La sombra de BioShock (2007) es alargada. El juego de Ken Levine imaginó una urbe en el fondo del mar donde las ideas de Ayn Rand habían calado hondo, una utopía objetivista donde los avances científicos y un individualismo exacerbado habían propiciado una sociedad ultraliberal sin los grilletes de una moral impuesta y artificial.
Atomic Heart, en todos los sentidos, es la respuesta rusa, sustituyendo el art déco de Rapture por la arquitectura estalinista de Instalación 3826 y a los hackers genéticos enloquecidos por robots fuera de control. Es un juego de acción con una construcción de mundos densa y repleta de detalles que demuestra una pasión irreductible por el futurismo soviético y una amalgama de ideas pertinentes sobre la evolución tecnohumana. Sin embargo, ¿es suficiente para construir un juego eficaz alrededor con una identidad propia que justifique su existencia?
En un 1955 alternativo, la Unión Soviética ha alcanzado la primacía mundial frente a los Estados Unidos gracias a los progresos tecnológicos del profesor Sechenov, entre los que destacan el descubrimiento de la sustancia Polymer y una red neuronal denominada Kollektiv 1.0 que gestiona el funcionamiento de asistentes robotizados a gran escala.
En Instalación 3826, una ciudad secreta en la inmensidad de Kazajistán donde se investigan formas de colonización espacial, se trabaja a contrarreloj para implementar la integración plena de la humanidad, a través del Polymer, en la red neuronal. El mayor Nechayev acude a los fastos de la inauguración en la metrópolis futurista cuando, sin previo aviso, los miles de robots que la pueblan activan el protocolo de combate, previsto ante una invasión enemiga, e inician una masacre. Mientras el politburó trata de maniobrar para esconder el desastre reputacional ante el mundo, Sechenov instruye a Nechayev para dar con el responsable y garantizar el lanzamiento de Kollektiv 2.0 en todos los ciudadanos de la Unión Soviética.
Atomic Heart es un juego que trata de abordar las grandes ideas sobre por dónde discurrirán los caminos del transhumanismo, esta vez desde la perspectiva añeja de un futurismo soviético pasado por el filtro de Stanilav Lem. Es un juego que exhibe sin complejos una verborrea muy acusada, con conversaciones interminables entre el protagonista Nechayev y Charles, su asistente en forma de guante Polymer, que tratan de desgranar el intrincado universo que Mundfish ha preparado.
Dejando a un lado la conveniencia o no de vomitar toneladas de exposición de una forma tan inorgánica, el principal problema narrativo radica en el propio Nechayev, un mastuerzo insoportable que debe corresponder a la idea que los rusos tienen sobre cómo debe ser el perfecto hombre de acción según el paladar americano.
Nechayev es, simple y llanamente, un personaje nefasto, desprovisto de cualquier profundidad o comportamiento susceptible de ser contemplado como humano. No es solo que resulte antipático, dedicándose a insultar y antagonizar a todo el que se encuentra, sino que hace gala de un humor pasadísimo de rosca que hace la difícil tarea de resultar al mismo tiempo anticuado y completamente fuera de lugar en los años 50. Sus estúpidos latiguillos (¿Crispy critters? ¿En serio?) y su evidente psicopatía exigen un alto grado de tolerancia, y todo para preparar el terreno para un giro de guion a última hora que se ve venir a la legua.
Es difícil encontrar ejemplos de juegos que exhiban tanta promesa durante sus compases iniciales para acabar tan defenestrados
Resulta tan detestable que está a punto de dar al traste con todas las estimulantes ideas a las que se ve expuesto durante su periplo por Instalación 3826. Quizá jugarlo en ruso como recomiendan los desarrolladores mejore la experiencia general, pero el tamaño minúsculo de los subtítulos y su tendencia a entablar conversaciones durante las fases más frenéticas de combate lo hicieron impracticable.
