Poesía fieramente humana: la voz de la inmensa mayoría
En situaciones de emergencia, la poesía social es particularmente necesaria y, en el mundo actual, vivimos una grave crisis de los valores democráticos.
Blas de Otero dedicó su libro Pido la paz y la palabra a la "inmensa mayoría". No le interesaba esa "inmensa minoría" de la que hablaba Juan Ramón Jiménez. Otero escribía para todos, incluido el hombre-masa, alienado por un ambiente cultural que había inhibido su espíritu crítico. La poesía social fue muy popular en España durante los 50 y los 60, pero las nuevas generaciones de poetas la acusaron de prosaísmo. La alternativa que propusieron fue una poesía metafísica, experimental, egotista y plagada de referencias culturales. Se consideró que un poeta debía exacerbar el hermetismo y la subjetividad, olvidándose de cuestiones tan vulgares como la justicia, la libertad y la solidaridad.
Han pasado muchos años y la poesía está cada vez más desconectada de mayorías y minorías. Se ha vuelto casi irrelevante. ¿Tenían razón los poetas como Blas de Otero, que ponían sus palabras al servicio de un mundo más humano y compasivo, o los que preferían escribir sobre góndolas, cisnes y estrellas de Hollywood? Creo que los dos registros son necesarios y que su enfrentamiento constituye una querella estéril.
Sin embargo, quiero destacar la importancia de una poesía fieramente humana, con la mirada puesta en el otro y comprometida con los más vulnerables. No creo que esa perspectiva se halle reñida con la excelencia estética, como se pone de manifiesto con los poemas de Miguel Hernández, Luis Cernuda, Antonio Machado, Rafael Alberti, Gabriel Celaya, Blas de Otero o Ángel González. No se me ocurre nada más hermoso y conmovedor que estos versos de Miguel Hernández:
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.
[…]
Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
[…]
Vuela niño en la doble
luna del pecho:
él, triste de cebolla,
tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa.
La imaginación creadora de Miguel Hernández sortea el sentimentalismo. Versos concisos, metáforas iluminadoras, aliento profundo. Una síntesis trágica donde se mezcla la herencia del Barroco y la desnudez de las vanguardias. Una angustia nimbada de luz, alegría y esperanza.
[Chaves Nogales y el huevo de la serpiente]
En las Nanas de la cebolla, notamos el hambre, la miseria, la impotencia, pero también la inocencia de un niño y la ternura del poeta. Y no hay rastros de prosaísmo, sino un hondo lirismo. El niño hambriento es una alondra. En sus ojos parpadea la luz del mundo. Su sonrisa es un pájaro que eleva una casa hundida en la penuria. Su sangre no es amarga, sino escarcha dulce. Gracias a su risa, los pechos de su madre, casi vacíos, se transforman en una luna doble. Miguel Hernández no pretende restar dureza al drama de su hijo hambriento. Por eso finaliza el poema con dos versos muy amargos: "No te derrumbes. / No sepas lo que pasa". Poesía fieramente humana, poesía de gran altura lírica.
Gabriel Celaya fue el blanco principal de los poetas que no reconocían el magisterio en la poesía social. En "La poesía es un arma cargada de futuro", su poema más conocido, Celaya nos habla de los "poemas necesarios", de los que brotan "más acá de la conciencia", inspirados por "los vertiginosos ojos claros de la muerte". Los poemas necesarios son "poesía para el pobre", casi tan urgente como "el pan de cada día".
Celaya no oculta su desprecio hacia la poesía que solo busca la belleza o la expresión de sentimientos personales: "Maldigo la poesía concebida como un lujo / […]. Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse". El poeta debe cargar con el dolor del mundo. "Siento en mí a cuantos sufren / y canto respirando. / Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas / personales, me ensancho".
