¿Para qué sirve la filosofía?
Sin saberlo, Nelson Mandela siguió los postulados de Séneca, Kant y Agustín de Hipona para crear un mundo desde su celda de 5 m².
Muchas personas opinan que la filosofía es una disciplina perfectamente inútil. Se podría discutir largamente sobre qué es verdaderamente útil. ¿Alguien puede asegurar que el placer proporcionado por la música de Bach o Mozart constituye una pérdida de tiempo y, en cambio, acumular artículos de lujo representa una virtud y un gesto racional?
No voy a caer en la trampa de elogiar la filosofía con el argumento de que lo perfectamente inútil es bello y necesario. Prefiero afirmar sin titubeos que la filosofía es sumamente útil para la vida. Pero… ¿qué es la filosofía? Para la mayoría, el discurso farragoso y esotérico de los profesores que imparten clases en las universidades y publican tediosos artículos plagados de notas a pie de página en revistas que solo leen sus colegas y quizás algunos de sus familiares, más por obligación que por gusto.
Yo he conocido a muchos de esos profesores. Se parecen a los eruditos de los que se burlaba Leonardo da Vinci, un genio disléxico y sin apenas estudios: “Ellos pueden argüir que, desprovisto de conocimientos literarios, yo no puedo expresar bien lo que me propongo decir. Ignoran, pues, que mis obras son más el resultado de la experiencia que de las palabras ajenas, y que la experiencia fue la maestra de los que escribieron bien; y que del mismo modo yo la tomo por maestra y que en todas las ocasiones a ella es a quien apelo”.
Esos mismos eruditos describían a Teresa de Jesús como una mujer loca y de escaso entendimiento. La erudición académica casi siempre es estéril o perversa. Hay profesores que se han pasado toda su vida leyendo obsesivamente a un autor y solo han publicado dos o tres monografías sobre su objeto de estudio, mamotretos que se limitaban a hilar comentarios triviales o que impugnaban todas las interpretaciones anteriores, aventurando teorías extravagantes, como que Descartes no creía en Dios o que Nietzsche exaltaba la libertad y los derechos humanos.
Comprendo que la sociedad le haya dado la espalda al academicismo filosófico, pero pienso que ese desencuentro podría resolverse si se definiera claramente el papel de la filosofía. En sus Epístolas a Lucilio, Séneca sostiene que “la vida feliz se consigue con la sabiduría perfecta”. La filosofía no es una forma de ocio, sino una actividad que “configura y modela el espíritu, ordena la vida, rige las acciones, muestra lo que se debe hacer y lo que se debe omitir, se sienta en el timón y a través de los peligros dirige el rumbo de los que vacilan. Sin ella nadie puede vivir sin temor, nadie con seguridad; innumerables sucesos acaecen a cada hora que exigen un consejo y este hay que recabarlo de ella”.
Séneca aclara que “la filosofía no se funda en las palabras, sino en las obras”. Los letrados y eruditos de ayer y hoy nunca han reparado en esa observación, confinando la filosofía en el ámbito de lo teórico y abstracto. Según Martin Heidegger, la pregunta por el Ser es la cuestión esencialmente filosófica. La metafísica occidental ha olvidado esa pregunta y eso ha provocado la decadencia de la cultura en todos sus aspectos. El judaísmo es uno de los principales responsables de ese olvido y el cristianismo solo ha acentuado esa tendencia, arrojando al exilio a los dioses de Hölderlin. El bolchevismo se ha aliado con la tradición judeocristiana para completar ese horrible crimen.
Al olvidar la pregunta por el Ser, el hombre occidental ha perdido su vínculo con la Sangre y el Suelo, sometiéndose a los dictados de la técnica moderna, muy diferente de la “téchne” griega, orientada al uso razonable de los entes. La técnica moderna explota y degrada la naturaleza, impidiendo que el hombre y el Ser cumplan su tarea de transformar conjuntamente el entorno en mundo, es decir, en un orbe significativo.