A pesar de todo, el juego podría haberse hecho un hueco en el competitivo panorama actual. Las primeras horas son muy meritorias, con una secuencia inicial absolutamente espectacular que es capaz de mirarle de tú a tú a la primera inmersión en Rapture o al desembarco en la Columbia de BioShock Infinite (2013). La dirección de arte está muy depurada y consigue maridar a la perfección el brutalismo interior de los complejos subterráneos, con sus pasillos interminables y las hileras de oficinas de un funcionariado absolutista, con la elegancia de unas infraestructuras que discurren por el paisaje sin estropearlo y los imponentes colosos broncíneos de propaganda socialista.
En esas primeras horas, el juego tiene un foco claro y está centrado en lo que importa, con puzles ingeniosos, claridad en los objetivos y un magistral control de los tiempos. Y luego opta por un esquema de mundo abierto y toda pretensión de ritmo o equilibro jugable se desmorona como un castillo de naipes.
Es difícil encontrar ejemplos de juegos que exhiban tanta promesa durante sus compases iniciales para acabar tan defenestrados. En su intento por alargar de manera artificial la duración del juego, Mundfish ha tomado todas las malas decisiones posibles, ofreciendo una experiencia agotadora, torpe y frustrante; un juego al que parece molestarle que alguien pueda interactuar con él y divertirse.
La letanía de mecánicas desatinadas es demasiado larga para incluirla en esta crítica, pero cualquier consultor con un mínimo de conocimiento del medio les podría haber advertido antes de que fuera demasiado tarde. Sin embargo, algunas pifias se llevan la palma. Primero, el asalto constante de robots que se reconstruyen son una pérdida de recursos que no invita a explorar para nada. Segundo, todo lo relativo al crafting y la economía interna del juego es un engorro innecesario. Tercero, la arbitrariedad más absoluta lo impregna todo, desde la munición que recibes hasta las armas que el juego dispensa, provocando todo tipo de situaciones estúpidas. Me pasé el 95% del juego con cuatro armas, recibiendo toneladas de munición para el Kalash y el Fat Boy que no podía usar y que hasta el último momento el juego no tuvo a bien ofrecerme en uno de sus cofres aleatorios. Si hubiera tenido a bien hacerlo, todo hubiera sido más digerible.
Por toda la fascinación que despierta la innovadora estética de la ucronía soviética que Mundfish ha pergeñado, el juego se hunde cuando abraza las tendencias más ramplonas y manidas del diseño jugable contemporáneo. No tengo dudas de que si hubieran apostado por un juego más lineal, donde los diseñadores de niveles ejercieran un control más directo, el juego habría ganado enteros. Pero a la postre, Atomic Heart dista mucho de los referentes que busca emular, con una falta de cuidado y de pulido que los grandes títulos occidentales o japoneses simplemente no se permiten. Es el primer juego del estudio y está claro que les ha podido la ambición y que han pecado de novatos en muchas cosas. Al mismo tiempo, la guerra de Ucrania también ha tenido su incidencia en el desarrollo.
Ucrania les ha identificado como parte del aparato de propaganda ruso y ha pedido a las principales plataformas que cesen la distribución del juego
Por mucho que hayan instalado su cuartel general en Chipre y que se presenten como un equipo internacional y multicultural, a nadie se le escapa que no es más que una estratagema para evitar las sanciones y las iras de una opinión pública mundial que aborrece el papel que sus compatriotas están jugando en las atrocidades del Kremlin.
El ministro de Transformación Digital de Ucrania Mykhailo Fedorov les ha identificado como parte del aparato de propaganda ruso y ha pedido a las principales plataformas que cesen la distribución del juego. Realmente no sabemos la identidad real de los inversores en el estudio, pero se especula con que algunos de ellos sean oligarcas de Gazprom y otras empresas que forman parte de la órbita más cercana a Putin.
Todo esto no dista mucho de la campaña de rechazo a la cultura rusa que se ha venido dando en muchas instituciones y ámbitos occidentales en el último año. Son heridas que tardarán todavía en ser suturadas. Y si hay que renunciar a algo, Atomic Heart es desde luego una pérdida mucho más asumible que Dostoievski o el Ballet Bolshói.