Una desapacible mañana de febrero un hombre de mediana edad avanzaba por la Plaza de Oriente. Una luz fría imprimía un aspecto irreal al Palacio Real, un suntuoso edificio barraco que se recortaba contra un cielo con largas nubes blancas manchadas de gris. Solo unos istmos azulados e irregulares revelaban que el sol resplandecía en unas alturas casi invisibles. ¿Cuál era el mundo real? ¿El de abajo, con sus sombras y sus formas fantasmales, o el de arriba, con su claridad deslumbrante y su aparente infinitud? Abajo, todo parecía difuso, gris, ambiguo, sucio. En cambio, arriba reinaba la nitidez, la transparencia, la pureza.
El hombre que caminaba entre los parterres y estatuas de la Plaza de Oriente experimentaba confusión, pesar e indignación. Una mentira había destruido su vida. Le habían hecho creer que podían atribuirle un asesinato, pero ese asesinato no se había producido. Durante doce años había vivido con una falsa identidad, lejos de su mujer y sus hijos, que lo creían muerto. ¿Todo para qué? ¿Para servir al Reino?
Supuestamente, su trabajo había evitado la muerte de inocentes, pero años más tarde, cuando —a pesar de todo— aceptó una nueva misión, había flaqueado a la hora de matar a una terrorista del IRA, quizás porque era una mujer y le habían educado para inhibir cualquier forma de violencia con el otro sexo. Dejó vivir a esa mujer y ella, tiempo después, había participado en el sangriento atentado de Omagh, donde veintinueve personas habían perdido la vida tras explotar un coche bomba. Entre las víctimas había ocho niños. Dos no siquiera habían cumplido los dos años. ¿Se habría evitado esa atrocidad si él hubiera ahogado a esa mujer cuando pudo hacerlo?
George Smiley le divisó desde la cafetería donde se habían citado. Había pedido un oporto y disfrutaba observando a los transeúntes. Le gustaba su trabajo, pues le permitía observar a los demás e intentar averiguar qué escondían. Casi todo el mundo ocultaba algo. No había vidas exentas de secretos. Casi siempre se trataba de enigmas pueriles, pero alguna vez despuntaba algo extraordinario. Su misión era localizar esas anomalías. Algunos le comparaban con un topo, por su miopía y por su tendencia a pasar desapercibido, pero cuando se miraba a un espejo, no veía a un topo, sino a una rana con una corbata mal anudada.
El hombre al que esperaba tenía mejor aspecto. Lo identificó de inmediato mientras sorteaba los setos con forma de boj y los pequeños magnolios. Era tal como lo mostraban las fotografías que le habían facilitado: corpulento pero no en exceso, barba canosa de capitán de submarino, rasgos afilados que se adivinaban delicados en otro tiempo, mirada intensa y seductora. Un cigarrillo colgaba de sus labios. Por su forma de sostenerlo y expulsar el humo, se advertía que era un fumador empedernido, una de esas personas que no se habían dejado disuadir por las campañas contra la nicotina. Probablemente, fumaba desde la adolescencia y había asumido que el tabaco recortaría su vida.
[John le Carré y Graham Greene: el arte de mentir]
Smiley también fumaba, pese a que se había prohibido en las oficinas de la agencia y se miraba con malos ojos a los que salían a la calle o subían a la azotea para disfrutar de un cigarrillo. Estaba claro que los dos pertenecían a otra época. El mundo había cambiado, pero siempre se necesitarían los servicios de personas como ellos. Hombres y mujeres que aceptan sacrificar su felicidad por una causa. Creer en algo cada vez resultaba más complicado, pero el cinismo constituía una alternativa más arriesgada. El mundo puede ser insoportable cuando no puedes apoyarte en una convicción, por tibia que sea. El destino de los cínicos es la soledad, el desarraigo. No le atraía esa perspectiva.
El hombre que acudía a la cita con Smiley entró en la cafetería y la recorrió con la mirada. Antes de que el antiguo jefe del Circus alzara la mano, se dirigió a él. Él también había consultado fotografías para reconocer al veterano agente y pudo advertir que no se habían producido cambios significativos en su apariencia, pese a los años transcurridos. Smiley parecía haberse estancado en los sesenta años. Grueso, mal vestido y con gafas, sostenía con sus manos carnosas un ejemplar de Berta Isla. Habían seleccionado ese título como señal identificativa, pero se había revelado innecesaria. Los dos hombres no experimentaron la sensación de ver por primera vez al otro, sino de reencontrarse.
