¿Por qué el cine aventura un porvenir tan sombrío para la especie humana? ¿Por qué siempre esboza escenarios terroríficos, con un planeta sumido en guerras, hambrunas o epidemias letales? ¿Quizás porque cualquier ejercicio de memoria histórica evidencia que la humanidad no ha aprendido a convivir en paz después de seis mil años de civilización?
1968 es una fecha de gran densidad simbólica. Constituyó el umbral de un profundo cambio cultural. Las barricadas de los universitarios parisinos desprendían un humo revelador: los jóvenes ya no estaban dispuestos a suscribir los valores de las generaciones anteriores. Las mujeres exigían los mismos derechos y libertades que los varones. La épica bélica ya no despertaba fervor, sino repugnancia. Después de las matanzas perpetradas en Vietnam, el pacifismo se perfilaba como la única alternativa razonable. Las jerarquías ya no inspiraban respeto, sino rechazo. Una ola de igualitarismo recorría el mundo, repudiando las distintas formas de sumisión, exclusión o discriminación. La liberación sexual comenzaba a ganar la batalla al puritanismo, otra forma de opresión.
Todos estos cambios se gestaron en la época de la Guerra Fría, cuando el equilibrio del terror parecía tan frágil como una rama seca. El mundo vivía bajo la amenaza de un holocausto nuclear. En 1962 la crisis de los misiles en Cuba ya había evidenciado que ese miedo no era algo infundado, sino una posibilidad nada remota. La ciencia ficción no es mera fantasía, sino un género que intenta explicar la realidad a partir de especulaciones basadas en probabilidades con cierto fundamento. A veces es necesario alejarse del presente y distorsionarlo para entender mejor su significado. Una imagen invertida puede ser más precisa e incisiva que una convencional. De ahí que en los 60 el cine de ciencia ficción explorara los posibles escenarios del día después a una hecatombe nuclear.
En 1968 se estrena El planeta de los simios, primera entrega de una exitosa saga que ha llegado hasta nuestros días. Basada en la novela de Pierre Boulle y dirigida por Franklin Schaffner, muestra un futuro distópico donde los simios han ocupado el lugar de los humanos, desarrollando una civilización que ha esclavizado a nuestra especie. Una guerra termonuclear ha provocado la involución del hombre hacia un estado animal, privándole del lenguaje y el pensamiento lógico.
Cuatro astronautas que han viajado durante dos mil años a velocidades cercanas a las de la luz ignoran estos acontecimientos. Al frente de la expedición se encuentra el coronel George Taylor, interpretado por Charlton Heston. Le acompañan Landon (Robert Gunner), Dodge (Jeff Burton) y Stewart (Dianne Stanley), que han iniciado una hibernación de doce meses poco antes. Taylor también hibernará, pero antes de hacerlo graba en un vinilo unas breves reflexiones. Llevan seis meses viajando por el universo y si la teoría de la relatividad no está equivocada, la Tierra ha envejecido en ese tiempo unos 700 años. En cambio, ellos siguen igual que cuando despegaron.
Taylor no lamenta haber dejado atrás el siglo XX. Espera que las nuevas generaciones sean mejores y que los hombres no se maten entre sí ni dejen morir de hambre a los hijos de sus vecinos. En la vastedad del cosmos, Taylor comprende que el individuo es algo frágil e irrelevante. Al igual que Pascal, experimenta espanto al observar el infinito y advertir su indiferencia y su sobrecogedor silencio. En 1968, las brasas del existencialismo aún permanecían incandescentes. Taylor recoge su espíritu trágico y desesperanzado. Si no hay nada más allá del universo, tan hostil al ser humano, la vida es una peripecia absurda. Nacer, vivir, morir y desaparecer. Un baile carente de sentido donde la dicha es lo insólito y el sufrimiento, lo cotidiano.
La nave de Taylor partió de la Tierra en 1972 y aterriza en el lago de un planeta desconocido en el año 3978. Durante el viaje, Stewart, la mujer seleccionada para ser la nueva Eva, ha muerto por culpa de una grieta en su cabina de hibernación. Los tres supervivientes abandonan la nave y se desplazan por el lago en una lancha neumática. El paisaje es bello y terrible. Cañones, mesas, valles. No hay rastro de vida ni vegetación. Solo disponen de provisiones y agua para tres días.