El poeta que va más allá de sí mismo crece; él que solo deambula por su interior, se encoge, como un fruto que se pudre en el suelo. Celaya no se considera un artista, sino "un ingeniero del verso y un obrero". La palabra es su herramienta, un "arma cargada de futuro". Entiende que su poesía "no es un fruto perfecto", pero sus palabras pertenecen a todos y contienen mucho más de lo que dicen. "Son lo más necesario: lo que no tiene nombre. / Son gritos en el cielo, y en la tierra son actos".
A Blas de Otero la poesía le parecía menos importante que amar al hombre y luchar por sus derechos
Celaya carece de la altura poética de Miguel Hernández, pero su poesía desprende una profunda humanidad y no está desprovista de hallazgos verbales. Su valor no es meramente ideológico. "La poesía es un arma cargada de futuro" procede de Cantos iberos, publicado en 1955. Es decir, aparece una década después de Hiroshima y Auschwitz. Gabriel Celaya no se limita a contemplar el mundo. Quiere cambiarlo. Así lo manifiesta en su poética: "Nada de lo humano debe quedar fuera de nuestra obra. En el poema debe haber barro, con perdón de los poetas poetísimos. La Poesía no es un fin en sí. La Poesía es un instrumento, entre otros, para transformar el mundo".
Este concepto de la poesía se corresponde con lo que pedía T. W. Adorno cuando en Prismas afirma que "no se podía escribir poesía después de Auschwitz". Adorno no aboga por la muerte de un género literario, sino por una poesía que recoja sufrimiento de las víctimas. Después de las grandes matanzas del siglo XX, la poesía ya no puede ser limpia y sin aristas. Sus palabras deben arrastrar el barro y la sangre de la historia. No deben ser música, sino un grito desgarrado.
La poesía de Celaya cumple esas exigencias. Y como la historia no ha finalizado, esa clase de poesía sigue siendo necesaria. Ahora hay barro y sangre en Ucrania, Yemen, Siria, Sudán, Palestina, República de Congo y otros lugares que no suelen aparecer en los periódicos. Desgraciadamente, los escenarios de guerra no son los únicos que albergan dolor. La pobreza y la desigualdad están en todas partes. El poeta no puede mirar hacia otro lado. Debe ser la voz de los que no tienen voz. Sus palabras han de ser gritos que inspiren actos. Actos de amor, de justicia, de solidaridad.
[Manuel Azaña: el arte de gobernar]
Blas de Otero nos dejó unos versos inolvidables. Hombre inquieto, sensible y comprometido, explicó su evolución lírica y espiritual en Pido la paz y la palabra, publicado en 1955. En sus páginas explicó que "que amó, vivió, murió por dentro / y un buen día bajó a la calle: entonces / comprendió: y rompió todos sus versos". La poesía le parecía menos importante que amar al hombre y luchar por sus derechos.
" Yo doy todos mis versos por un hombre / en paz. Aquí tenéis, en carne y hueso, / mi última voluntad". No quería ser recordado solo por su ingenio e imaginación: "Si me muero, que sepan que he / luchando por la vida y por la paz". Sería absurdo minimizar el valor de poetas como Alejandra Pizarnik o Jorge Luis Borges, sin inquietudes sociales, pero no es menos insensato proclamar que la poesía social no es un anacronismo innecesario.
Pablo Neruda y César Vallejo nos mostraron que la conciencia social y el canto lírico pueden fundirse para alumbrar poemas admirables. En situaciones de emergencia, la poesía social es particularmente necesaria y, en el mundo actual, vivimos una grave crisis de los valores democráticos, con populismos que amenazan la libertad y las conquistas sociales. El comunismo se ha vuelto irrelevante, pero el fascismo avanza bajo nuevas máscaras, pisoteando los derechos de las mujeres, los inmigrantes y las personas LGTBI. Según las estadísticas, casi un millón de niños españoles sufren pobreza severa. Ojalá contáramos con poetas como Miguel Hernández, que se hizo eco del sufrimiento de los niños yunteros:
Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
revuelve mi alma de encina.
No se me ocurre unos versos que cumplan mejor la exigencia de transformar la poesía en un arma cargada de futuro.