Resulta innegable la influencia que la saga Mad Max ha tenido sobre la cultura popular, del cine a la televisión, la literatura y, por supuesto, los videojuegos. Cuando el primer Rage salió a la venta allá por el año 2011, se presentó como una nueva franquicia del legendario Id Studio (creadores de Doom y Quake) que iba a tratar de abordar los cambios más significativos en su estilo de juego desde que inventaran el género de los FPS. Rage prometía una libertad como nunca antes se había visto en un juego del estudio, un mundo enorme que necesitara de vehículos para poder transitarlo, el factor postapocalíptico en un entorno desértico como homenaje a las películas de George Miller y un nuevo estándar gráfico, basado en la última tecnología del archiconocido programador John Carmack, que también desembarcaría en el mundo de las consolas. Durante los años previos al lanzamiento, parecía que el concepto de megatextura iba a cambiar por completo la manera de desarrollar videojuegos, pero la realidad fue mucho más cruel para Id. Después de varios retrasos, el juego se puso a la venta sin hacer mucho ruido y sin llegar a cumplir con casi ninguna de las expectativas que se habían generado a su alrededor. A pesar de sus promesas, el juego era tremendamente lineal, con una historia breve y poco satisfactoria y un final tan súbito que parecía que lo habían recortado a última hora. ¿Por qué, ocho años después, se presenta una secuela? Una pregunta legítima, sobre todo teniendo en cuenta que el impacto ha sido tan parecido: apagado en su propia mediocridad.
Rage 2 existe porque Avalanche Studios necesitaba carga de trabajo para mantener a flote el estudio. Es el resultado de esas negociaciones a puerta cerrada que componen el tuétano de la industria del videojuego, los tejemanejes entre lo estudios independientes y las publishers que ven oportunidades de negocio sin arriesgar mucho. Es un juego hecho a base de focus groups y estudios de mercado, sin una gota de originalidad o pasión en su diseño. Es ir a tiro hecho: formulaico y sin riesgos innecesarios. Han cogido las mecánicas nucleares de Doom y un mundo abierto repleto de iconos, con las mismas tareas repetidas ad nauseam. Se siente antiguo, sin personalidad, sin historias, sin identidad de ningún tipo; copiando los aspectos más relevantes de otras propiedades intelectuales y aportando muy poco de cosecha propia. Mientras cumple en lo técnico y lo artístico (aunque a duras penas en esto último), se hunde irremediablemente en la faceta de diseño. Una de las cuestiones más abyectas es la obsesión que tiene por interrumpir constantemente el flujo de la partida, con odiosos tutoriales que saltan a cada rato y que introducen cada elemento del juego, ya sean mecánicas o personajes, como si el jugador fuera idiota y hubiera que recalcarle cada tema. Demuestra una condescendencia tremenda y una pereza generalizada a la hora de plantear cómo transmitir la información necesaria sin meter el manual de instrucciones a cada momento.
El juego es frenético, los controles responden y el acabado técnico es muy bueno, por lo que se puede llegar a disfrutar. Pero es el equivalente digital a una hamburguesa grasienta, apetecible pero muy poco nutritiva. Está muy lejos del propio estándar que Bethesda ha puesto para sus estudios internos: ni tiene la iconografía radical de Wolfenstein, ni la brillante inventiva de un Dishonored, ni la intelectualidad de un Prey, ni la obsesión formal de un Doom, ni el portentoso escapismo de un Skyrim. Es un juego que puede satisfacer las necesidades más inmediatas de jugadores con ganas de experiencias viscerales, pero que no hace nada por aportar algo al desarrollo del medio o de la industria. No hay nada malo con los juegos sin muchas ínfulas, que busquen entretener antes que nada, pero cuando el resultado final es tan derivativo y anodino, resulta muy difícil de recomendar.