Greta Garbo, la esfinge de nieve
Tenía unos hermosos ojos azules, con destellos de hielo, pero ha pasado a la posteridad en blanco y negro. Quizás ahí reside su secreto.
¿Cuál es el secreto de Greta Garbo? Abandonó la pantalla un aciago 1941, cuando el mundo aún ignoraba si el vendaval nazi se disiparía o se propagaría hasta los confines de la Tierra. Greta Garbo tenía unos hermosos ojos azules, con destellos de hielo, lapislázuli y nácar, pero ha pasado a la posteridad en blanco y negro. Quizás ahí reside su secreto.
Su rostro se congeló en una eternidad de penumbras y claridades, donde los contrastes y los matices componían una delicada y extraña armonía. Sin la exuberancia del color, que multiplica las formas y flirtea con el caos, su imagen adquirió la apariencia de un ideal inmune a los estragos del tiempo. La joven nacida en 1905 en un barrio humilde de Estocolmo parecía abocada a una existencia anodina y mediocre, pero la arquitectura perfecta de su rostro y su mirada saturada de misterio y lejanías se rebelaron contra ese destino.
La pérdida del padre a los catorce años no le dejó otra alternativa que abandonar los estudios y aceptar un empleo en unos grandes almacenes, pero su belleza, aún sin cincelar -aunque con la pureza de un diamante recién extraído del suelo-, llamó enseguida la atención de sus jefes, que le ofrecieron realizar un cortometraje publicitario.
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Un director de comedias se fijó en ella y le ofreció un pequeño papel. No era solo un hermoso rostro. Además, sus gestos minimalistas, lejos de resultar inexpresivos, poseían una irresistible fuerza hipnótica. La cámara, un ojo mágico que encumbra y destrona, inició de inmediato un idilio con la joven actriz, augurando un porvenir de esplendor y gloria.
La profecía se cumplió. Primero llegó una beca que cubrió un tiempo de formación en una escuela dramática de Estocolmo. Después, el prestigioso director Mauritz Stiller le ofreció ser la protagonista de una de sus películas y su actuación no pasó desapercibida para Louis B. Mayer, que asumió el papel de Pigmalión, con el propósito de convertirla en una de las estrellas de la Metro Goldwyn Mayer.
Adrian, el diseñador jefe del departamento de vestuario, y el fotógrafo Clarence Sinclair Bull tallarían ese diamante en bruto para que absorbiera e irradiaría una luz casi sobrenatural. Los mitos no siempre irrumpen en el mundo con una perfección inmaculada. Muchas veces necesitan retoques.
Greta, que hasta entonces se apellidaba Gustafsson, pasaría a llamarse Garbo. Además, se le hizo perder quince kilos, se le operó la nariz, se aclaró su melena, se le extrajeron varias muelas para afilar su rostro y se realzaron sus ojos con un lápiz negro grueso y unas cejas cuidadosamente depiladas y pintadas.
La Garbo no tardó en convertirse en una estrella del cine mudo. Hizo varias películas con John Gilbert, con el que mantuvo un idilio, y superó el desafío que representó el cine sonoro. Su leyenda se consolidó con Grand Hotel (Edmund Goulding, 1932), La reina Cristina de Suecia (Rouben Mamoulian), Ana Karenina (Clarence Brown, 1935), Margarita Gautier (George Cukor, 1937) y Ninotchka (Ernst Lubitsch, 1939).
Quizás no era una gran actriz, pero llenaba la pantalla, cautivando al público con su belleza y elegancia. No era una muñequita, sino una mujer alta y atlética que transmitía determinación e independencia. Esa imagen se reforzaba con su conducta distante y altiva. No firmaba autógrafos, no concedía entrevistas, no se fotografiaba con sus fans. Y se rumoreaba que amaba indistintamente a hombres y mujeres.
Había plantado a John Gilbert en el altar, pero nunca dejó de ser su amiga y protectora. Y después de un desgraciado y breve idilio con Marlene Dietrich, que nunca se cansó de vituperarla, amó a Dolores del Río y a la escritora Mercedes de Acosta, con la que mantuvo una larga correspondencia. Pese a esas relaciones, la Garbo nunca quiso comprometerse. Siempre le pareció más atractiva la soledad que la opción de vivir en pareja.
