Hay pocos personajes más icónicos que el Jefe Maestro. La indisputada mascota de Xbox desde que se lanzara con la primera consola allá por el año 2001, el marine espacial ha protagonizado una saga de videojuegos que se ha resistido a aceptar el final dispuesto por sus creadores originales, Bungie, en Halo 3 (2007). El lema de aquella entrega era muy claro: “termina la lucha”. Y sin embargo, Microsoft no podía renunciar así como así a la franquicia que le había dado una oportunidad frente a la entonces todopoderosa PlayStation. Tras la partida de Bungie hacia otros pastos (Destiny y Activision), crearon de la nada 343 Industries, un estudio dedicado por entero a producir títulos de Halo ad infinitum. Nunca lo tuvieron fácil. ¿Cómo afrontas la evolución de una saga con unos esquemas tan rígidos y una base de seguidores tan crítica con los cambios? Halo 4 introdujo a los Prometheans y Halo 5: Guardians planteó una campaña que reventaba los pilares narrativos de la franquicia y la ponía en el disparadero para una nueva época donde todo era posible. Pero la jugabilidad no gustó. El rechazo fue considerable y en 343 Industries acusaron la presión. ¿Su respuesta? Dar marcha atrás. Volver a los orígenes. Un remake encubierto de Halo: Combat Evolve (2001) cuya única intención es buscar la aprobación de una veleidosa audiencia que los tiene paralizados por el terror que les infunden.
No hay otra forma de decirlo. La historia de Halo Infinite es un despropósito además de una profunda decepción. Por muchos de los problemas jugables que pudiera tener Halo 5: Guardians, lo cierto es que el estudio acertó de pleno con la premisa dramática. Tras una persecución a través de diferentes planetas, Cortana, la inteligencia artificial aliada que había acompañado al Jefe Maestro desde el primer juego, sucumbe a la tentación de convertirse en la dictadora benévola de una galaxia aquejada por unas guerras interminables, incitando a las demás IA de la humanidad a rebelarse y poniendo a su servicio a los Guardianes, unos colosales constructos Forerunner con una capacidad armamentística abrumadora que se convierten en su policía estelar. La idea ponía a los protagonistas contra las cuerdas y les obligaba a hacer las paces con sus antiguos enemigos para intentar sobrevivir en una situación desesperada. Alineaba todas las piezas para una confrontación épica, de dimensiones galácticas pero con un componente íntimo capaz de enraizar toda la parafernalia. Pero en algún momento de estos últimos seis años, 343 Industries se dio por vencido y abandonó sus intenciones, presentando en su lugar una triste excusa que ni siquiera se sostiene por sí misma.
La acción comienza in media res y se tardan horas en hacerse una mínima composición de lugar. Ni Cortana ni los Guardianes aparecen por ningún lado. Tampoco Locke, el Árbitro, la doctora Helsey o cualquiera de los personajes de los juegos anteriores. En su lugar, los Exiliados, una facción escindida de los enemigos de la primera trilogía que hacía acto de presencia en Halo Wars 2 (2017), el juego de estrategia que solo los más acérrimos completaron. Un piloto recupera el cuerpo varado del Jefe Maestro en el espacio y lo vuelve a conectar, despertándole de una hibernación de varios meses. Inmediatamente, el marine insiste en volver a la batalla en Zeta Halo, recuperar una misteriosa IA (cuya identidad no es difícil de descifrar) y tratar de reconstruir los ánimos de un ejército derrotado. Durante la aventura se suceden una serie de flashbacks en el que se resumen unos pocos eventos para rellenar huecos, sustituyendo las impresionantes cinemáticas de juegos anteriores por hologramas fríos desprovistos de cualquier atisbo de drama. Es como si se hubieran propuesto ir sistemáticamente en contra del archiconocido adagio atribuido a Chekhov “muestra, no lo cuentes”. Porque el juego no te muestra nada. Tira por la borda las enormes posibilidades con las que partía tras el final del episodio anterior y en su lugar rebobina algunas cuestiones con fastidio, como si le molestara tener que hacer referencia a sucesos anteriores y tuviera que hacerlo por imperativo legal. Halo Infinite quiere ser un nuevo comienzo y también fracasa por ahí. Intenta abrir una dimensión adicional a su ya extensa mitología con una nueva clase de amenaza escondida en Zeta Halo pero se niega a responder a ninguna pregunta básica. ¿Quién es Harbinger? ¿Qué está intentando hacer? ¿Quiénes son los Endless? ¿Qué ha pasado con la humanidad en el resto de la galaxia? Los títulos de crédito empiezan a desplegarse por la pantalla con todos los interrogantes intactos. Es posible que todo forme parte de una estrategia de expansiones en los próximos años, pero el estudio ha fracasado estrepitosamente al darnos una mínima razón para que algo nos importe. Teniendo en cuenta su historial, no me extrañaría que abandonaran todas estas preguntas y fueran en otra dirección también la próxima vez.