—¿Tomás Nevinson? —preguntó Smiley, extendiendo la mano.
Nevinson asintió y se quitó el abrigo y la bufanda.
—¿Qué le apetece tomar?
—Un Johnnie Walker con soda.
—¿Le apetecen unos cacahuetes?
—Adelante.
—Yo tomaré otro oporto.
Smiley llamó a un camarero y le pidió las bebidas y el aperitivo en un español horroroso, pero inteligible.
—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Nevinson.
—Trupa me pidió que hablara con usted.
—Pierden el tiempo si creen que voy a trabajar de nuevo para el Reino.
—No es eso. Habló con un novelista y le contó parte de su historia. Ahora está publicada y eso ha dañado nuestra imagen. Ya no es posible retirar esas obras, pero tememos que algo se rompa en su interior y viole su compromiso de confidencialidad, revelando todo lo que está obligado a callar.
—Hasta ahora no lo he hecho.
—No es cierto. Ha cambiado los nombres, pero ha relatado su última misión.
—Misión que no llegué a cumplir.
—Es cierto y ya sabe lo que pasó después. Yo no soy un hombre sin principios, pero es ilógico observar ciertas normas cuando están en juego vidas inocentes. En Omagh, había mujeres. Mujeres inocentes y niños. La mujer que usted no quiso matar no era inocente.
—¿Acaso los somos nosotros? Utilizamos métodos que la mayoría de las personas no aprobarían.
—Hacemos cosas desagradables. Es cierto, pero se trata de maniobras defensivas. Nuestro trabajo es ingrato y feo. Sin embargo, gracias a esos métodos que usted deplora la gente corriente puede dormir tranquilamente en su cama.
—Nuestros métodos son semejantes a los de nuestros adversarios. ¿Acaso los gobiernos no utilizan la tortura, el aislamiento, los asesinatos selectivos?
—Claro. No podemos ser compasivos, pero lo hacemos por un motivo.
—¿Qué motivo?
—Ya se lo he dicho. La seguridad del mundo libre.
—¿Y no ha pensado que los métodos afectan a los principios? Yo no soy el mismo hombre que reclutaron en Oxford.
—Ha crecido, amigo mío. Ha madurado. Ha descubierto cómo es realmente la vida. A todos nos gustaría prolongar la juventud indefinidamente, cuando todo es blanco o negro. O, mejor aún, volver a la niñez. Vivir en la inocencia, como Adán y Eva.
—Cuando amenazaron a mi mujer con un mechero, fingiendo que iba a quemar el carrito de uno de mis hijos, le dijeron que los agentes que no mueren en acto de servicio, enloquecen y acaban por no saber quiénes son. A mí este trabajo me ha partido por la mitad. Una parte de mí conserva la cordura, pero otra ha perdido la razón y no reconoce a la otra.
—¿Qué es lo que tanto le atormenta? —preguntó Smiley, quitándose las gafas y limpiándolas con una bayeta que sacó de un bolsillo de su traje de tres piezas—. Las gafas son un fastidio. Se ensucian, se empañan o, si llueve, se llenan de gotitas que al secarse impiden ver bien. Dígame, ¿por qué está tan turbado? Solo ha cumplido con su deber, salvo en la última misión, pero no fue por debilidad. No es un traidor. Solo podemos recriminarle su indiscreción.
—¿Qué es la traición? ¿Acaso no engañamos a las personas que nos dan su amistad, creyendo que nos acercamos a ellas por afinidad? ¿No fingimos cosas que no sentimos? Yo he dado varias puñaladas por la espalda y siempre he recordado la cara de asombro y decepción. Después de hacer esas cosas, ya no puedes confiar en nadie.
—¿No confía en nosotros?
—Claro que no. ¿Qué le pasó a Bill Haydon? Alguien le rompió el cuello mientras se hallaba bajo la custodia del MI6. Y no me diga que lo ordenó Karla. Los soviéticos alardeaban de rescatar a sus hombres.