A los treinta y seis años, la actriz sueca anunció su retirada. Nadie lo esperaba. Algunos aseguraron que la diva quería estar sola, pero ella replicó: “No quiero estar sola. Solo deseo que me dejen en paz”. Cuando en 1954 la Academia le concedió un Oscar honorífico, no acudió la ceremonia, pues no quería saber nada de Hollywood. Instalada en un lujoso apartamento del exclusivo edificio The Campanile, con vistas al East River y con las paredes decoradas con cuadros de Renoir, Kandinsky y Rouault, rehuyó el contacto con la prensa hasta el final de sus días.
A pesar de la fortuna que había acumulado con el cine y que incrementó con inteligentes inversiones inmobiliarias, vivió con sencillez. Comía con frugalidad, vestía de forma discreta y no se teñía el pelo. De vez en cuando, asistía a pequeñas reuniones íntimas con Aristóteles Onassis, el fotógrafo Cecil Beaton, la millonaria Cécile de Rothschild o la condesa de Wisborg, Marta Wachtmeister, pero pasaba la mayor parte del tiempo con Claire Koger, su ama de llaves, que acabó adquiriendo la condición de cómplice, amiga y hermana.
Descartó volver al cine, pero no solo por el malestar que le creaba la fama, sino también porque no quería mostrar los signos del envejecimiento. En su correspondencia con su antigua amante Salka Viertel, actriz y guionista de Ana Karenina y La reina Cristina de Suecia, confesó: “No voy a ninguna parte, no veo a nadie. Es duro y triste estar solo, pero a veces resulta incluso más difícil estar con alguien. Lo que permanecemos en la Tierra sería mucho más amable si en este corto espacio de tiempo fuéramos eternamente fuertes y jóvenes”.
Greta Garbo intentó volverse invisible, pero los periodistas nunca dejaron de incomodarla, fotografiándola apenas se descuidaba. Su estilo desaliñado y el paso del tiempo hicieron que resultara difícil reconocerla. En una ocasión, asistió a una fiesta y le pidió a un joven Burt Reynolds que la acercara a casa en un taxi. Cuando se despedían, Reynolds le preguntó quién era. Ella contestó: “Mi nombre es Greta Garbo”. El 15 de abril de 1990 se apagó su vida y sus cenizas fueron depositadas en un cementerio del sur de Estocolmo. Dejó una fortuna de veinte millones de dólares que heredó una sobrina.
Al contemplar las fotografías que consiguieron hacerle después de su retiro, resulta imposible no experimentar melancolía. En una imagen de 1958, cuando solo tenía 53 años, su aspecto es el de una mujer mucho mayor. Con gabardina, gafas negras y un paraguas, su rostro ya no absorbe ni irradia la luz. Su piel, prematuramente marchita, parece un pergamino deslucido. No queda nada de su antiguo hechizo. La decadencia física es particularmente cruel para alguien que ha vivido de su imagen y cuyo rostro flota en la ficticia eternidad de las pantallas de cine.
Hace unos días me reencontré con la belleza de la Garbo en el Museo del Prado. La exposición El Prado en femenino II incluye un pequeño ciclo de películas que se ha iniciado con La reina Cristina de Suecia. La profesora Noelia García Pérez, comisaria de la exposición, y el director del museo, Miguel Falomir Faus, me invitaron a participar en un pequeño coloquio que se celebró después de la proyección.
Aunque la película está dedicada a Cristina de Suecia, una mujer singular, amante del arte y con un temperamento indómito, la verdadera protagonista es la Garbo. Su sello está presente en todo el filme, pues escogió al director (Rouben Mamoulian), al galán (John Gilbert) y a la guionista (Salka Viertel). Gilbert y Viertel habían sido sus amantes, lo cual introdujo una nota sensual y una suave nostalgia.
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Afortunadamente, el odioso Código Hays, elaborado en 1930, no comenzó a aplicarse hasta 1934, un año después del estreno de La reina Cristina de Suecia. Eso permitió que la Garbo pudiera besar en los labios a Elizabeth Young, que interpretaba a la Condesa Ebba Sparre, pasearse por palacio con andares masculinos, montar a caballo a horcajadas, alardear de haber tenido doce amantes en un año, compartir una noche de pasión con el diplomático español Antonio Pimentel, encarnado por John Gilbert, y, en general, actuar como una mujer desinhibida, libre y emancipada del yugo masculino.
