El asunto de los remakes siempre es contencioso en el discurso cultural. El concepto tiene mala fama por la costumbre de Hollywood de hacer versiones para el mercado americano de hits internacionales o nuevas versiones de películas imperecederas que no suelen resistir las comparaciones y deslucen su legado. Sin embargo, los videojuegos son quizá el medio donde realmente tienen su lugar, su razón de ser. La posibilidad de eliminar las trabas tecnológicas que limitaron a los creadores del pasado y garantizar la preservación de juegos que ya no son compatibles con las máquinas actuales son argumentos poderosos para abordarlos.
Al mismo tiempo, estamos ahora mismo inmersos en una época donde las empresas quieren jugar sobre seguro y limitar al máximo los riesgos. Explotar la nostalgia y el valor de ciertas marcas es una forma de hacerlo. A eso se suma que el término remake ha terminado siendo polisémico, un paraguas donde entran diferentes interpretaciones que cubren un amplísimo rango de dedicación y esfuerzo, de proyectos hechos desde cero que lo cambian casi todo a meros retoques estéticos. Es precisamente la tarea de los críticos separar el grano de la paja, analizar con cuidado cada caso y responder a las preguntas que realmente importan: ¿es necesario? ¿aporta algo de valor? ¿cumple una función más allá de la meramente comercial?
Isaac Clarke (que debe su nombre a dos de los autores de ciencia ficción más celebrados) es un ingeniero que forma parte de la tripulación que acude al rescate de la USG Ishimura, una gigantesca nave dedicada a la explotación minera de planetas enteros. Su mujer Nicole, médico de la Ishimura y a la que lleva seis meses sin ver, ha conseguido mandarle un mensaje críptico que dispara su preocupación. Cuando el equipo de rescate entra en la nave, se sorprenden al ver todos los sistemas esenciales desconectados.
Sin embargo, el desconcierto deja rápidamente paso al terror más absoluto cuando son atacados por unos monstruos horripilantes, extrañas mutaciones de lo que antes eran los cuerpos de los habitantes de la nave. En una lucha desesperada por sobrevivir, Isaac va componiendo el puzle de una situación donde se cruzan conspiraciones gubernamentales, parásitos alienígenas y la iglesia de la Unitología, una peligrosa secta obsesionada con trascender la muerte biológica.
Dead Space es puro body horror. Hay una línea genealógica indiscutible entre el Cronenberg más desatado, el Ridley Scott de Alien (1979) y el John Carpenter de The Thing (1982) que conecta con los necromorfos, las aberrantes mutaciones que se esconden en los conductos de ventilación de la nave, planteando emboscadas que causarán más de un sobresalto al jugador. La única manera de pararlos es procediendo a una desmembración estratégica con las herramientas que Isaac va encontrando, empezando con el cortador de plasma, versátil y preciso donde los haya.
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En su momento (año 2008) fue una vuelta de tuerca sobre los tradicionales zombis de Resident Evil que funcionaba realmente bien, con las diferentes fisonomías aportando escenarios donde cada enfrentamiento se convertía en un puzle donde era fundamental mantener la cabeza fría para conservar munición. Estos cimientos permanecen inalterados y siguen funcionando quince años después.
Lo que sí ha cambiado es la propia Ishimura, ahora totalmente interconectada y que se puede explorar de punta a punta sin tiempos de carga. El tranvía sigue existiendo para viajar rápidamente entre secciones, pero el diseño de niveles otorga una mayor sensación de cohesión a todo el conjunto. Las fases de gravedad cero también han sido renovadas, con un control más directo y eficaz sobre el protagonista. Motive también ha implementado nuevos puzles y situaciones con dilemas terroríficos, como una sección donde hay que destinar la electricidad a mantener las luces encendidas o a mantener el flujo de aire, pero no ambos.
La mayor inclusión en cuanto a contenido es la implementación de dos misiones secundarias que ilustran las andanzas de dos personajes concretos (uno de ellos Nicole) durante la catástrofe inicial y que sirven para afianzar una narrativa que examina el poder corruptor de una secta que mantiene muchos paralelismos con la Iglesia de la Cienciología. Todos los personajes están más perfilados, sobre todo un Isaac que, en esta ocasión, habla y permite que el jugador atisbe su complicada relación con Nicole.
El Dead Space de 2008 ya era un juego puntero en su día. El salto de dos generaciones de consolas es notable (sobre todo en la iluminación, que es fantástica y permite crear unos claroscuros aterradores) pero no transformador. Si tuviera que adivinar, diría que las razones de este remake se centran en un intento de Motive por convencer a Electronic Arts de que son dignos herederos de una saga que quedó huérfana tras el cierre de Visceral Games en 2017. La producción ha sido muy ágil (dos años y medio, casi nada para los estándares actuales) y el resultado es encomiable. Es una recomendación obvia para los que no lo jugaron en su día, pero una compra más difícil de justificar para quienes sí lo hicieron.
Lo que sí que queda claro es que, en su competición directa con The Callisto Protocol (que salió hace apenas dos meses), Dead Space es infinitamente mejor en todos los aspectos y este remake no hace más que evidenciar hasta qué punto Glen Schofield y Striking Distance Studios erraron el tiro. Motive ha tenido la inteligencia suficiente como para no tocar lo fundamental y para expandir en los aspectos mejorables, ofreciendo un título más redondo. Ojalá sirva para convencer a Electronic Arts de que merecen llevar las riendas de la franquicia a nuevos horizontes.