos del discurso literario para lograr un efecto estético. Yo añadiría que el estilo es la respiración de un autor, su forma de estar en el mundo, su peculiar acomodación a las circunstancias de su tiempo. Se ha dicho que el estilo es el hombre y me parece cierto.
La prosa de novelas como 'Berta Isla' o 'Tomás Nevinson', dos creaciones magistrales, parece haber brotado desde el corazón de las tinieblas
¿Qué nos dice el estilo de Javier Marías? Su prosa, sinuosa y dura, sin concesiones al lirismo o al sentimentalismo, nos revela que albergaba una visión amarga del mundo y las relaciones humanas. Las palabras, lejos de acercar a las personas, hilan telarañas que crean confusión y perplejidad. Quizás no sea una desgracia, pues saberlo todo del otro solo nos augura terribles decepciones. Los secretos nos protegen de revelaciones indeseables.
Javier Marías es el cronista de la incomprensión, la soledad y el fracaso. Sus personajes viven atrapados en burbujas, incapaces de lograr una comunicación fluida con sus semejantes. No hay ternura en sus historias, sino impotencia, soledad y tristeza. Marías jamás moraliza. No es un educador, sino un simple testigo. Se le ha reprochado su escaso sentido poético, pero su prosa, que exige un esfuerzo, cumple con el requisito fundamental de un texto literario: sustraer al lector de la realidad, sumergirle en un obre imaginario, supeditar sus sentidos al despliegue de la ficción. El estilo de Marías no seduce de forma espontánea, como la prosa de García Márquez o Valle-Inclán, sino de una manera diferida, exigiendo un alto grado de complicidad. No es una prosa para hedonistas, sino para espíritus exigentes.
Se ha dicho que las novelas de Javier Marías tienen un carácter filosófico, pero él ha aclarado que se limita a reflexionar sobre el hombre, sus afectos, sus anhelos, sus ilusiones y sus miedos. Hijo de un ilustre filósofo, sus obras se inscriben en ese impulso renovador que comienza con el Tristram Shandy, de Laurence Sterne, y que culmina con el Ulises, de James Joyce. Marías no sentía especial estima por la peripecia de Leopold Bloom, pero apreciaba mucho los cuentos de Dublineses.
Lo que caracteriza a esta línea narrativa es la pérdida de la inocencia. Frente al narrador omnisciente del XIX, presume que el escritor no lo sabe todo. Aunque sea el creador de sus ficciones, estas le desbordan, adquiriendo una vida propia hasta el extremo de infiltrarse en la existencia de su artífice y desdibujar los límites entre lo imaginario y lo real. El narrador de Todas las almas, un profesor de literatura española que imparte clases en Oxford, se parece extraordinariamente a Javier Marías, si bien este ha negado que sea un personaje autobiográfico. No importa que no existiera un propósito deliberado de mezclar realidad y ficción. La coexistencia y confusión de ambas dimensiones es un efecto inevitable de un estilo altamente introspectivo.
La prosa de novelas como Berta Isla o Tomás Nevinson, dos creaciones magistrales, parece haber brotado desde el corazón de las tinieblas. Extraordinaria despedida de un novelista que merecía haber ganado el Premio Nobel, Marías moviliza todos sus recursos estilísticos para mostrarnos el mundo del espionaje. Con estas dos ficciones, se aproxima al universo de John Le Carré, un novelista al que admiraba, y Graham Greene, al que apreciaba menos por su registro metafísico y teológico. Al igual que ambos maestros del género de espías, contrasta las vidas privadas de los agentes y sus familias con la inhumanidad de las agencias, controladas por políticos sin escrúpulos.
Berta Isla narra la disolución de un matrimonio por culpa de una estrategia perversa del servicio secreto británico. Gracias a una mentira, Tomás Nevinson, un estudiante español bilingüe, aceptará convertirse en uno de sus agentes e incluso accederá a desaparecer durante doce años, simulando su muerte. Cuando Tomás intenta recuperar los años perdidos, ya es otro hombre y su mujer casi no lo reconoce. Marías finaliza la novela ironizando sobre los sacrificios que se exigen en nombre de grandes causas. Nada permanece, todo se borra, los muertos caen el olvido. Al cabo del tiempo, todo parece absurdo, irrelevante, falaz.
España maltrata a sus escritores. La mayoría de los políticos son botarates iletrados. Como apuntó Marías, los tontos mandan
Tomás Nevinson plantea el problema moral al que se enfrentan los gobiernos para combatir el terrorismo. ¿Es lícito utilizar la guerra sucia para evitar víctimas inocentes? Nevinson vuelve al servicio secreto para investigar a tres mujeres que viven en una ciudad de provincias de España. Una de ellas pertenece al IRA y ha colaborado con el comando de ETA que perpetró la matanza de Hipercor. Tomás tendrá que averiguar quién es y eliminarla, lo cual le creará conflictos de conciencia, pues ha sido educado para no lastimar a las mujeres, pero si respeta esa norma, dejará escapar a una terrorista que podría cometer nuevos crímenes.
La prosa de Javier Marías adquiere un timbre especialmente emotivo al evocar a las víctimas de Hipercor. Por desgracia, el tiempo iguala a todos. Verdugos e inocentes viajan hacia el olvido. Las palabras pueden demorar ese destino, pero antes o después se consumará. A diferencia de su padre, Julián Marías, no albergaba ninguna clase de esperanza sobrenatural. Estaba convencido de que la muerte lo devora todo. No hay excepciones. El polvo es la última palabra del universo. Por eso, el sufrimiento de los inocentes es particularmente injusto. No hay reparación posible para su dolor.
En sus dos últimas novelas, Javier Marías asumió el mismo desafío que Joseph Conrad: adentrarse en el corazón de las tinieblas, deslizarse por un río que conduce al horror, mirar cara a cara al mal. En sus novelas se escucha el mismo rumor que en las tragedias de Shakespeare, pero en otros escenarios. No es necesario situarse en espacios solemnes, como el reino de Dinamarca o la Roma de Julio César, para enfrentarse a la traición, la mentira, la cobardía o la manipulación.
[Dostoievski, el poder del espíritu]
No sé qué sucederá con los dos pisos que Javier Marías poseía en la Plaza de la Villa de Madrid. Isabel Díaz Ayuso dijo que leía con admiración sus novelas, un comentario que solo provocó escepticismo en el escritor. La biblioteca de Marías ronda los 30.000 volúmenes y contiene cartas autógrafas de grandes clásicos, primeras ediciones, rarezas bibliográficas y dedicatorias de autores famosos. La Comunidad de Madrid o el Ayuntamiento deberían comprar ese legado y preservarlo para que los estudiosos de la obra de Marías puedan consultarlo. No creo que lo hagan. En el mejor de los casos, pondrán una placa en la fachada. España maltrata a sus escritores, artistas y científicos. La mayoría de los políticos son botarates iletrados. Como apuntó Marías, los tontos mandan. Cada vez más.
Me produce una enorme frustración saber que ya no habrá más novelas de Javier Marías, pero no me causa menos malestar que su voz, intempestiva, sincera y deliciosamente impertinente, ya no vuelva a escucharse en sus artículos, tan necesarios en una época contaminada por la mediocridad y la corrupción. Marías fue un gran escritor y un ciudadano clarividente. Una feliz combinación que solo acontece de tarde en tarde. Solo me consuela pensar que su amigo Arturo Pérez-Reverte, otro gran novelista, continuará repartiendo cera en sus artículos, provocando la ira de los idiotas, los meapilas y los pelmazos. El porvenir es de los tontos, pero al menos queda el consuelo de vapulearlos.