—Yo no tuve nada que ver con eso. Lamenté su muerte, pero lo cierto es que nos traicionó. ¿Le han gustado los cacahuetes? ¿Pido más?
Nevinson se había comido casi toda la ración de cacahuetes. No por hambre, sino por ansiedad. Si hubiera podido fumar, habría encadenado un cigarrillo tras otro, pero las leyes contra el tabaco habían excluido la posibilidad de dar una calada entre trago y trago de Johnnie Walker. Siempre salía a la calle con su cajetilla de Dunhill en el bolsillo. Una cajetilla roja con el escudo del Reino Unido.
Mitad inglés, mitad español, ya no sabía a quién le debía lealtad. Ambos países eran reinos, pero él no se sentía parte de ellos, sino un desterrado del universo. Todo el que mata se adentra en un territorio extraño. Ya no es como los demás, sino el portador de un secreto. Sus actos ya no están asociados a ese orbe común donde conviven la mayoría de los hombres, sino a una penumbra habitada por eufemismos. Un asesinato no es un asesinato, sino una "operación especial". La intromisión en la intimidad ajena, un "control preventivo". La traición, una "maniobra de distracción".
—¿Va a seguir contando cosas, señor Nevinson? —preguntó Smiley con un tono extrañamente cordial—. Entiendo que necesitaba un desahogo, pero creo que ha sido suficiente. Cuénteme algo de ese escritor.
—¿Qué le puedo decir? Es muy famoso. Fue nominado para el Nobel. No me diga que no le han investigado.
—Por supuesto. Estudió en Oxford, como nosotros. Vivía solo, pero estaba casado. Su mujer es editora y vive en Barcelona. Extraña relación.
—Pasaban de dos a tres semanas juntos y de cuatro a cinco separados. Decía que así era más difícil cansarse el uno del otro y había tiempo para echar de menos. ¿Qué quiere que le cuente de él? Era un hombre amable y tranquilo. Tenía fama de arrogante, pero a mí me parecía tímido. No le sucedió lo que a mí. Pudo elegir su estilo de vida.
Smiley cogió su ejemplar de Berta Isla, que había depositado al lado de su copa de oporto, y buscó una de las señales que había introducido entre sus páginas.
—Déjeme que le lea unas frases: "Nosotros somos las atalayas, los fosos y los cortafuegos; somos los catalejos, los vigías, los centinelas que siempre estamos de fuego, nos toque esta noche o no. Alguien tiene que estar atento para que el resto descanse, alguien ha de detectar las amenazas, alguien ha de anticiparse antes de que sea tarde". El novelista le atribuyó esas palabras. ¿Ya no piensa así?
—Ya sabe que los escritores elaboran las cosas. Mis frases no fueron tan brillantes. Antes pensaba así, quizás porque miraba las cosas con una perspectiva temporal. Pensaba en el futuro y examinaba el pasado, intentando aprender de él, pero ahora solo pienso en el ahora y el ahora es una vigilia interminable. Apenas logro dormir.
—Piensa que ha matado el sueño, como Macbeth.
Nevinson evocó el tormento que sufría cada noche. Muchos creen que el insomnio consiste en no dormir, pero no es así. En realidad, se duerme, pero de una forma muy ligera, casi imperceptible. Concilias levemente el sueño y enseguida te despiertas, pensando que no has descansado ni un segundo. Y así una y otra vez, como Sísifo, repitiendo una rutina que solo deja una frágil huella en la conciencia. La conciencia se apaga y se enciende, sumiéndose en un estado alucinatorio, donde las imágenes parpadean como fogonazos, y el cuerpo, lejos de descansar, se agota, buscando una postura relajada, pero no logra permanecer quieto mucho tiempo, pues siente algo parecido a un acoso de fuerzas invisibles. Es como pelear con sombras, lanzando golpes que nunca alcanzan su objetivo y sufriendo embestidas de una marea incesante.
—¿Cuáles son sus planes, señor Nevinson? —pregunto Smiley—. Veo que le han gustado los cacahuetes. No pediré más. Podrían sentarle mal.
—No tengo planes.