Heidegger consideró que el nazismo, con su beligerancia antisemita, anticristiana y anticomunista, podría restaurar la vieja armonía entre el hombre y el Ser, suprimiendo las desviaciones impuestas por las peores corrientes filosóficas, religiosas, raciales e ideológicas de la historia. Afiliado al partido nazi, jamás manifestó ningún pesar por las víctimas de la Shoah. En cambio, lamentó que los aliados hubieran convertido Alemania en un campo de concentración y deploró que “la sangre joven más valiosa de la nación” se hubiera perdido luchando inútilmente por la hermosa utopía de un Reich milenario.
Las abominables obras de Heidegger como ser humano son fruto de su filosofía envenenada
Como advierte Séneca, “la filosofía no se funda en las palabras, sino en las obras”. Y las abominables obras de Heidegger como ser humano son fruto de su filosofía envenenada. Aún recuerdo la pleitesía que le rendían en la Universidad Complutense de Madrid profesores como Juan Manuel Navarro Cordón y Ramón Rodríguez, creadores de una escuela de charlatanes que repetían servilmente la verborrea de sus maestros. Entiendo que la sociedad no quiera saber nada de esa partida de lunáticos. No obstante, la filosofía no se agota en Heidegger y su repelente prosa. Hay otros autores que aún nos pueden ayudar a ordenar nuestra existencia, vivir sin temor y hacer lo correcto.
La filosofía no se circunscribe a los manuales. A veces se gesta en los lugares más insólitos, como la diminuta celda de una prisión. Durante sus dieciocho años de reclusión en Robben Island, Nelson Mandela cambió su visión política. Antes de ser condenado a cadena perpetua, apoyaba la lucha armada. De hecho, convenció al Congreso Nacional Africano de crear una sección llamada La Lanza de la Nación, que utilizaría el sabotaje contra instalaciones militares e industriales, y asumió la jefatura de esa organización con Joe Slovo, un dirigente blanco del Partido Comunista de Sudáfrica.
Mientras Mandela permaneció libre, los sabotajes se limitaron a causar daños materiales, pero ya en los ochenta comenzaron los atentados con coches bomba en edificios públicos. Murieron unos 30 civiles, incluidos tres niños. Aunque Mandela se hallaba en prisión, Estados Unidos le incluyó en su lista de terroristas y no retiró su nombre de ella hasta 2008.
La decisión de “Madiba” de recurrir a la lucha armada no fue fruto del fervor revolucionario, sino de la tristeza y la impotencia. Surgió después de la masacre de Sharpeville ocurrida el 21 de marzo de 1960. La policía sudafricana abrió fuego contra una manifestación pacífica que pedía el fin del apartheid y las balas segaron 69 vidas. Muchas de las víctimas eran mujeres y niños. Además, hubo 180 heridos.
Las condiciones en Robben Island eran durísimas. La celda de Mandela medía cinco metros cuadrados y solo disponía de un colchón de paja en el suelo, un balde y una mesita minúscula. Su indumentaria consistía en una camisa vieja y un pantalón corto, pues a los presos de color no se les facilitaban pantalones largos. A veces, Mandela pasaba semanas aislado y, en otros períodos, trabajaba el día entero en una cantera, picando piedra o extrayendo cal. Aunque pidió protección para los ojos, no se la concedieron y el reflejo del sol contra las piedras dañó su vista. Al cabo de los años, las condiciones mejoraron, pero aun así no podía leer prensa y no le permitieron acudir al entierro de su hijo, fallecido en un accidente de tráfico.
A pesar de todo, Mandela no se dejó llevar por el odio y la rabia. En su autobiografía El largo camino hacia la libertad, relata que la cárcel le convirtió en un hombre más ético y reflexivo: “La reclusión tiene al menos la ventaja de ofrecer una buena ocasión para trabajar sobre tu conducta, corregir lo malo y desarrollar lo bueno que hay en ti”. Adoptar una actitud más dialogante y moderada no afectó a sus convicciones: “En la cárcel, mi rabia contra los blancos se apaciguó, pero mi odio al sistema se intensificó”. En Robben Island, los guardianes, blancos con escasos estudios y procedentes casi siempre del mundo rural, se mostraban violentos y groseros, pero algunos actuaban con amabilidad y respeto. Ese contraste le reveló que “todos los hombres, incluso los que parecen más insensibles, tienen un fondo de honestidad y pueden cambiar si sabemos llegar a ellos”.
