Los juegos de Rem Michalski no dejan indiferente a nadie. En la esfera que subyace más allá del indie, en un ámbito que podríamos definir como enteramente underground, unos pocos desarrolladores sobreviven con obras profundamente personales y arriesgadas, sin ningún tipo de apoyo externo e impulsados por una irrefrenable necesidad de expresarse. Lorelai es la tercera obra de Michalski, un polaco afincado en Reino Unido, y todas mantienen un evidente hilo vertebrador que han asentado su estilo y sus obsesiones. Son juegos violentos, que demuestran una clara predilección por lo macabro y que buscan explorar la depresión, la soledad, el suicidio, las relaciones tóxicas, las enfermedades terminales o los impulsos homicidas. Pero a pesar de que son juegos tremendamente opresivos, Michalski se preocupa por insuflar una dosis de optimismo en las postrimerías que ofrecen un contrapunto vital. Empiezan mal, van a peor, pero hacia el final los personajes tienen la opción de abrirse camino entre el lodazal de miseria que los asola, victoriosos en su conocimiento personal.
Lorelai narra el periplo sobrenatural de una chica atrapada en un piso de un barrio obrero londinense, con su madre enfrascada en una relación abusiva con un alcohólico en paro, una hermanastra recién nacida cuyos cuidados recaen en ella y la obligación de trabajar en vez de estudiar para subsistir. El vecino, un joven desarrollador de videojuegos, intenta echarle un cable en algunas cosas, pero Lorelai es consciente de que su vida ahí no tiene futuro. Sin embargo, tras un giro de los acontecimientos tan violento como trágico, se ve frente a frente con la Reina de los Gusanos, un ente sobrenatural con poder para traspasar la frontera entre la vida y la muerte y que le promete un gran poder para influir en las vidas de los demás.
A pesar de ser una aventura gráfica, los puzles de Lorelai son muy sencillos, centrando el foco del diseño en el apartado estético y en la faceta narrativa. Sin embargo, y a pesar de las escenas cotidianas de gran profundidad que Michalski produce, el resultado final queda muy descompensado, y la comparación con el título que le puso sobre la mesa, The Cat Lady, no es muy favorecedora. Los mejores momentos de Lorelai son los que están dedicados a la exploración del personaje central en ambientes intimistas, como el capítulo dedicado a su primer día de trabajo como auxiliar en una residencia de ancianos. Estas escenas sorprenden por su mezcla de ternura y tristeza soterrada, y porque, sinceramente, se atreve a plasmar en el medio una situación muy común tanto en la vida como en la literatura o el cine, pero excepcional del todo en los videojuegos. Sin embargo, al mismo tiempo que Lorelai explora nuevos elementos, demuestra una torpeza de principiante en otros muchos aspectos. Quizá el más grave es el personaje de John, un villano tan malvado como unidimensional, caracterizado como un psicópata sin ningún tipo de empatía o cualidades redimibles. Es un marido violento, que maltrata a su mujer, reniega de su hija y acosa a Lorelai. Sus intervenciones son tan extremas que resultan de cartón piedra, como si se estuviera atusando el bigote con cuidado, si no fuera porque sus actos son profundamente abyectos. No tiene ninguna motivación, ninguna explicación a su forma de ser, y ni siquiera su enfoque resulta interesante. En su día, The Cat Lady presentaba a un villano que inducía al suicidio a través de foros de internet y parte de la fuerza de su personaje era descubrir el estado de extrema invalidez que le mantenía postrado. Michalski en esta ocasión se ha olvidado de matices, y la historia sufre por ello.
Otro de los puntos más enervantes es todo lo relacionado con la Reina de los Gusanos y la dimensión sobrenatural. Es un agujero onírico de realidades interpuestas donde resulta imposible discernir lo real de lo soñado, y donde el simbolismo se vuelve tan omnipresente que ahoga cualquier tipo de sutileza. Solo cuando Lorelai desciende al mundo terrenal, e interactúa con personajes cotidianos, es cuando despierta nuestro interés. A pesar del carácter amateur de los actores que han prestado su voz al juego, el resultado es decente, si bien algo dispar en ocasiones, y con cierta tendencia a reforzar los elementos más exagerados de sus trasfondos. Lorelai falla a la hora de alzarse como una sucesora a la altura de The Cat Lady. A pesar de las referencias (las dos obras comparten universo, temas y algunos personajes secundarios), de la superior factura técnica (el cambio al motor Unity le ha sentado de maravilla) y de los momentos de brillantez, al juego le sientan mal las comparaciones. Indudablemente es la obra de un autor con un sello muy personal, y no hay mucho que se le parezca en el mercado, pero Michalski está demostrando al mismo tiempo su inhabilidad para superar el hito que marcó con su primer juego comercial. Y eso es una pena tremenda.