A pesar de la incertidumbre, Landon clava en el suelo una banderita de los Estados Unidos, lo cual provoca que Taylor se ría de él. El coronel es un escéptico. Ya no cree en nada y cuando Landon comenta que está preparado para morir, lanza una sonora carcajada. Nadie está preparado para morir. Taylor no posee certezas. Solo alienta dudas y un pesimismo inconmovible. No le interesa el progreso ni la ciencia. Aceptó la misión para huir de su vida, insatisfactoria y lastrada por el cinismo.
Los tres astronautas logran sobrevivir al desierto, pero cuando al fin encuentran agua y vegetación se topan con un mundo desquiciado. Hordas de humanos deambulan por los valles y se comportan como animales. No hablan, se cubren con pieles malolientes y no saben manejar herramientas. Taylor pronostica que solo necesitarán unos meses para convertirse en sus líderes, pero los cuernos de una inesperada cacería disipan su ensoñación. Las hordas de humanos huyen aterrorizadas. Entre la maleza, surgen unas varas y, al poco, simios a caballo, disparando a los humanos. No se trata de una expedición militar, sino de una simple jornada de caza. Dogde será abatido y Landon, capturado. Taylor recibirá un disparo en el cuello y será trasladado a un hospital veterinario.
Los simios utilizan a los humanos como cobayas. La doctora Zira (Kim Hunter), psicóloga de animales, no tardará en reparar en Taylor, que ha perdido la voz por el disparo, pero que gesticula de forma inteligente. Zira desconoce su nombre y lo llama “ojos claros”. El trato brutal que dispensan los simios a los humanos puede interpretarse como una alusión a la discriminación racial (la lucha por los derechos civiles acababa de finalizar), pero también como una crítica a la violencia del hombre con el resto de las especies. Coetzee afirma que no aprecia diferencias entre Treblinka y un matadero industrial. Los animales han sido diezmados, explotados y esclavizados por el hombre. Son los perdedores de una guerra que hemos ganado gracias a las armas de fuego.
La doctora Zira está comprometida con Cornelius (Roddy McDowall), que ha realizado excavaciones en la zona prohibida (el desierto en el que aterrizó la nave de Taylor) y ha descubierto un yacimiento con restos arqueológicos de una civilización perdida. Sus investigaciones le han llevado a la conclusión de que los simios proceden del hombre, una especie menos evolucionada. El Doctor Zaius (Maurice Evans) opina que esa hipótesis es una herejía y no oculta el malestar que le produce el interés de la doctora Zira por Taylor. En su opinión, el hombre es una plaga y debería ser exterminado.
En realidad, Zaius sabe que el ser humano desarrolló una avanzada civilización en el pasado y teme que esta renazca, desplazando a los simios. Cuando Taylor supera sus heridas y empieza a hablar, Zaius llega a la conclusión de que se ha producido una mutación en cadena. En algún lugar desconocido, hay un nido de hombres con habilidades semejantes a las de Taylor o Landon, al que ha ordenado realizar una lobotomía tras descubrir que sabía hablar. Mantiene ocultos sus hallazgos y especulaciones, pues considera que perjudican a la seguridad de los simios. Su participación en el tribunal que examina a Taylor y juzga a Cornelius y la doctora Zira solo es una hábil pantomima. Finge creer que Taylor es el fruto de experimentos aberrantes, pero cuando habla a solas con él, le ofrece no someterle a una lobotomía, si acepta revelar la localización de su colonia.
La lobotomía había sido un procedimiento legal hasta 1967, un año antes de que estrenara El planeta de los simios. No parece un dato casual. La película puede interpretarse como una fábula sobre el totalitarismo. El poder absoluto no se conforma con matar. Su anhelo más ardiente es controlar la identidad de los individuos, modificándola o borrándola. La distopía totalitaria sabe que despersonalizar es la forma más eficaz de destruir lo más genuino y específico del ser humano: la diversidad. El objetivo último de Hitler y Stalin era crear sociedades homogéneas, donde la pluralidad y la diferencia serían erradicadas.
