En la industria del videojuego abunda el término “sucesor espiritual”. ¿Qué quiere decir exactamente? Es una característica que se suele atribuir a los juegos que canalizan la esencia –ya sea ideas de diseño, atmósfera o compases narrativos– de un juego anterior pero que, por diferentes razones, no forman parte de la misma franquicia. Normalmente suele ser por una cuestión de derechos, pero no siempre. Por ejemplo, Sekiro: Shadows Die Twice (2019) surgió muy probablemente como un reinicio de Tenchu, algo que explicaría la colaboración entre Activision y From Software.
Sin embargo, en algún momento del desarrollo, alguien con poder (Hidetaka Miyazaki o, lo más probable, un alto ejecutivo de Activision) tomó la decisión de crear una nueva propiedad intelectual. Si fue porque consideraban que la saga Tenchu estaba muy devaluada y el nombre no aportaba mucho a la (ya de por sí establecida) marca de Hidetaka Miyazaki o porque los elementos folklóricos se alejaban mucho de lo que había sido, tampoco es tan importante. Lo esencial es que el estudio quiso volver a una propuesta de sigilo –una fantasía de ninjas en el Japón feudal como habían hecho antes en su historia– con todo lo aprendido desde que el director de Dark Souls (2011) transformó la filosofía de diseño de From Software de arriba abajo.
El caso de The Callisto Protocol, sin embargo, es mucho más evidente y mundano. Glen Schofield estuvo involucrado en el primer Dead Space antes ir a fundar Sledgehammer Games, uno de los pilares actuales de la mega franquicia Call of Duty. Tras su andadura en Activision, convenció a los coreanos de Krafton (con mucho dinero para gastar después del inesperado y colosal éxito de PUBG) para que le extendieran prácticamente un cheque en blanco.
Dead Space es propiedad de Electronic Arts, que después de años de dormirse en los laureles decidió casi al mismo tiempo poner a uno de sus mejores estudios, Motive, a trabajar en un remake del primer juego que está previsto que salga el mes que viene. Con dinero pero sin la marca, Schofield ha hecho lo mínimo indispensable para que no lo acusen de plagio descarado, y en los puntos donde sí ha optado por innovar se ha caído con todo el equipo. ¿Puede surgir algo bueno de un intento tan obvio de canibalizar el pasado?
Callisto, una de las lunas jovianas, es el inhóspito enclave de Black Iron Prison, donde en el año 2320 Jacob Lee aterriza forzosamente después de que unos terroristas aborden su carguero. En vez de ser socorrido, el alcaide decide ponerle con los demás presidiarios. Casi inmediatamente, las luces de emergencia se encienden por toda la prisión, abriendo las celdas. Una infección monstruosa ha hecho mutar a la mayoría de presos, convirtiéndolos en zombis espaciales hiperagresivos. Jacob se alía con Elías, de la celda contigua, que se conoce la prisión como la palma de su mano y le asegura que si trabajan juntos pueden sobrevivir al desastre y escapar de la pesadilla.
El argumento del juego no evoluciona mucho más allá de su premisa inicial. Hay un par de desarrollos con potencial en la recta final, pero es evidente que a Schofield no le interesa demasiado. Se han gastado un pastizal en contratar los servicios de Josh Duhamel y Karen Fukuhara que, sin ser grandes estrellas, sí tienen un cierto historial y trabajos interesantes tanto en cine como en televisión.
A pesar de ser un juego intergeneracional, el trabajo gráfico es muy sorprendente, tanto en el modelado de los personajes (con un nivel de fotorrealismo apabullante que capta cada poro de los actores) como, sobre todo, en unos escenarios metálicos donde la iluminación indirecta hace todo tipo virguerías para crear un ambiente tétrico, repleto de sombras definidas y neblina artificial. Se nota aquí la formación visual del director del juego y su decisión de volcar todo el abultado presupuesto en conseguir un apartado audiovisual muy potente que entra por los ojos. Pero un juego como este, un survival horror, no es una película. Hay que jugarlo. Se tiene que sentir bien a los mandos. Y es ahí cuando The Callisto Protocol se desmorona irremediablemente.
['Sekiro', el lobo de un solo brazo afila la katana]
¿Cómo es posible que una superproducción de este nivel salga al mercado en estas condiciones? ¿No hay nadie al timón que haya encargado sesiones de playtesting o consultoría para agitar la bandera roja en aspectos claves? El juego hace gala de unas profundas carencias de diseño que se me antojan inexplicables, una miríada de problemas evidentes y de faltas de ajuste en el combate que lo convierten en una colección de frustraciones totalmente superflua.