—¿No ha pensado que el novelista podría ser uno de los nuestros? Tiene el sello de Oxford: refinado, pedante, snob. Me recuerda a Henry Higgins, el profesor de Pigmalion, la obra de Bernard Shaw.
—No juegue conmigo. Sabe que se compara con Higgins. ¿Han escuchado nuestras conversaciones o quizás han leído las cartas que hemos intercambiado? Ya le dije que no era prudente intercambiar cartas, pero él insistió. No utiliza los ordenadores.
—Ya lo sé. Escribe en una Olympia Carrera de Luxe, pero conserva el hábito de enviar cartas y notas de su puño y letra. Un romántico. Otra característica de Oxford.
—Si trabaja para el MI6, ¿por qué ha escrito dos novelas con mi historia?
—Quizás para convertirle en un personaje irreal.
—Eso sería como…
—¿Matarle? No exagere.
Por primera vez, Smiley le pareció cruel. Aunque su aspecto era inofensivo, se lo imaginó boxeando. Nunca sería un púgil ágil ni con una pegada contundente, pero vencería al adversario por agotamiento, pues aguantaría sus golpes con estoicismo, sin retroceder jamás.
—¿Tiene algo más que decirme? —preguntó Nevinson a la defensiva—. ¿Va a amenazarme?
—No, en absoluto. Solo le pido discreción. A partir de ahora, respete la ley de secretos oficiales. Si lo hace, no volveremos a molestarle.
—Está bien. Así será, pero dígale una cosa a Trupa.
—Dígame.
—Que se vaya al infierno.
—Le transmitiré su mensaje.
Nevinson salió a la calle y cruzó lentamente la Plaza de Oriente. Por fin podía fumar. Sacó su paquete de Dunhill y se encendió un cigarrillo. Luego, se levantó las solapas del abrigo para protegerse del frío y hundió la mano izquierda en un bolsillo. Bordeó la fachada norte del Palacio Real y pasó delante de la catedral de la Almudena, sin prestar atención al paisaje urbano. Un viento frío le acuchillaba las mejillas, manteniendo alerta su conciencia.
Le extrañaba que Smiley se hubiera limitado a pedir discreción. Había hecho algo grave y podían llevarle a los tribunales. Sin embargo, se limitaba a tirarle de las orejas, como si fuera un colegial. Tiró el cigarrillo, ya cerca del filtro, y encendió otro. Había llegado a la calle Mayor y comenzó a subir hacia la Plaza de la Villa. Sintió cierto malestar en el estómago. Había abusado de los cacahuetes. De repente, pensó que tal vez lo habían envenenado. No, era demasiado pronto para que se notaran los efectos de una sustancia tóxica. Si le habían intoxicado, no notaría nada hasta que pasaran unas horas o quizás días. ¿Se limitarían a acabar con él o también liquidarían al novelista?
Al separarse de Smiley, había decidido hablar con Javier Marías y ya se encontraba en su portal, pero llamó al telefonillo y no obtuvo respuesta. Después de insistir varias veces, entró en el portal y habló con la portera, una chica joven muy amable.
—No sé nada de él. Salió una mañana a dar un paseo y no volvió. Estoy muy preocupada, pues cuando se marcha al extranjero lleva equipaje y me dice cuánto tiempo estará fuera.
Nevinson se estremeció y se marchó sin despedirse. Pasó el resto del día deambulando por Madrid, sin atreverse a regresar a su casa. El malestar del estómago no desaparecía. Además, le pesaban las piernas y respiraba con dificultad. Se preguntó si vería el día siguiente. No le preocupó demasiado. Morir no le parecía tan terrible como ser un desterrado del universo. Al menos, cesaría el tormento del insomnio. Al fin podría descansar. Solo le pesaba haber arrastrado al escritor. Su muerte pasaría desapercibida, pero ¿qué se inventarían para justificar la de Marías?
Una gota de lluvia cayó sobre el cigarrillo que sostenía con los labios. Lo tiró al suelo y comprobó que no le quedaba tabaco. No llevaba paraguas, pero eso no le preocupaba. No dejaría que el agua ni su malestar le impidieran buscar un estanco para comprar una cajetilla de Dunhill.