La existencia de Mario Vargas Llosa se ha convertido en una novela de Flaubert. Su vida amorosa ha eclipsado su actividad como literato. Los medios le acosan para que hable de su situación sentimental. Entiendo que debe estar pasando un momento difícil y deseo que lo supere felizmente, pero en lo que a mí respecta, solo me interesa su obra. Eso sí, creo que la insaciable curiosidad de los lectores de la prensa rosa, ávidos de detalles íntimos y escandalosos, constituye un fenómeno sumamente revelador.
De entrada, nos muestra que la insatisfacción de Madame Bovary no es un síndrome del siglo XIX, sino una patología colectiva cada vez más extendida. La curiosidad morbosa por las historias de amor de los personajes públicos refleja esa rebelión contra lo ordinario y previsible que se halla en la raíz de las ficciones literarias. El destino de nuestra especie es la frustración. Casi nadie goza de la vida que había soñado. Nuestra mente siempre alimenta anhelos y expectativas que la realidad se encarga de defraudar.
Transformar las vidas ajenas en un espectáculo es una manera de evadirse de las contrariedades causadas por una existencia rutinaria y con pocos alicientes. El problema de esa forma de actuar es que se deshumaniza a los personajes situados bajo el foco mediático. No hay piedad ni respeto para ellos. Se los vapulea y escarnece con la misma ferocidad que a los títeres de un teatro infantil. Vargas Llosa ya no parece Vargas Llosa, sino el desdichado Guiñol cuyas trifulcas con Madelon, su mujer, se saldan con una buena tanda de garrotazos. Su infortunio, lejos de inspirar compasión o indulgencia, solo suscita risas maliciosas y burlas despiadadas.
[Javier Marías en el corazón de las tinieblas]
El melodrama únicamente se redime cuando se transforma en literatura y las historias adquieren la dimensión de los mitos. En La orgía perpetua, Vargas Llosa explicó las claves de Madame Bovary, una fábula sobre la rebeldía y la libertad. Emma Bovary no es un nuevo Prometeo. No lucha por la libertad de todos, sino por la suya propia. No se resigna a vivir bajo los códigos morales de su tiempo, que condenan a las mujeres a ser la sombra del varón.
Su meta es sencilla: quiere ser feliz, conocer el placer, apasionarse, fundirse con otro cuerpo, salir de sí misma, desprenderse de límites y tabúes. No le interesa el cielo, sino la tierra o, más exactamente, la carne. Bovary es una especie de Medea. No se siente traicionada por un marido infiel, sino por la realidad, que ha pisoteado todas sus ilusiones. Su venganza consistirá en violar sus reglas. Su adulterio es una rebelión metafísica. En cierta medida, fantasea con alterar el orden del mundo mediante el deseo y la imaginación.
Flaubert proyectó en su personaje la infelicidad que le producía la vida. Frente a un mundo que detestaba, concebía la literatura como un refugio, el único lugar donde imperaba una libertad ilimitada y podía materializar sus sueños y ambiciones. Así como Emma hallaba la felicidad en los brazos de sus amantes, Flaubert alcanzaba la dicha en el territorio de las palabras, donde su yo no sufría la incomprensión de sus congéneres.
La insatisfacción de Madame Bovary no es un síndrome del siglo XIX, sino una patología colectiva cada vez más extendida
Quizás no era tan desgraciado como Kafka, pero al igual que él, no entendía la literatura como un entretenimiento, sino como la única forma tolerable de vivir. No escribía para los otros, sino para sí mismo. Sabía que el arte era una mentira, pero la menos falaz de las que circulan por el mundo. De hecho, pensaba que la literatura podía ser más precisa que la geometría. Sin embargo, tenía muy claro que nunca trasladaría sus ensoñaciones a la vida cotidiana, pues podían ser tan perniciosas como las sirenas a las que se enfrentó Ulises en su viaje de vuelta a casa. El que se deja seducir por su canto, labra su propia perdición.
