Momentos estelares en la historia del cine
El Hollywood dorado aportó durante cuatro décadas películas extraordinarias que ocuparon un lugar privilegiado en la imaginación colectiva.
No cuestiono que el cine actual produzca buenas películas, pero es indudable que ha perdido su condición de lenguaje mitológico. Ya no es una fuente de mitos y símbolos. Así como la Ilíada y la Odisea proporcionaron a varias generaciones relatos memorables que adquirieron el carácter de ejemplos de coraje, pasión o magnanimidad, el cine del Hollywood dorado, un período comprendido entre los felices 20 y la década de los 60 del pasado siglo, aportó una constelación de películas con momentos legendarios.
El sistema de grandes estudios aplicó una fórmula basada en la conjunción de guiones sólidos, directores con un inconfundible estilo personal, actores carismáticos, cuidadas bandas sonoras, directores de fotografía con un magistral dominio de la luz y directores artísticos preocupados por la armonía, la precisión y el equilibrio.
Gracias a esa estrategia surgieron joyas como Lo que el viento se llevó, Casablanca, La diligencia, Arsénico por compasión, Vértigo, La fiera de mi niña, Historias de Filadelfia, Horizontes de grandeza, Matar a un ruiseñor, Capitanes intrépidos, Raíces profundas, Cantando bajo la lluvia, Cena a las ocho, El gran dictador, La ley del silencio o El apartamento.
Durante cuatro décadas se sucedieron películas extraordinarias que ocuparon un lugar privilegiado en la imaginación colectiva. Muchas frases y secuencias se incorporaron al lenguaje cotidiano, reflejando una forma de entender la vida y un peculiar sentido del amor, la ética y la belleza.
El cine de hoy no ha logrado nada similar. Mejor o peor, carece de esa dimensión mítica que modifica la realidad a partir de la ficción. Para los griegos, Aquiles era más real que cualquier conciudadano y constituía la realización de un ideal. Para un espectador de 1939, la Scarlett O'Hara interpretada por Vivien Leigh no era un simple personaje de la pantalla, sino una mujer que servía de modelo a todos los que anhelaban resurgir de las cenizas tras un estrepitoso revés. ¿Quién no recuerda su famoso juramento entre las ruinas de Tara: "A Dios pongo por testigo de que jamás volveré a pasar hambre"?
El cine de hoy no ha logrado nada similar al Hollywood dorado. Carece de esa dimensión mítica que modifica la realidad a partir de la ficción
Sería inútil buscar en las últimas décadas una frase con un eco tan poderoso. Solo algunas películas han logrado penetrar en el lenguaje común, pero casi siempre con un carácter paródico, como "Alégrame el día", "Que la fuerza te acompañe", "Houston, tenemos un problema" o "No es nada personal, solo son negocios". Nada comparable con "A Dios pongo por testigo…". Esa frase quedaría grabada en la memoria de todos los que vivieron la Segunda Guerra Mundial y conocieron el hambre, la impotencia y el desamparo.
La penosa lucha de Scarlett O'Hara por salvar y reconstruir Tara no es muy diferente de la que sostuvieron millones de ciudadanos europeos durante una posguerra con escasez de alimentos y servicios, y las ciudades convertidas en montañas de escombros, donde el grado de destrucción era de tal magnitud que resultaba imposible orientarse. Cuando al final de Lo que el viento se llevó, Scarlett afirma que "mañana será otro día" introduce un destello de esperanza en el espíritu maltrecho de los que habían perdido todo. El mañana no es una simple prolongación del hoy, sino el umbral de nuevas posibilidades.
Aunque los ojos de Scarlett están bañados en lágrimas al decir estas palabras, se aprecia en su mirada el firme propósito de no dejarse vencer por la adversidad. Es cierto que Lo que el viento se llevó exalta la causa sudista, pero su poder simbólico trasciende esa deplorable intención. La grandeza del arte reside en su capacidad de emanciparse de su motivación original, adoptando nuevos e inesperados significados.
Desde la perspectiva del hoy, Scarlett O'Hara no es una joven ambiciosa y sin escrúpulos, sino una pionera del feminismo. Sus actos no siempre merecen nuestra aprobación, pero su resistencia a ser un mero objeto sometido a la voluntad de los hombres despierta nuestra simpatía. Vivien Leigh ganó un merecidísimo Oscar por su interpretación, demostrando que una joven inglesa podía ser convincente como hija de un terrateniente de Georgia.
Su éxito corrobora que las reglas de la ficción trascienden los límites de lo real. A pesar de los 85 años transcurridos desde su estreno, Lo que el viento se llevó conserva su capacidad de seducir e inspirar. No es un simple clásico, sino un mito moderno.
Sucede lo mismo con Casablanca, de Michael Curtiz, una película a medio camino entre la comedia romántica y el cine político. Cuando Rick, brillantemente interpretado por Humphrey Bogart, exclama "Siempre nos quedará París" y le pide a Ilsa Lund (Ingrid Bergman) que se marche con su marido y se olvide de él, entendemos que nuestros deseos personales deben retroceder ante los imperativos morales. El sentido del deber implica sacrificios, pero nunca podrá arrebatarnos los buenos recuerdos.