Por todo su abismal planteamiento narrativo, Halo Infinite despunta de manera notable en el jugable. Una dicotomía que a estas alturas ya no sorprende a nadie en el medio, pero que siempre resulta frustrante. El estudio se ha fijado en los orígenes para apuntalar la base de lo que supone jugar a Halo: libertad de maniobras, movilidad constante, jerarquización estratégica de amenazas y un amplio arsenal de herramientas. Todos estos elementos confluyen aquí para crear grandes momentos de jugabilidad emergente. Donde el estudio ha arriesgado un poco (tampoco mucho) es en la implementación del gancho, una genialidad que aumenta la velocidad de la acción y explota la dimensión espacial de los escenarios, tanto en su horizontalidad como en su verticalidad. Abordar vehículos enemigos con el dispositivo es tremendamente satisfactorio y permite dar la vuelta al campo de batalla en apenas unos segundos. En el frente de los enemigos no hay grandes experimentos. El 95% ya aparecía en la trilogía original. Donde las cosas no terminan de funcionar es en los controles para seleccionar las habilidades y los tipos de granadas, un uso de la cruceta bastante confuso y contraintuitivo. Entiendo que lo han dispuesto así para no tener que paralizar el ritmo de la acción con una tradicional rueda de selección, pero el esquema nunca termina de cuajar.
No es ningún secreto que Halo Infinite ha tenido una producción atormentada. El juego estaba programado para salir el año pasado con el lanzamiento de las consolas de nueva generación de Microsoft, pero la pobre recepción hacia los gráficos en verano llevó a la empresa a retrasarlo un año entero para depurar su apartado visual y terminar de afinar algunas cuestiones. Al ser un título intergeneracional (hay que recalcar que la Xbox One tiene ya ocho años), el apartado técnico es modesto aunque tirando a resultón. Donde se resiente de verdad es en el artístico, acusando una evidente falta de variedad en los escenarios. La superficie de Zeta Halo está compuesta por un único bioma de pinos y montañas escarpadas y las incursiones en su interior, que se podían haber aprovechado para componer estampas más detalladas, se reducen a pasillos azulados muy repetitivos. La dinámica de combate es sobresaliente pero una narrativa infructuosa y la sensación general de ir a lo seguro frustran las esperanzas de que este Halo consiguiera iniciar una nueva etapa para la historiada franquicia. El propio Jefe Maestro es un arquetipo de otra época, donde un personaje con la personalidad plana de un héroe de acción de los ochenta que en ningún momento se quita el casco podía funcionar como avatar del jugador. Es una propuesta anquilosada que nos resiente si le pedimos más. Vista la recepción general, imbuida de una nostalgia en sí misma desmoralizante, su rechazo visceral a ser más ambiciosa quizá no haya ido tan desencaminado. Habrá que esperar al año que viene para ver la serie de televisión en Paramount+ y ver si ahí, una vez libres del imperativo lúdico, consiguen cumplir la promesa que todo este universo esconde.