Para distinguirse un poco de Dead Space (2008), Striking Distance ha puesto mucha atención en un sistema de combate cuerpo a cuerpo, una idea que podría haber sido interesante si no estuviera tan catastróficamente mal implementada. No es cuestión de elaborar aquí un análisis pormenorizado de por qué no funciona, pero solo quiero puntualizar dos cosas. Primero, el sistema de esquives con el joystick en vez de un botón (como hace The Last of Us Part II, por ejemplo) es una complicación innecesaria. Dos, es un sistema que solo funciona en el uno contra uno y cuando hay más enemigos y te atacan por la espalda, estalla en mil pedazos.
Un diseño de niveles muy pobre que no deja claro qué camino es opcional y cuál es primordial, creando momentos absurdos de duda por temor a pasar página demasiado pronto en un juego lineal que no deja volver atrás. Un sistema de mejoras descompensado que no marca grandes diferencias. Absurdos picos de dificultad en momentos concretos y un diseño abominable de jefes finales. Al examinarlo más de cerca, al juego no hay por dónde cogerlo. Está plagado de momentos frustrantes, de una injusticia flagrante con el jugador que rompe cualquier pacto lúdico.
Hay un cierto discurso populista en redes que tiende a valorar a los críticos de videojuegos como gente que no sabe jugar y que pone malas notas cuando un juego se vuelve un poco exigente. Es un argumento estúpido que se cae por su propio peso, solo hace falta ver la recepción de títulos como Sekiro, Celeste, Cuphead o Hollow Knight. No somos jugadores profesionales de Street Fighter, pero no nos dedicaríamos a esto si nuestras capacidades estuvieran muy por debajo del arquetipo para quien los estudios desarrollan sus juegos. Con The Callisto Protocol no es una cuestión de dificultad. El juego te está constantemente ofreciendo inyecciones curativas y munición. Es que está mal hecho, así de simple.
Mención aparte merece el jefe final. Realmente solo hay dos jefes en todo el juego. El primero lo repiten cuatro veces y en todas es una basura, pero el final es un despropósito absoluto. Tiene tantos problemas, está tan mal diseñado y es tan, tan arbitrario que pareciera que nadie en el estudio lo hubiera probado antes de meterlo en el juego. Es algo que nos retrotrae a une época pretérita cuando el desarrollo de videojuegos no estaba tan profesionalizado y los libros de diseño se escribían sobre la marcha, tiempos donde los juegos de Sierra incluían caminos sin salida o puzles irresolubles y la gente se encogía de hombros y lo asumía. The Callisto Protocol incluye muchos percances que son inadmisibles hoy en día.
Hace unos meses, Glen Schofield se vanagloriaba en redes de cómo obligaba a su equipo a trabajar jornadas de 15 horas y hasta 7 días a la semana en uno de los alegatos más insensibles con el discurso público actual que se recuerdan. Es evidente que el juego se ha hecho con prisas y que nadie ha puesto demasiada atención a cuestiones básicas. Al final, lo que queda es un virtuosismo audiovisual al servicio de la nada más absoluta.
The Callisto Protocol es un proyecto cínico y torpe que busca canibalizar la nostalgia que un nicho de mercado pueda sentir por Dead Space, pero que parece no entender por qué ese juego fue revolucionario en su día y dejó una marca indeleble en quienes lo jugamos entonces. No hay rastro por ningún lado de ideas originales o premisas estimulantes. En su lugar, una falta de cuidado criminal en todo lo que no se puede transmitir en materiales promocionales.
Todo ha sido orientado a una gigantesca campaña de marketing para recaudar el dinero de incautos que cedieran a las ansias de reservar un juego que el propio estudio se preocupó de mantener lejos de las manos de los periodistas hasta el último momento, limitando mucho el acceso de los críticos y embargando sus piezas hasta el mismo día que salía al mercado, algo que en el fondo demuestra que sabían perfectamente la calidad de lo que estaban vendiendo.
Veremos si Schofield y su equipo de Striking Distance tienen la ocasión de redimirse o los coreanos de Krafton les quitan el apoyo. En una industria tan competitiva, que un juego tan mediocre acapare este nivel de atención cuando otros mucho más meritorios se tienen que contentar con las migajas no deja de ser una desgracia.