No es un mundo para viejos: de Katharine Hepburn a Clint Eastwood
- El menosprecio a los mayores es uno de los rasgos de nuestra época, donde se ha impuesto un pueril culto a la juventud.
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De joven, yo siempre busqué la amistad de personas mayores, quizás porque fui prematuramente melancólico. Ahora tengo amigos más jóvenes, pero con ninguno he logrado una compenetración tan estrecha como con las personas de mi edad. El menosprecio a los mayores es uno de los rasgos de nuestra época, donde se ha impuesto un pueril culto a la juventud. No es un fenómeno nuevo, sino algo que comenzó en los felices 20 del pasado siglo, cuando la publicidad convirtió el cuerpo en un objeto de consumo.
No voy a negar que la Grecia clásica manifestó un enorme interés por el cuerpo humano. Sus escultores intentaron plasmar la perfección en las creaciones que salían de sus manos. El Discóbolo de Mirón, el Doríforo de Policleto, el Apolo de Belvedere (copia de un original griego perdido) o las Venus de Cnido de Praxíteles testimonian el aprecio de los antiguos griegos por la juventud y la belleza, pero esa admiración convivía con el respeto a los ancianos, un término mucho más elegante que el bobo eufemismo "personas de la tercera edad". La vejez se interpretaba como sinónimo de experiencia y sabiduría.
Platón describía esa etapa como el tramo de la vida en que prevalecen virtudes como la prudencia, la discreción y el buen juicio. Los grandes oradores y filósofos romanos albergaban una opinión semejante. Cicerón sostenía que la vejez es bella y, para Séneca, representaba el apogeo de la moderación y la serenidad. En las primeras décadas del siglo XX, esa perspectiva fue reemplazada por el culto a la juventud y el deporte.
Los fascismos y las sociedades democráticas asimilaron ese giro. Los países libres lo hicieron por frivolidad y estupidez; las dictaduras, porque servía como argumento para justificar los planes eugenésicos y la explotación de los jóvenes como peones de guerra. La publicidad y el cine consolidaron esa tendencia y los viejos, avergonzados de su edad, empezaron a comportarse como los jóvenes, tal como observó Ortega y Gasset en varios artículos de prensa, más tarde recogidos en La rebelión de las masas.
Javier Marías era veinticuatro años más joven que Juan Benet, pero eso no impidió que fueran grandes amigos. Creo que es algo infrecuente. Los jóvenes de hoy tienden a menospreciar a las personas mayores. Se aburren con ellos y se muestran escépticos en cuanto a la posibilidad de aprender algo de su experiencia. No reparan en que ellos también envejecerán y en que la siguiente generación les asignará la etiqueta de "cachivaches inservibles". Javier Marías sostenía que "hace ya un siglo que se dejó de educar a los niños para convertirse en adultos. Todo lo contrario: los adultos de nuestra época están educados para seguir siendo niños".
El cine ha contribuido a esta aberración, pero también nos ha proporcionado ejemplos de ancianos rebosantes de dignidad y belleza, como Katharine Hepburn y Spencer Tracy en Adivina quién viene a cenar (Stanley Kramer, 1967). Ambos afrontaron la vejez sin preocuparse por su aspecto. Nunca ocultaron sus arrugas ni pretendieron aparentar menos edad. En la espléndida comedia de Kramer, un inteligente alegato contra el racismo, Matt Drayton, el personaje de Tracy, no logra desprenderse de los prejuicios hasta que su mujer le abre los ojos y le ayuda a comprender su equivocación. La resistencia a los cambios es quizás el aspecto más antipático de la vejez, pero siempre hay espíritus como el de Christina Drayton, magníficamente interpretada por Katharine Hepburn, con la clarividencia necesaria para oponerse a cualquier forma de discriminación.
En El crepúsculo de los dioses (Billy Wilder, 1950), Norma Desmond, una vieja estrella del cine mudo, protagoniza una amarga peripecia. Incapaz de asumir su edad, se somete a toda clase de tratamientos para rejuvenecer y volver a las pantallas. Su frustración ofusca su mente y asesina a su joven amante (William Holden). Cuando la policía acude a su mansión para detenerla, baja las escaleras con la convicción de asistir a un gran estreno rodeada de periodistas.
Gloria Swanson encarnó a Norma Desmond. Su gran trabajo hizo creer al público que se interpretaba a sí misma, pues ella había sido uno de los grandes astros del cine mudo. Lo cierto es que Gloria Swanson no se parecía a Norma Desmond. Sobrellevaba la vejez con humor y alegría. Durante sus últimos años, interpretó pequeños papeles en la pantalla (apareció en Aeropuerto 75), subió en varias ocasiones a los escenarios de Broadway, escribió sus memorias, llenas de anécdotas divertidas y provocadoras, y triunfó en los negocios. Su empresa de patentes sirvió de refugio a científicos e investigadores judíos que huían de la Alemania nazi.
