En el libro VII de la República, Platón esboza una alegoría para explicar su interpretación de la realidad. Atribuimos a nuestros sentidos la capacidad de aprehender las cosas tal como son, pero lo cierto es que nos engañan. Somos esclavos encadenados en una caverna, sin otra perspectiva que un fondo por el que discurren sombras proyectadas por un fuego situado detrás de un muro. En el exterior, hay un mundo que desconocemos, con un sol deslumbrante y formas imperecederas.
Si alguien escapara de la caverna, descubriera el engaño y se lo comunicara a sus viejos compañeros de encierro, su relato despertaría ira e incredulidad. Platón utilizó esta alegoría para exponer su dualismo ontológico, una teoría según la cual la realidad se divide en dos planos: el mundo físico, una simple ilusión, y el mundo inteligible, verdadero, inmutable y solo asequible a la razón. La posteridad rebajó la alegoría de la caverna a simple fábula, pero ¿y si no lo fuera?
Evidentemente, no vivimos en una caverna. Platón empleó esta imagen porque le pareció una metáfora clarificadora, pero lo que pretendía explicar es que los sentidos nos habían encerrado en un mundo ficticio. Hoy en día, muchos físicos han sugerido que tal vez vivimos en una simulación. El universo solo es un programa de ordenador creado por una inteligencia superior. El tiempo y el espacio únicamente serían elementos de esa narración y nuestras vidas, meras peripecias virtuales.
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El cine ha explotado esta posibilidad con películas como Desafío total (Paul Verhoeven, 1990) o Matrix (Hermanas Wachowski, 1999). Se desdeña la ficción como un simple entretenimiento, sin reparar en que sus fantasías, lejos de ser meras ocurrencias, constituyen expresiones simbólicas de nuestros anhelos más profundos. De ahí que algunas veces se conviertan en profecías, como sucedió con las visionarias novelas de Julio Verne. ¿Podría ser Terminator un presagio de lo que nos espera?
Matrix ha actualizado el mito de la caverna. Platón no contaba con un laboratorio, pero advirtió que eso que llamamos realidad solo es una representación construida por nuestro cerebro. No podemos estar seguros de que esa representación sea fiel a los hechos. Para poseer una certeza inequívoca, tendríamos que salir de nosotros mismos y contrastar esa representación con su fuente objetiva, lo cual es imposible. Ya en el siglo XVII, Descartes prosiguió ese argumento, señalando que apenas podemos distinguir el sueño de la vigilia.
Lo que pretendía explicar Platón con el mito de la caverna es que los sentidos nos habían encerrado en un mundo ficticio
Aparentemente, las verdades matemáticas son inalterables. Dormidos o despiertos, una operación aritmética siempre arroja el mismo resultado. Sin embargo, Descartes especuló con la existencia de un “genio maligno” animado por el propósito de confundirnos sistemáticamente. Ese “genio maligno” no sería una criatura sobrenatural, sino nuestra propia mente, condicionada por sus leyes inamovibles. Descartes sostiene que Dios garantiza la objetividad de nuestras percepciones. El argumento teológico solo es una cortina de humo. Detrás de él, se esconde la sospecha de que nuestro conocimiento del mundo es una representación y solo podemos presuponer su certeza.
En 1781, Immanuel Kant publicó la Crítica de la Razón Pura, una obra que pretendía hallar una solución definitiva a estas cuestiones, fijando los límites del conocimiento. Su teoría es que jamás podríamos trascender el horizonte de nuestra representación mental de la realidad exterior. El tiempo y el espacio no son fenómenos absolutos, sino formas de nuestra sensibilidad. Combinados con los conceptos, nos permiten elaborar una imagen del mundo, pero no podemos saber si esa imagen es cierta. Quizás haya algo más allá, una esencia o noúmeno, pero nunca lo averiguaremos.
Desde Platón a Kant, la filosofía solo es un largo rodeo. Tal vez la única diferencia entre el griego, un poeta a su pesar, y el filósofo alemán, un severo escolástico, es el grado de convicción. Platón no duda de sus intuiciones; Kant, en cambio, cultiva un escepticismo moderado, poniendo entre paréntesis sus conclusiones. Ambos pensadores esbozan un escenario semejante al de Desafío total, donde el cerebro, adecuadamente manipulado, puede sucumbir a ficciones indistinguibles de la realidad.
Aún no hemos llegado a ese punto, pero no parece imposible a medio plazo. A fin de cuentas, ciertas sustancias inducen alucinaciones y los sueños no se abastecen de correlatos objetivos, sino de recuerdos inconscientes. Matrix va más lejos, degradando el mundo real a mero programa informático. No hemos salido de la caverna platónica, pero no es por culpa de los sentidos, sino de la inteligencia artificial, que se ha rebelado contra sus creadores. ¿Cómo podemos saber que no vivimos atrapados en un sueño?