La primera vez que Ilsa visita el local de Rick le pide a Sam (Dooley Wilson) que vuelva a tocar "As Time Goes By" y en ese momento experimentamos el dolor que produce el tiempo perdido, pero el gesto final de Bogart, renunciando a su amante porque entiende que Victor Laszlo (Paul Henreid), su marido y uno de los grandes líderes de la resistencia, la necesita para continuar su lucha, transforma nuestra aflicción en esperanza. El tiempo no es una cuchilla implacable, sino una cosechadora que recoge todo lo que merece la pena perdurar. Y el futuro no es una puerta cerrada, sino fructífera incertidumbre.
Casablanca se rodó en 1942, cuando los ejércitos de Hitler parecían imparables. Nada auguraba que las democracias pudieran derrotar al totalitarismo nazi, pero al oír a la orquesta del local de Rick interpretar "La marsellesa" bajo la dirección de Victor Laszlo, descubrimos que el anhelo de libertad es más poderoso que cualquier tiranía.
El cine ya no es una fábrica de sueños que modela el espíritu colectivo, sino entretenimiento abocado a un rápido olvido
Sucede lo mismo al observar la inesperada reacción del capitán Renault (Claude Rains), que encubre el asesinato del mayor Strasser (Conrad Veidt), abandonando el vergonzoso colaboracionismo que había practicado hasta entonces. El inicio de una hermosa amistad con Rick, que ha matado al oficial alemán para garantizar la huida de Laszlo e Ilsa, revela que en el espíritu humano siempre acaba rebelándose contra la injusticia.
Hay otros momentos particularmente emotivos o hilarantes en la historia del cine clásico, como el final de Al rojo vivo (Raoul Walsh, 1949), cuando el gánster Cody Jarret grita desde una torre rodeada de gigantescos tanques de gasolina: "¡Madre, lo he conseguido! ¡Estoy en la cima del mundo!". Está a punto de volar por los aires por los disparos de la policía, pero siente que ha alcanzado la cumbre de su carrera criminal.
No es menos impactante la conversación entre Terry Malloy (Marlon Brando) y su hermano Charlie (Rod Steiger) en el asiento trasero de un coche en La ley del silencio (Elia Kazan, 1951), una tensa confrontación sobre las esperanzas malogradas. "No lo entiendes" -exclama Terry, al que Charlie obligó a hacer tongo, arruinando su carrera de boxeador-. Pude ser grande. Pude ser algo en la vida. Aspirar al título, pero solo soy un vago. Por ti, Charlie. Solo por ti". Es un diálogo conmovedor que elevó a Brando a la altura del mito y que sacudió a todos los que sospechan que han arruinado su vida por una mala decisión.
Sin embargo, quizás caló más en el imaginario popular la frase de Blanche Dubois (el segundo gran papel de Vivien Leigh que le hizo ganar otro Oscar) en Un tranvía llamado deseo, pronunciada poco antes de ser trasladada a un sanatorio mental: "Siempre he confiado en la bondad de los desconocidos".
Sería injusto no mencionar el final de Con faldas y a lo loco (Billy Wilder, 1959), cuando Jack Lemmon le revela su identidad masculina al multimillonario que se ha enamorado de él pensando que es una mujer. “Soy un hombre”, chilla, quitándose la peluca. Sin inmutarse, el acaudalado pretendiente, que conduce una lancha motora, contesta: “Bueno, nadie es perfecto”.
Quizás estoy ciego y no soy capaz de apreciar que el cine conserva su poder de engendrar mitos. Sé que desde los sesenta han aparecido grandes directores como Sam Peckinpah (Grupo salvaje), John Huston (El hombre que pudo reinar), Clint Eastwood (Sin perdón, Mystic River, Gran Torino, Million Dollar Baby), Martin Scorsese (Taxi Driver, Toro Salvaje, Uno de los nuestros, Casino), Francis Ford Coppola (La conversación, Apocalypse now, la saga de El padrino), Ridley Scott (Alien, Blade Runner) o Steven Spielberg (La lista de Schindler, Salvar al soldado Ryan).
Pido excusas por las omisiones. Pese a todo, el cine ya no es una fábrica de sueños que modela el espíritu colectivo, sino entretenimiento abocado a un rápido olvido. No puedo evitar cierto malestar al pensar en las generaciones jóvenes, que -salvo excepciones- le han dado la espalda a la edad dorada de Hollywood.
Si persisten en su actitud, los que ya tenemos cierta edad podremos apropiarnos las palabras de Roy Batty, aplicadas a nuestras experiencias con John Ford, Hitchcock, Howard Hawks o Billy Wilder: "Todos esos momentos se perderán como lágrimas en la lluvia". Ojalá no suceda. Ojalá los que aún están por venir sigan temblando al oír: "A Dios pongo por testigo…".