El 10 de octubre de 2012, en la Game Developers Conference de Austin, Chris Roberts anunció a bombo y platillo su regreso a la industria del videojuego tras varios años ejerciendo las labores de productor de cine con películas como Lucky Number Slevin (2006) y Lord of War (2005).
El proyecto que se traía entre manos era Star Citizen, un ambicioso simulador espacial en la línea de la exitosa saga que creó en los noventa, Wing Commander. Poco más tarde, lanzó una campaña en Kickstarter al ver el éxito que había tenido Tim Schaffer con su proyecto de aventura gráfica que más tarde se convertiría en Broken Age (2014).
La campaña tenía una meta de medio millón de dólares y consiguió recaudar 2,1 millones en un mes. Sin embargo, Roberts, al contrario que muchos de sus coetáneos, que acudían a la plataforma para arrancar sus proyectos, lanzó su propia web para recaudar al margen de Kickstarter y sortear las comisiones de la empresa, aumentando el monto hasta los 6,2 millones.
Y al contrario que todos los demás, decidió no parar la recaudación, prometiendo más y más funciones a cambio de financiación. En menos de un año, llegaron a los 15 millones y en 2014, antes de llegar a los 40, el Libro Guiness de los Records ya los certificó como la mayor campaña de crowdfunding de la historia.
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En 2012, Roberts aseguraba a sus potenciales mecenas que el juego saldría en apenas dos años, ya que ya llevaban más de un año de preproducción y más tiempo “haría que las cosas empezaran a quedarse anticuadas”. Evidentemente, tantas promesas en forma de stretch goals (al llegar a hitos de financiación se añadían nuevas características al juego) iban a cambiar por completo el plan inicial.
Algunas eran cuestiones sencillas, como naves espaciales o armaduras, pero otras mucho más complejas, como combate en primera persona o el contratar a lingüistas para desarrollar idiomas alienígenas. Cuando llegaron a los 65 millones de financiación, a finales de 2014, la compañía abandonó la política de ir prometiendo cosas y trató de concentrarse en lo que ya tenía sobre la mesa.
¿En qué se había convertido Star Citizen? En un proyecto monstruoso que buscaba fusionar un universo multijugador persistente y masivo (un MMO) con una robusta campaña narrativa denominada Squadron 42 y diferentes módulos jugables que incluían combate de naves espaciales, exploración de mundos, minería, combate de infantería, comercio y muchas más funciones. Tenían un flujo constante de capital para sostener un equipo de cientos de desarrolladores, pero tenían por delante la misión más complicada de todas: la coalescencia de todas esas ambiciones en un proyecto comercial viable.
Diez años ha tardado Roberts Space Industries en llegar a los 500 millones de financiación colectiva. El ritmo de recaudación no solo no ha disminuido, sino que ha permanecido constante con algunos años donde ha aumentado de manera puntual. Más de cuatro millones de personas han contribuido con su dinero. ¿Por qué?
El juego no ha salido de manera oficial, pero hay varios módulos disponibles donde los mecenas pueden probar las funcionalidades que el equipo va a añadiendo. Es decir, es jugable. Todavía faltan muchos elementos, sistemas y mecánicas; está plagado de bugs visuales y de otro tipo, falta mucho contenido… Pero es jugable.
Cuatro millones de personas no han enloquecido por completo (algunos gastándose miles de dólares en grandes naves virtuales), sino que quieren creer en la promesa que les hizo Chris Roberts hace una década. La promesa del videojuego total. Ideal, perfecto, puro en sus pretensiones. Y absolutamente irrealizable.
Lo que ha sucedido con Star Citizen es algo muy habitual en la industria, aunque nunca a un nivel tan pronunciado. El término que se usa es feature creep y hace referencia a cuando los diseñadores van añadiendo nuevas características y sistemas en el juego conforme avanza el desarrollo, incapaces de dejar ideas fuera, abotargando tanto el título que se vuelve ingobernable.
Una de las promesas de la financiación colectiva en videojuegos era dejar fuera de combate a las editoras. Los publishers actúan como los hombres de negro de los desarrollos. Adelantan el dinero, pero imponen las condiciones y exigen resultados. Es imperativo cumplir con sus plazos para salvaguardar la integridad del proyecto. Llegado el momento, no les tiembla el pulso a la hora de cancelar un juego en el que han invertido millones, sobre todo si no se ha anunciado públicamente.