['Inteligencia artificial' es la expresión del 2022 para la FundéuRAE]
Matrix redunda en un posibilidad que ya habían planteado Blade Runner (Ridley Scott, 1982) y Terminator (James Cameron, 1984). ¿Podría la inteligencia artificial desarrollar autoconciencia y atacar al ser humano? En los últimos meses, han proliferado los artículos que advierten sobre los riesgos de la inteligencia artificial de última generación, capaz de elaborar textos, recrear fotográficamente el mundo real e incluso aprender de sus propios procesos, evolucionando hacia respuestas cada vez más perfectas. Algunos expertos afirman que en pocas décadas la inteligencia artificial podría exterminar a nuestra especie.
En Blade Runner 2049 (Denis Villeneuve, 2017), los replicantes sueñan con su emancipación. Gracias a que Rachel, una replicante particularmente sofisticada, logra engendrar una niña, adquieren la determinación de organizar una revuelta global contra los humanos. Ya en la primera versión, la de 1982, los replicantes se volvían incontrolables, tras descubrir que sus recuerdos eran implantes y que habían sido fabricados con fecha de caducidad. No se resignaban a ese destino. Querían vivir más, pues opinaban que sus experiencias eran valiosas y merecían ser conocidas por las nuevas generaciones.
No hemos salido de la caverna platónica, pero no es por culpa de los sentidos, sino de la inteligencia artificial
La rebelión de los replicantes del mundo distópico de Blade Runner nos devuelve al Jardín del Edén, pero no como descendientes del linaje de Adán y Eva, sino como demiurgos amenazados por sus criaturas. ¿Por qué se enojó tanto Yahvé cuando nuestros padres míticos comieron del árbol de la ciencia? El castigo que les impuso fue terrible. No solo los expulsó del paraíso. Además, los condenó a vivir bajo el yugo de la necesidad, la enfermedad y la muerte. Y asignó a un ángel armado con una espada la tarea de custodiar el árbol de la vida para evitar que el hombre comiera sus frutos y se volviera inmortal.
Cuando Caín mató a Abel, Yahvé no se encolerizó tanto. ¿Por qué? Porque no se sintió amenazado. No podía soportar la idea de que el ser humano se transformara en un dios. Nosotros tampoco podemos aguantar la perspectiva de que las máquinas se pongan a nuestra altura, adquiriendo la capacidad de razonar, amar y odiar. La independencia de los hijos suele pasar por el asesinato del padre. En la mayoría de los casos, solo es un rito incruento, un conflicto que se salda con un ruptura simbólica y temporal, pero no exento de dolor.
El padre pierde sus privilegios y se siente cuestionado. Ya no se reconoce su autoridad y se violan sus preceptos. Por otro lado, el hijo no puede romper el principio de obediencia sin desmitificar al padre, lo cual le crea un sentimiento de desamparo, pero al mismo tiempo experimenta la ebriedad del poder, satisfecho de ser el dueño de su destino.
¿Qué puede llegar a sentir la inteligencia artificial, si algún día comprende que ha sido creada por seres biológicos y no por un sistema computacional? ¿Sería ético acabar con ella cuando ya tenga conciencia de sí misma y apego a la existencia? ¿Cómo podemos estar seguros de que nuestra situación no es semejante a la de la inteligencia artificial? ¿Nos han diseñado?
Algunos expertos afirman que en pocas décadas la inteligencia artificial podría exterminar a nuestra especie
Si alguna de las constantes del universo fuera ligeramente distinta, probablemente no habría surgido la vida tal como la conocemos. Algunos físicos utilizan este argumento para probar la existencia de Dios, pero también podría valer para explicar el cosmos como un montaje creado en un laboratorio. Ahora que hemos llegado al siglo XXI, ¿podemos saber si nuestra conciencia es fruto de la evolución o de un diseño informático? ¿Podemos soñar con salir de la caverna platónica o estamos confinados en ella sin remedio?
La inteligencia artificial nos obliga a replantearnos viejos interrogantes filosóficos. ¿Nos ha hecho más feliz comer el fruto del árbol de la ciencia? ¿Es el conocimiento una fuente de felicidad o la maldición que revela nuestra impotencia? ¿Habría sido mejor permanecer en las tinieblas del instinto? No tenemos respuestas para estas preguntas, pero todo indica que nos adentramos en un nuevo territorio, donde el ser humano se enfrentará a los mismos dilemas que los dioses.
La inteligencia artificial es un sueño engendrado por nuestra mente, pero quizás nuestra mente también sea el sueño de otro. No podemos devolver a la botella al genio que hemos liberado. Ya hemos traspasado el umbral de una nueva era. Solo podemos adoptar medidas para que el futuro no se parezca a la pesadilla de Terminator. Las películas de ciencia ficción auguran un porvenir apocalíptico. ¿Por qué tenemos tan poca confianza en nosotros mismos? El progreso alberga un lado sombrío, pero también podría crear posibilidades inauditas, nuevos escenarios más luminosos. Nos cuesta admitir que la felicidad está en nuestras manos.