Antes de la pandemia, más de trescientos estudiantes al año acababan con su vida en Japón. No se pueden relacionar todos los casos con el bullying porque apenas hay estudios al respecto y las estadísticas no entran a analizar con profundidad el fenómeno. El dato lo proporciona Yoko Sawa, profesora del instituto Seryo de Yojohama, uno de los escenarios donde se desarrolla buena parte de la acción de Lost Judgment. Desde hace décadas, el acoso escolar ha ido ganando de manera progresiva espacio entre las preocupaciones de la sociedad, aunque generalmente a un ritmo mucho más lento del que debiera para poder implementar soluciones eficaces. Sin embargo, las particularidades de la sociedad nipona la convierten en el caldo de cultivo perfecto para que se desarrollen situaciones aberrantes y se multipliquen los desenlaces trágicos de una forma que cuesta entender en Occidente. Es un tema espinoso, en muchos aspectos tabú, que se produce en las sombras y al que el mundo adulto suele desestimar, negándole la gravedad que encarna. ¿Tiene Lost Judgment el arrojo y la perspicacia requeridas para abordar un asunto de esta envergadura?
Takayuki Yagami es un abogado que decidió abandonar la carrera judicial tras una experiencia traumática y ahora se busca la vida como detective privado en las calles de Tokio. Sus antiguos colegas del despacho están defendiendo a un expolicía arrestado por tocamientos a una joven en un tren gracias a la colaboración ciudadana. Sin embargo, cuando el hombre va a ser sentenciado, anuncia al tribunal la localización del cadáver de un joven en Yokohama, profesor del instituto Seryo, al que culpa del suicidio de su hijo años atrás, habiendo los dos sido estudiantes del mismo Seryo. Yagami es contratado por el director del colegio para descubrir si se suceden nuevos casos de bullying ante el acoso de la prensa, muy interesada por un caso tan rocambolesco. Las dos tramas, el abuso sexual en Tokio y el asesinato en Yokohama, se van entrecruzando y complicando de manera progresiva, añadiendo numerosos actores por el camino. De los propios colegiales, a unos profesores con muchos secretos, pasando por una desquiciada banda de crimen organizado y su líder, un psicópata protegido por los servicios secretos, escalando hasta revelar una cruenta batalla entre diferentes facciones del gobierno por el control del suculento fondo de pensiones de Japón.
Yagami combina sus dotes de investigador con unas efectivas habilidades para el combate cuerpo a cuerpo, pero, sin ningún género de dudas, el principal atractivo de Lost Judgment es el apasionante relato que se trae entre manos, una enrevesada trama de novela negra con docenas de personajes, grandes giros de guion, una genuina inclinación por el melodrama y un colmillo afilado a la hora de desgarrar sin piedad las miserias de la sociedad nipona. Es un juego arriesgado, al que no le tiembla el pulso a la hora de enfrentar a su protagonista con una horda de adolescentes sádicos con necesidad de un correctivo o al plantear un caso de abuso sexual como una ficción en pos de una coartada de hierro. Tampoco se arredra a la hora de juzgar con dureza la cobardía de una sociedad que tolera el suicidio entre adolescentes como algo inevitable, que aniquila la singularidad de sus jóvenes en aras de una malentendida igualdad colectivista o que reacciona con una hipocresía escandalosa a la hora de buscar culpables concretos. Los juegos de Ryu Ga Gotoku Studio, conocidos por la saga Yakuza, siempre han incluido cierta crítica social, pero al alejar el foco del romántico mundo de las mafias autóctonas se han visto con la libertad suficiente como para expandir horizontes y abordar temáticas de mayor calado y en mayor profundidad.
El principal engorro del juego es su fascinación por la verborrea desatada de sus personajes, algo que ya suele ser habitual en todas las obras del estudio. Ciertamente, la trama del juego es larga y muy enmarañada, con muchas piezas en movimiento. Pero los desarrolladores están tan temerosos de que el jugador se pierda que obligan a los personajes a unos excesos expositivos recurrentes que acaban con la paciencia de cualquiera, perjudicando el ritmo de una historia, que por lo demás, es magistral. Es evidente que los motivos de esas explicaciones constantes se deben en parte a cuestiones culturales, aunque estas recapitulaciones episódicas son capaces de acabar con la paciencia del más versado en los usos y costumbres de la sociedad japonesa. Sin embargo, es casi la única tacha que se le puede echar en cara. El reparto, encabezado por un solvente Takuya Kimura (actor y cantante extremadamente famoso en Asia), se entrega con entusiasmo a la empresa, manejando los diferentes registros con mucha experiencia, de las partes leves donde el relato ahonda en su vis cómica al drama más exacerbado. Mención especial merece Koji Yamamoto, que interpreta al misterioso Kuwana, un hombre atormentado por errores de omisión en el pasado y que lleva años embarcado en una cruzada personal para redimirse sin reparar en los daños colaterales que sus despiadadas acciones conllevan. Kuwana se sitúa en una encrucijada moral apasionante y todo su comportamiento se engloba en una enmienda a la totalidad de los arquetipos que aprisionan a la sociedad nipona. Su alianza tensa con Yagami compone la médula espinal del relato, cómo dos personajes tan parecidos en tantos aspectos acaban desarrollando conceptos tan diferentes de justicia, a pesar de sus respectivos traumas. Sus intercambios, tanto verbales como físicos, resultan fascinantes.
Lost Judgment aborda de manera exhaustiva el fenómeno del bullying en Japón y cómo las experiencias en la infancia pueden llegar a marcar el resto de nuestras vidas. El misterio nuclear que va desvelando poco a poco consigue mantener el interés en todo momento, hilvanando de manera magistral a los personajes de distintas generaciones en un mismo relato de acoso y maltrato continuado a lo largo de las décadas. El juego intenta explicar las razones que facilitan la aparición de estas situaciones y lanza preguntas constantes sobre el papel que ejerce la justicia en casos donde los culpables se esconden y excusan tras la mentalidad de grupo, son menores de edad o alegan una reacción sobredimensionada a unas circunstancias que, en el fondo, no dejan de ser comunes e incluso se entienden como parte de un rito de iniciación antes de llegar a la edad adulta. ¿Se puede acusar de inducción al suicidio a unos chavales solo por poner motes e intimidar a un estudiante? ¿En qué momento la presunción de inocencia y la falta de pruebas determinantes facilita un espacio de impunidad para los acosadores? ¿Es posible desterrar del todo unas conductas que se suceden de manera espontánea en los entornos adolescentes sin importar la cultura concreta? El juego examina de cerca el trauma ante el suicidio de un hijo, el sentimiento de culpa, el tabú social, el hermetismo emocional que condena a los jóvenes a sufrir en silencio y cómo un estado de derecho que se vanagloria de sus garantías constitucionales se muestra incapaz de poner coto a un fenómeno tan lamentable, así como las distancias que están dispuestos a recorrer aquellos que buscan una semblanza de justicia más allá del imperio de la ley. Una narración absolutamente magistral y uno de los mejores juegos del año pasado que hasta el momento no había encontrado el espacio para poder tratar en profundidad.