Sin una publisher que contentar, sin una supervisión efectiva sobre el uso de los fondos por parte de un agente externo, Chris Roberts se ha abandonado a sus excesos. ¿Dónde ha ido el dinero? Principalmente a los cientos de desarrolladores en ocho estudios diferentes, pero también al talento de Hollywood. Para el modo campaña, Squadron 42, Roberts ha utilizado sus contactos en la industria del cine para reclutar a actores de la talla de Gillian Anderson, Mark Hamill, Henry Cavill, Ben Mendelsohn o Gary Oldman, que probablemente grabaron todas sus escenas hace por lo menos un lustro y que quizá se pregunten si podrán ver el resultado algún día.
A lo largo de estos diez años ha habido de todo: numerosos plazos de entrega incumplidos, planes desechados, un cambio de motor gráfico (de Crytek 3 al Lumberyard de Amazon), demandas en los juzgados por parte de mecenas insatisfechos y cansados de esperar, acusaciones de estafa, fraudes en el mercado gris (intermediadores en la compraventa de naves) y todo tipo de insinuaciones espurias sobre lo que realmente están haciendo con la ingente cantidad de dinero acumulado.
A pesar de todo, el acorazado sigue adelante. En un entorno industrial normal, el juego se habría cancelado hace varios años. Pero esa opción no está sobre la mesa en este caso, ya que tienen a más de cuatro millones de mecenas/inversores que tendrían muchos argumentos para ganar una demanda colectiva. Hace mucho tiempo que Roberts no promete una fecha determinada para nada.
La gran pregunta es, ¿llegará Star Citizen algún día a las tiendas? ¿Podrá comprarse una versión de lanzamiento que se pueda considerar un producto terminado? Salvo un cambio radical en los próximos dos años, lo dudo mucho. Los videojuegos son ante todo un producto tecnológico, y no se puede hacer algo durante diez años y permanecer en la vanguardia.
Star Citizen, aunque nunca llegue a lanzarse de manera comercial, es uno de los videojuegos más importantes de la historia. No solo por su ingente presupuesto amasado con las contribuciones voluntarias de jugadores anónimos, sino porque pone en solfa varias realidades ineludibles.
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La primera es que las ambiciones de los creativos deben estar supeditadas al control de los editores, los productores, los ejecutivos grises de marras que conocen la realidad del mercado y entienden el panorama global. Personas que puedan poner distancia con el proyecto y que puedan tomar las decisiones difíciles llegado el caso.
La segunda es que el desarrollo de videojuegos de alto presupuesto se está volviendo insostenible. Hace dos décadas, se podía hacer un título puntero en dos años. Hoy en día tenemos ejemplos que llegan a los siete u ocho, con código reescrito de manera constante al quedarse obsoleto antes de terminar el proyecto. La tercera es el enorme peso de las expectativas y su coste inherente.
Los videojuegos son el medio de los sueños. Con cada generación, los creativos han ido empujando la frontera de lo posible, favoreciendo un clima donde los jugadores proyectan todas sus ilusiones sobre un título. Sucedió con Cyberpunk 2077 y con No Man’s Sky, títulos que se vendieron como experiencias transformativas antes de darse de bruces con el hecho de que eran obras imperfectas creadas por humanos, no por máquinas.
Con Star Citizen sucede lo mismo. Hay gente concreta detrás de este monolito. Chris Roberts y un equipo de cientos de personas que trabajan con las limitaciones tecnológicas y humanas propias. La promesa del videojuego total era eso, una fanfarronada de un creativo entusiasta.
El diseño procedural y los avances en inteligencia artificial nos están permitiendo vislumbrar un mundo donde podamos llegar a apreciar el arte creado por máquinas. Pero todavía no estamos ahí. Y quizá eso esté bien.
Quizá podamos algún día estar en paz con un proyecto de 500 millones de dólares que voló muy cerca del sol, incineró su velamen interestelar y quedó suspendido en el vacío, a la deriva en la noche interminable, brillando acaso con el resplandor pretérito de una estrella muerta.