Cornelius y la doctora Zira huirán con Taylor para no ser condenados por herejía. Taylor se llevará consigo a Nova (Linda Harrison), una joven y atractiva mujer que fue apresada con él. Han compartido encierro y ha conseguido enseñarle a sonreír, una habilidad perdida por los humanos. Los fugitivos se internan en la zona prohibida, con la intención de visitar el yacimiento descubierto por Cornelius. No saben que el doctor Zaius los ha seguido con un grupo se soldados. El yacimiento revelará que los humanos sabían hablar y disponían de una tecnología que les permitía fabricar herramientas tan complejas como una válvula para el corazón. Taylor se enfrenta a Zaius y lo ata a una roca. Antes de continuar su huida en compañía de Nova, mantiene una breve e intensa conversación con su prisionero. Zaius reconoce que siempre ha temido la aparición de humanos inteligentes como él, pues, según los textos más antiguos de la civilización de los simios, el hombre es el brazo ejecutor de la muerte. Lucha incansablemente contra todo, mata a los de su propia especie por ambición o placer, saquea los recursos naturales sin pensar en el mañana y se reproduce de forma descontrolada. “La zona prohibida”, comenta Zaius, dirigiéndose a Taylor, “fue el paraíso. Los de su especie la convirtieron en un desierto”. Taylor responde que explorará ese lugar, buscando respuestas. Zaius le recomienda que no lo haga: “Tal vez no le guste lo que encuentre”.
El plano final de El planeta de los simios es quizás uno de los mejores desenlaces de la historia del cine. La novela original situaba la acción en el planeta Soror del sistema de la estrella Betelgeuse, pero los guionistas decidieron ambientar la historia en la Tierra. Taylor había vuelto a casa sin sospecharlo, pero la aparición de la Estatua de la Libertad semienterrada en una playa le revela que su viaje solo ha sido un largo rodeo. Desolado, se arrodilla y golpea la arena con el puño, maldiciendo las guerras. Los cráteres que ha visto en la zona prohibida solo son vestigios de una devastadora guerra.
El planeta de los simios ha envejecido muy bien. Hace tiempo que se convirtió en uno de los grandes clásicos de la ciencia ficción. Su éxito en taquilla inspiró una serie de películas de pésima calidad y una aceptable serie de televisión. En 2001, Tim Burton realizó un fallido remake, pero entre 2011 y 2017 se rodó una trilogía de notable calidad: El origen del planeta de los simios, El amanecer del planeta de los simios y La guerra del planeta de los simios, la primera dirigida por Rupert Wyatt y las otras dos por Matt Reeves. La trilogía explica cómo los simios se han apoderado de la Tierra, mientras los humanos descendían en la escala evolutiva. A veces una buena precuela ayuda a rescatar una película postergada por una lamentable secuela.
La saga del planeta de los simios conserva su magnetismo inicial, pues anticipa un futuro quizás no probable, pero sí con muchas de las calamidades que nuestra forma de vida podría desatar: deterioro medioambiental, pandemias letales, alteración del orden natural, guerras devastadoras, gobiernos totalitarios. El ser humano ha progresado en el terreno de la ciencia y la tecnología, pero en el ámbito de la moral no se han producido avances de la misma magnitud. Como temía Taylor, los hombres siguen matándose entre sí y dejan morir de hambre a los hijos de sus vecinos. La Estatua de la Libertad semienterrada en una playa es ya es un icono cultural.
No sabemos cómo acabará la guerra de Ucrania, pero Putin dispone de armas nucleares y parece poco probable que se resigne a una derrota que cuestionaría su liderazgo. La temeraria expansión de la OTAN hacia el Este, violando la promesa que se hizo una y otra vez a Gorbachov, no ha contribuido a la paz. Se ha parecido al gesto irresponsable de introducir un palo en el ojo de un oso. Las palabras de Taylor maldiciendo las guerras no han perdido vigencia. Los canallas y los idiotas parecen escribir la historia. Desgraciadamente, lo que podría esperarnos no es una civilización de simios con humanos esclavizados, sino un desierto deshabitado como el de la zona prohibida. Y no quedaría nadie para contarlo.