Lillian Gish, otra estrella del cine mudo, también encaró su vejez con enorme elegancia. Su aparición en Portrait of Jennie (William Dieterle, 1940), Duelo al sol (King Vidor, 1946) y Los que no perdonan (John Huston, 1960) revelaron que no necesitaba su belleza juvenil para triunfar como actriz. En La noche del cazador (Charles Laughton, 1955), Lillian Gish es Rachel Cooper, una mujer que acoge en su hogar a niños desamparados. Sus cuidados devuelven la esperanza a criaturas acostumbradas al maltrato y la violencia. Gish transmite fortaleza y dulzura. Estricta en ocasiones, sabe actuar con ternura en las situaciones más delicadas, como en la escena en que acaricia la mano de un niño traumatizado por la pérdida de sus padres.
Cuando el falso reverendo Harry Powell, encarnado por un inquietante Robert Mitchum, comienza a acosar a una pareja de hermanos que se han refugiado en su casa, sale al porche con una escopeta y no se deja intimidar por las amenazas. Mitchum canta "Leaning on the Everlasting Arms" y Gish, sentada en una mecedora con el arma entre las manos, responde con una versión alternativa, que incluye a Jesús en la letra. El falso pastor susurra: "Apoyándose en los brazos eternos; / ¡Qué bienaventuranza, qué paz la mía! / Apoyándose en los brazos eternos". Y Gish replica: "Apoyándose en Jesús, apoyándose en Jesús, seguro y a salvo de todas las alarmas. / Apoyándome en Jesús, apoyándome en Jesús, apoyándome en los brazos eternos". El contraste pone de manifiesto que Gish encarna el bien, siempre luminoso y fructífero, y Mitchum el mal, con su carga de hipocresía y perversidad. Se trata de una lucha real y no de una pantomima como la que representa el falso predicador, cruzando y retorciendo sus dedos, donde ha tatuado las palabras "Love" y "Hate".
Con cuatro Oscar como mejor actriz de reparto, Ethel Barrymore fue otra de esas grandes damas de la interpretación que no interrumpieron su carrera al llegar a la vejez. Yo siempre la recordaré como la señorita Spinney, la galerista de Portrait of Jennie. Spinney protege a Eben Adams, un pintor que aún no ha alcanzado la madurez artística, pero que no está dispuesto a renunciar a su vocación. Eben Adams, interpretado por el gran Joseph Cotten, y la señorita Spinney mantienen una hermosa amistad que no se convierte en amor por la diferencia de edad. Ambos son dos criaturas solitarias. Adams se ha enamorado de Jennie, que murió años atrás ahogada. Ni siquiera llegaron a conocerse, pero su espectro se le aparece de vez en cuando, buscando un encuentro imposible. Spinney es una mujer inteligente y, en su juventud, fue hermosa, pero vive sola, quizás porque le sucedió algo similar. El tiempo no siempre es indulgente con los amantes.
Sería deseable una sociedad impregnada de inocencia, ilusión y fantasía, pero sin vicios como la puerilidad y el egoísmo, dos rasgos de la infancia
Jessica Tandy nos dejó un hermoso retrato de la vejez en Tomates verdes fritos (Jon Avnet, 1991), mostrando que los puentes entre distintas generaciones aún no se han roto por completo. En nuestros días, Susan Sarandon y Judi Dench nos han regalado brillantes interpretaciones en una época cada vez más reacia a las actrices mayores. Clint Eastwood también ha sorteado la resistencia de Hollywood a conceder papeles protagonistas a los actores que han superado los sesenta. En 2018, con ochenta y ocho años, Eastwood dirigió y protagonizó la excelente The Mule, y, desde entonces, ha dirigido dos películas más, involucrándose como actor en una de ellas (Cry Macho, 2021).
Siempre he considerado que deberíamos cuidar y mantener vivo al niño que los adultos llevamos en nuestro interior. Sería deseable una sociedad impregnada de inocencia, ilusión y fantasía, pero sin vicios como la puerilidad y el egoísmo, dos rasgos de la infancia. Por desgracia, hoy imperan los aspectos más negativos de la niñez. Vivimos, como apuntaba Javier Marías, en una sociedad de adultos educados para no madurar. Quizás el cine clásico podría ayudar a superar ese defecto. Una sobredosis de películas de Joseph L. Mankiewicz, director de grandes obras como El fantasma y la señora Muir, Eva al desnudo, Carta a tres esposas y La huella, tal vez contribuiría a impulsar esa madurez que hoy se esquiva. Huir de la vejez es una forma de huir de nosotros mismos, pues el futuro nos alcanzará antes o después, y nos revelará nuestra fragilidad.