Vargas Llosa comenzó a escribir por los mismos motivos que Emma Bovary se convirtió en una adúltera: la realidad le parecía decepcionante, inaceptable, dolorosa. Su padre era un hombre violento que no escondía el rechazo que le inspiraba su hijo, débil y mimado. Pensó que una temporada en el colegio militar Leoncio Prado le haría cambiar, pero no fue así. Vargas Llosa combatió su frustración profundizando esa vocación literaria que tanto aborrecía su progenitor. Escribir fue su manera de huir de la fealdad circundante, adentrándose en un orbe que transmutaba lo deleznable en algo precioso e irrepetible.
No optó por la literatura fantástica, sino por una forma de evasión más honda y honesta. Convirtió su experiencia en el Leoncio Prado en un símbolo universal. Todos los que hubieran conocido la corrupción, el abuso, la hipocresía, la injusticia o la crueldad, podrían identificarse con las vicisitudes de sus personajes, maltratados por una institución clasista, despótica e insoportablemente machista.
[William Shakespeare, poeta del caos]
La literatura es una extraña alquimia. No puede erradicar las imperfecciones e iniquidades, pero sí tiene el poder de transfigurarlas en materia artística. El Leoncio Prado era un bastión del autoritarismo y la intolerancia, pero gracias a La ciudad y los perros (1963) se invistió de la misma trascendencia que los comicios agrícolas de Madame Bovary. En ambos casos, los lugares evocados pasaron a ser caleidoscopios de las emociones humanas, complejísimos retablos que mostraban los vicios, las fragilidades y las virtudes de nuestra especie.
Vargas Llosa no es Flaubert, pero comparte con él el sentimiento de insatisfacción. La realidad no le parece odiosa, pero sí insuficiente. Afortunadamente, la literatura permite dilatar la experiencia, cambiar de piel, vivir otras vidas. El problema de la ficción es que a veces devora la realidad. Vargas Llosa, al que la prensa del corazón ha convertido en un personaje de novela, está sufriendo esta paradoja. Como dijo el mismo, "¡Hola! es un fenómeno cultural de nuestro tiempo. Hay millones de personas que quieren algo que les haga soñar, y que antes ofrecían la novela y la poesía y que ahora ofrece ¡Hola¡ con enorme talento".
Vargas Llosa es una víctima de la "civilización del espectáculo" que él denunció. Ha escrito grandes novelas sobre el poder, la violencia, el deseo, los sueños revolucionarios, la creación artística, pero ahora eso parece menos relevante que su vida privada. No sé si es un augurio de los tiempos que nos esperan. Ya casi nadie lee en el metro, el autobús o los parques. Los móviles han desplazado a los libros y todo indica que se trata de una tendencia imparable. No es un simple cambio de formato. Las nuevas tecnologías afectan al mensaje. El texto cuidadosamente elaborado es reemplazado por frases esquemáticas en las redes sociales. Lo liviano y líquido prevalece sobre lo profundo y consistente. La cultura no puede competir con los chismes y las frivolidades.
Imagino que el Nobel peruano está hasta las narices de cotilleos y bulos. Por si lee estas líneas, me atrevo a recordarle una frase de su apreciado Flaubert: "Se puede calcular lo que vale un hombre por el número de sus enemigos, y la importancia de una obra de arte, por los ataques que recibe". La gloria siempre implica ese peaje. Hace dos años, Vargas Llosa me concedió una entrevista. Durante una hora, hablamos de literatura, política, religión, filosofía e incluso cómic. La pandemia impuso que la conversación se realizara mediante una plataforma online de video-llamadas.
Me gustaría volver a entrevistarle, pero esta vez en carne y hueso. Le preguntaría por la novela que está escribiendo y le pediría que me comentara los ensayos sobre arte y literatura que acaba de reunir en El fuego de la imaginación. No sé si será posible. Hasta ahora, todos mis intentos han fracasado. Solo su hija Morgana me ha contestado con enorme amabilidad, asegurándome que su padre volverá a conceder entrevistas dentro de un tiempo. Ojalá sea así.