En los últimos meses el mercado de los videojuegos se ha visto inundado por propuestas jugables que se pueden encuadrar en el denominado subgénero de los metroidvanias. El palabro tiene su raíz etimológica en la yuxtaposición de Metroid y Castlevania, dos sagas clásicas (una de Nintendo y la otra de Konami), que popularizaron un tipo de juego con una característica muy concreta: la exploración de un mundo interconectado que iba abriéndose al ganar nuevas habilidades, fomentando la necesidad de volver sobre nuestros pasos para descubrir nuevas opciones. El género ha encontrado una segunda juventud gracias a la explosión de estudios independientes en los últimos años, sobre todo porque lo fía todo a la excelencia del diseño de niveles y la configuración de unas mecánicas pulidas, sin necesitar de grandes presupuestos para gráficos. Los meses de verano, que las grandes empresas suelen evitar como la peste, y sobre todo el triunfo de Switch, han creado el caldo de cultivo perfecto para que afloren muchos ejemplos que miran al pasado con devoción pero que al mismo tiempo tratan de innovar sin complejos.
A priori The Messenger parece un ejercicio de nostalgia excesivo, tomando la referencia de los Ninja Gaiden clásicos de finales de los años 80 y añadiendo poco de cosecha propia. Sin embargo, lo que se presenta como un juego tan lineal como básico, cambia a medio camino con la irrupción del concepto de los viajes en el tiempo, elaborando un acertado metacomentario sobre la evolución del diseño entre las generaciones de los 8 bits y los 16 bits (o lo que es lo mismo, entre la NES y la SNES, o la Master System y la Mega Drive). Es decir, durante la primera mitad el juego se presenta como una colección de niveles donde el objetivo es ir del punto A al punto B, enfrentarse a un jefe y pasar al siguiente. Pero en la segunda mitad, los niveles pasan a formar parte de un mundo interconectado, lo que permite al protagonista volver sobre sus pasos. Además, la presentación audiovisual del juego también evoluciona, contando con gráficos más detallados y música más elaborada, poniendo de relieve cómo el avance tecnológico entre consolas permitió la evolución del medio. En la ficción del juego este cambio se presenta como un salto al futuro de 500 años, y gracias a una serie de mecanismos, se puede ir alternando entre estas dos épocas, lo que cambia los escenarios de maneras más extensivas y sorprendentes.
La obra del conjunto quebequés Sabotage Studio destila un irreverente sentido del humor que consigue darle una vuelta de tuerca a los tópicos de los juegos de la época, muchas veces aquejados por una narrativa escuálida que, más allá de exponer una endeble razón para seguir adelante, no se entretenían con muchas consideraciones de magnitud superior. Funciona como revisionismo histórico, pero también como una oportunidad para escribir diálogos ingeniosos que amenizan el tono oscuro general de la trama, sin llegar a tomarse nada demasiado en serio. Destacan sobre todo las conversaciones con el tendero encapuchado que se encarga de llevar la tienda donde se adquieren las diferentes habilidades, por su capacidad de contar parábolas y sus entretenidas disquisiciones sobre el verdadero mensaje detrás de las anécdotas, y cómo se pueden interpretar las historias clásicas de maneras muy diferentes.
Sin embargo, en el fondo The Messenger es un juego que vive y muere por su diseño jugable, tanto de mecánicas como de niveles, y es ahí donde se topa con un evidente problema de ritmo. Los juegos de la época trataban de combatir sus limitadas duraciones con una dificultad endiablada, muchas veces desproporcionada. Aunque The Messenger no suele llegar a esos extremos, conforme el juego avanza, sobre todo en los enfrentamientos con los jefes finales, se puede llegar a convertir en un ejercicio de masoquismo solo apto para verdaderos incondicionales. Por otro lado, los niveles se hacen demasiado largos, muchas veces dejando pasar el momento dulce que implica la novedad de las diferentes ambientaciones, y convirtiéndose en una maraña que encadena desafíos cada vez más complicados que no aportan mucho más allá de extender la duración del juego porque sí.
El juego de Sabotage Studio es un ejemplo de cómo homenajear las obras del pasado sin caer en un burdo plagio, buscándole un enfoque que consiga construir un hilo discursivo sobre cómo el medio fue aprendiendo un lenguaje propio, de tímidos balbuceos hasta auténticas obras de literatura virtual. Desde hace unos años las obras culturales han caído en las garras de la nostalgia. Las series y las películas de antaño vuelven para una nueva acometida, o con una nueva versión de los acontecimientos bajo el brazo. Es tiempo de reuniones y de retornos, pero que en muchos casos lo único que los mueve son las esperanzas de explotación comercial de una audiencia que percibe el paso del tiempo con añoranza. Los videojuegos no escapan a esta tendencia global, pero quizá títulos como este, con sus fallos, puedan mostrar la manera de hacerlo.