Mandela estudió leyes y tal vez no leyó mucha filosofía, pero actuó de acuerdo con la máxima filosófica kantiana: “Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio”. Y para llegar a esta conclusión siguió el itinerario fijado por Agustín de Hipona: de lo exterior a lo interior y de lo interior a lo superior. La introspección, casi inevitable en una celda de cinco metros cuadrados, puede llevar al odio o a la excelencia. Para alcanzar la excelencia, el único camino es escuchar esa voz interior de la que habla Kant, según la cual hay que obedecer las reglas del deber y no instrumentalizar a los otros, sometiéndolos a nuestro capricho.
La famosa regla de oro —“no hagas a los otros lo que no quieres que te hagan a ti”— se halla en el judaísmo, el confucianismo, el zoroastrismo, el budismo, el taoísmo y el hinduismo, lo cual revela que no es solo una construcción intelectual. Con el cristianismo, la regla de oro adquirió un sesgo más radical y más positivo. Jesús, el joven rabino de Nazaret, ordenó amar al prójimo como a uno mismo, incluyendo en el concepto de prójimo a los enemigos. Esa idea ha dejado una profunda huella en la posteridad.
Mandela logró una hazaña filosófica: transformar un medio hostil en un hogar para todos los sudafricanos
“Quería que Sudáfrica viera que amaba incluso a mis enemigos, pero a la vez odiaba el sistema que había dado origen a nuestro enfrentamiento”, escribe Mandela en su autobiografía. No se me ocurre una frase más filosófica, pues cumple los requisitos señalados por Séneca: ordenar la propia vida, proscribir el temor y hacer lo más justo. Mandela no reflexionó sobre la diferencia ontológica o los límites del conocimiento, pero logró una hazaña filosófica: transformar un medio hostil en un hogar para todos los sudafricanos. Literalmente, creó un mundo y respondió a la pregunta esencial de la filosofía según Kant: “¿Qué es el hombre?”. Según Mandela, no es un ser perverso. “Siempre he sabido que en lo más profundo del corazón del hombre residían la misericordia y la generosidad”.
La filosofía no es un ejercicio de erudición, sino un acto de valentía, pues implica atreverse a pensar, como pidió Kant. Nos convierte en dueños de nuestras vidas y nos exige elaborar un proyecto, transformar nuestra existencia en un quehacer.
Hay que leer a los clásicos. Platón amplia nuestro horizonte existencial al postular una realidad espiritual. Aristóteles nos ayuda a comprender mejor la amistad. Tomás de Aquino nos plantea la necesidad de buscar la causa primera del cosmos. Spinoza nos invita a la alegría y a no pensar en la muerte. Pascal nos muestra que las razones del corazón pueden ser más profundas que las de la razón.
Eso sí, leer a los clásicos no es suficiente. La filosofía no es simple hermenéutica, sino creación y necesita la colaboración de la literatura, el arte, la historia, la música y, sobre todo, la propia peripecia vital. No importa que vivamos como eremitas. El aspecto más importante de nuestras vidas acontece en nuestro interior. Ahí está todo lo esencial, incluido el fenómeno de la trascendencia.
Ojalá algún día la filosofía deje de ser la finca privada de charlatanes con la voz engolada y aficionados a salpicar sus disertaciones con citas en alemán, el equivalente moderno de los antiguos latinajos. El lugar natural del saber filosófico no es un aula, sino el ágora, la plaza pública. Si algún día recupera ese espacio, ya nadie se preguntará para qué sirve la filosofía, sino que se preocupará de convertir su vida en un ejemplo de clarividencia, libertad y compromiso.