Cuando Demon’s Souls salió al mercado por primera vez en 2009, los ejecutivos de Sony no daban un duro por él. Era un juego obtuso, áspero, con un montón de reglas estrictas que ni se molestaba en explicar bien y con una propuesta de dificultad que apenas dejaba margen a los posibles errores y castigaba con severidad. El proyecto había languidecido en las oficinas de From Software, un estudio japonés entonces de segunda fila, durante tanto tiempo que un joven desarrollador se pudo hacer con las riendas del proyecto y orientarlo a sus ideas radicales. Su razonamiento era simple. Si era un fracaso nadie iba a lamentarlo demasiado porque el juego no estaba yendo a ningún lado, y si por algún casual conseguía cuajar, todo serían ventajas. Sin embargo, el producto final no gustó a Sony Japón, que se negó a distribuirlo fuera de las fronteras del país del sol naciente. Tuvieron que ser Atlus en América y, más tarde, Bandai Namco en Europa, los que se encargaran de esas labores. Si llegó hasta aquí fue por el rumor incesante en los mentideros especializados. Ese juego oscuro, desfasado técnicamente y con tantísimas aristas tenía algo especial. Como un acantilado en una noche de tormenta, era portentoso y provocaba el mismo sobrecogimiento al que aludía Edmund Burke en su fundacional tratado de estética que allanó el camino al pensamiento y expresión romántica. Miyazaki tenía la vista claramente fijada en la sensibilidad decimonónica, y a pesar de sus medios limitados, diseñó el homólogo videolúdico del texto burkiano. En un mundo obsesionado por lo bello, el japonés nos descubrió a todos el potencial de lo sublime: el misterio y la convicción epistemológica de una realidad más allá de lo que perciben nuestros sentidos.
Demon’s Souls en muchos aspectos es un primer boceto de lo que vendría después: Dark Souls y, sobre todo, Bloodborne. Pero mientras esos títulos se beneficiaron del proceso natural de iteración y de un apoyo más solícito y tangible de las editoras, en Demon’s Souls Miyazaki tuvo que escribir el manual desde cero, sin apenas referentes sobre los que construir y con un presupuesto paupérrimo. Con el tiempo, muchas de las innovaciones se han vuelto convencionales y omnipresentes en muchos juegos de acción, pero en 2009 no había nada remotamente similar a lo que él proponía. El sistema multijugador asincrónico, por el que los jugadores pueden dejarse mensajes en el mundo para ayudarse mutuamente a reconocer los peligros de un mundo traicionero, fue una idea genial. Al mismo tiempo, ciertas particularidades no han envejecido tan bien. Quizá lo más destacable es el diseño de niveles, que, si bien apunta maneras, penaliza gravemente las muertes. En esta ocasión son las archipiedras las que funcionan como checkpoints, puntos de guardado al que volver tras caer en combate. En juegos sucesivos, Miyazaki supo posicionar estos controles de manera equilibrada, pero en Demon’s Souls las distancias pueden ser muy grandes, y apenas existen los icónicos atajos que ahorran tiempo y que están dispuestos como premio a la exploración. Pocas cosas resultan más frustrantes que tener que invertir cinco minutos en volver a despejar el camino hasta el jefe antes de poder intentarlo otra vez, con cuidado de no caer a destiempo frente a los muchísimos enemigos regulares que se interponen entre la archipiedra y la estancia donde aguarda el jefe. El sistema de sanación mediante hierbas tampoco es el más adecuado, y resulta claro por qué lo desecharon para todos los juegos posteriores. La mejora de armas, fundamental para progresar en el juego, es un proceso repetitivo y excesivamente complicado. Hay simplemente demasiados materiales diferentes, y conseguirlos es una rutina pesada que rompe por completo el ritmo del juego. Y así, muchos más ejemplos de protuberancias de diseño que en los juegos posteriores el japonés sabría eliminar, pero que se han mantenido para el remake porque alterarlos implicaría cambiar puntos esenciales del título, y el estudio encargado del remake no ha hecho más que rendirse a la reverencia que le suscita el juego.
Bluepoint Games, a estas alturas, ya es un estudio reconocido por sus talentos técnicos. El trabajo de modernización ha sido extenso. La geometría básica es la misma que en el juego original, pero han cargado todas las texturas de un gran nivel de detalle, sobre todo en las zonas del palacio de Boletaria o el Altar de las Tormentas, que son las que más se prestan a semejante tratamiento. El resto de escenarios son tan oscuros y, en algunos casos, claustrofóbicos, que no admiten esos maravillosos parajes que el motor gráfico del estudio es capaz de recrear. Sin embargo, la fluidez de las animaciones, el modo a 60 frames por segundo y una pléyade de pequeños ajustes consiguen sacar el máximo esplendor al potencial escondido del juego original. Todo el apartado sonoro está a un nivel superlativo, varios órdenes de magnitud por encima de la mezcla original. En un juego que esconde tantos peligros hasta el último momento, ser capaz de localizar a los enemigos por el roce de la cota de malla que producen al andar es una ayuda inestimable.
Demon’s Souls es un documento valiosísimo para la historia de los videojuegos. Las condiciones de su lanzamiento original lo han convertido en cierta manera en el eslabón perdido de ese nuevo subgénero de los juegos de rol de acción que alumbró, al que nos referimos como souls-like a falta de un nombre mejor. Este remake permite a los neófitos experimentar de la mejor manera cómo empezó todo, y al resto, los nostálgicos, volver a visitar un mundo con una personalidad tan marcada. Las influencias de la novela gótica y del terror cósmico de Lovecraft son más que evidentes, una preferencia que luego se manifestaría en toda su gloria en el magistral Bloodborne, pero que ya en este juego ponen de relieve esa sensibilidad tan especial de su autor, capaz de aunar la estética occidental con unas formas más orientales. Además, como el único verdadero título de lanzamiento de PlayStation 5, en muchos aspectos el título es un vistazo al futuro que nos aguarda conforme avance la generación. Y como estandarte de una nueva consola es sencillamente sublime.