En el retrato ecuestre de Sébastien Bourdon, expuesto en el Prado, la reina Cristina posa con la montura en corveta, un gesto reservado a los reyes. Es cierto que ella no era consorte, sino reina, pero es el único retrato de esas características. Cristina de Suecia y la Garbo eran eso que ahora se llama mujeres “empoderadas”. Ninguna se plegó a la voluntad del varón. Ninguna aceptó ser una criatura pasiva.
“La libertad de amar es mía”, proclama la Garbo en el papel de reina, enfrentándose al canciller que censura su amor hacia un diplomático y militar español. Cuando el pueblo asalta su palacio, su presencia y su capacidad de persuasión se revelan más eficaces que cualquier compañía de soldados.
Es inevitable destacar los primeros y primerísimos planos de Greta Garbo. Al principio de la película, la reina contempla el paisaje nevado de Suecia y afirma que la nieve se parece al océano. Invita a adentrarse en su vastedad para olvidarse de uno mismo y del mundo. Al final, cuando su amante acaba de morir en sus brazos, se apoya en el mascarón de proa de la nave que la conduce a Roma y su rostro desprende un dolor sereno.
Su pesar transmite una sabiduría esencial: la materia humana no es pura inercia biológica, sino conflicto, tensión, duda, fervor, ensueño. La angustia que soporta la reina es la percepción privilegiada del instante, la llama que enciende la memoria, la flecha que apunta hacia la eternidad. Al igual que la mirada de El perro semihundido de Goya, los ojos de la Garbo contienen la agonía del nacimiento y la incertidumbre del fin. Entre un mar de dunas, el perro alza la cabeza, luchando por no ahogarse en unas arenas movedizas.
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Tal vez solo está escondido, pero sus ojos, dulces y humanos, parecen estremecidos por el vacío y la soledad, acentuados por un cielo de un cromatismo imposible, donde confluyen el ocre, el verde y el amarillo. El cielo alto e inverosímil nos sugiere que la vida es un estado de excepción, algo insólito y precario, abocado a una inevitable disolución, pero el perro no parece dispuesto a sucumbir bajo talud que se precipita sobre su cabeza como un gigantesco vómito.
El perro utiliza su angustia para sobrevivir. La reina Cristina también sabe que la angustia será a partir de ahora una compañía perseverante, pero en su mirada se advierte que el dolor no podrá doblegarla y, menos aún, hundirla. El recuerdo del amor perdido será un motivo más para vivir, pues la memoria no es un simple eco del pasado, sino la morada de la eternidad.
Miguel Falomir Faus y yo continuamos hablando de cine al salir del Museo del Prado. La media hora de conversación que mantuvimos después de la proyección no fue capaz de saciar nuestro apetito cinéfilo. Acompañados por Noelia, la comisaria de la exposición, y nuestras parejas, evocamos esas tardes de cine de nuestra adolescencia, cuando descubrimos el wéstern, los musicales y a la inigualable Vivien Leigh.
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Los dos profesamos la misma religión: una devoción ardiente por Scarlett O’Hara, el personaje femenino más fascinante de la historia del cine. Miguel siente predilección por la Scarlett que regresa a su hogar después de la guerra, ya transformada en una mujer y con la firme determinación de impulsar el renacimiento de Tara, reducida a ruinas por los yanquis.
Con el rostro esculpido por el sufrimiento, Scarlett exhibe esa belleza sin afeites que revela el áspero tránsito hacia la madurez. Yo prefiero a la Scarlett que acude a Los Doce Robles con una pamela amarilla y un vestido blanco con flores verdes y volantes. Su belleza parece labrada en el jardín del Edén, cuando la caída aún no había herido el mundo, introduciendo la decadencia y la muerte. Al despedirnos, Miguel me estrechó la mano y exclamó: “Vivien forever”.
Yo asentí, pero ahora que termino este artículo, reconozco que la Garbo también merece ese homenaje. Como apuntó Gore Vidal, su mirada era más elocuente que cualquier palabra. Soñar es el único lujo que no pueden arrebatarnos. Por eso, no pierdo la esperanza de que la flecha del tiempo pierda algún día su obstinación lineal y, como el ángel de Paul Klee, abra las esclusas del pasado, permitiendo que Vivien Leigh y Greta Garbo se paseen por las salas del Museo del Prado, dejando una estela de luz a su paso.