El fuego amigo. Junto al árbol del rock en la encrucijada del trazado de la autopista
Hace unas semanas me encontré con un libro del escritor, crítico y bloguero musical y músico Luis Boullosa. El puño y la letra (2013), que así se llama, aparentemente trata sobre las intersecciones entre la creación literaria y lo que él denomina “rock & roll underground”. Lo empecé y lo devoré. Se trata de un texto escrito con un fuerte sentido del estilo (o de la actitud, si se prefiere) y su forma es de por sí una coherente y honesta declaración de principios. La escritura de Boullosa huele a rock por sus cuatro costados pero no suena estanca sino ágil y busca describir rincones de la experiencia que normalmente le han pasado desapercibidos a los apologetas de esta música. Transmite el ímpetu, la incorruptibilidad y la ilusión de un creyente día a día renovado, o quizá renacido tras cada mala resaca depresiva el día después de un concierto malo e innecesario, tras cada mediodía de lejía deslizándose por dentro en que la mente se empeña en pensar que todo está perdido, que entre todos los atletas torpes y profanos del rock reciente se les cayó la olímpica llama eterna al abismo de estos tiempos y ésta ya no se distingue de la oscuridad.
Decimos que se supone que El puño y la letra habla de rock y literatura. Para ello vierte las conversaciones con diez músicos que a él le parecen esenciales para entender tal matrimonio de artes, intercalando sus propias disertaciones, siempre bien tensadas, con entrevistas con tales fabricantes de canciones. Por supuesto, el subtítulo del libro no miente y éste sí parte de tal reflexión sobre rock y literatura. De hecho contiene una defensa a ultranza de la importancia de los textos y su arte en cierta clase de canción popular y, paralelamente, por una denuncia de la falta de atención a tal aspecto, tan importante en la construcción de sentido del rock.
Boullosa comienza dando motivos de agridulce optimismo. Según él, y de ahí este libro-árbol, hay ahora mismo cientos de voces en el rock que escriben literatura de la mejor calidad y el talento sigue ahí, en el callejón. Pero la creación depende también del receptor. Según su tesis viviríamos en una época de falsa parálisis del rock, más debido a la sordera de un público sometido a ese exceso de información que no nos deja atender a lo nuevo y valioso que está aflorando. A esa sordera también contribuiría bastante el estancamiento de parte del mensaje rockero por su tendencia a creer “la vieja falacia de que cualquier tiempo pasado fue mejor.” Debido a ello, el rock seguiría recurriendo a los símbolos del pasado, surgidos esencialmente de los mitos del folklore estadounidense en la época de la Gran Depresión. La obsesión con el rollo retro chocaría con la capacidad de innovación del rock. No es el género o la estética lo que ha perdido vigencia sino su forma y sobre todo unos mitos que conviene renovar. Eso que según él hacen aún hoy emblemas y semidioses como Dylan y otros menos veteranos o cubiertos por la sombra del gran espectáculo como (en orden de aparición) Gareth Liddiard, Ryan Sambol, Pete Simonelli, Grant Hart, Kim Warsen, Brendon Humphries, Matt Korvette, Aidan Moffat, Julian Cope o Michael Gira.
A partir de este punto, deja caer con cierto disimulo la abultada semilla del conocido discurso de la autenticidad como baluarte y el autor trata de identificar las causas del abandono del buen camino y el descontento. Así, una pregunta es lanzada por la autenticidad (el triunfo de la honestidad y la falta de trucos en la expresión libre y total, supuestamente redescubierta por última vez por el punk) y comienza a sobrevolar el libro hasta obtener su conclusión: “¿de dónde vienen las canciones? ¿Son nuestras esas visiones o provienen del exterior y nos poseen?” El autor se contesta siguiendo una reconocida fijación por Robert Graves (cita La diosa blanca) hasta llegar a una separación: la que se dio entre los bardos de corte y los cantores ambulantes de la antigua Gales. La incorruptibilidad de los segundos es lo que les llevó a poseer la verdad. Separación que debe aplicarse al rock, o de la que el rock de los auténticos artistas es heredero, como quiera verse. Esto enlaza a la perfección con las declaraciones de Grant Hart en su capítulo, en otra afirmación que acaba siendo una de sus claves: no todo el mundo es artista ni tiene potencial para ello, el talento es una bendición pero hoy “el artista ha sido saboteado y ese sabotaje ha sido disfrazado de evolución democrática”. Vaya con Hart.
El libro aumenta la fuerza y número de sus latidos en sus peleas y cuestionamientos laterales, como la que se dedica a cavilar (junto a un lucidísimo Aidan Moffat) sobre la pertinencia de los discos conceptuales y sobre si no encierra acaso cualquier gran disco de rock un concepto central. En este capítulo también se habla de las relaciones y posible confusión entre literatura y rock y sobre el machismo y la histórica falta de perspectiva femenina liberada en el rock y en su análisis. También se toca apenas de pasada la sensación de que en los últimos veinte años ha aumentado la sedimentación de carga filosófica en las letras del rock. Temas estos y algunos más, tan interesantes como a menudo despreciados en esta clase de análisis, que por desgracia aquí tampoco se tratan con más profundidad. Al ver a Boullosa hablar sobre ellos con Moffat o en esa alucinada conversación con Kim Warsen, uno tiene la sensación de que pensando acerca de cosas así se pueden sacar conclusiones diferentes y quizá hasta nuevas sobre la vigencia de los modelos rockistas.
Como decimos, esos temas son sólo un paréntesis, altos en un camino que persigue un destino final, un desenlace que según va estando más cerca, más parece haber sido previsto por el autor y que reza: el rock es el último coletazo de una vieja magia y sus artistas, integrantes de una sociedad arcaica encarnada por una casta juvenil inserta en la sociedad moderna. Una sociedad de aquellos que se apartaron de la complacencia para elegir (como los héroes, los santos y mártires) un paisaje, un claro remoto en el bosque, rodeado de espinas.
Al final del libro, entusiasmado por los encuentros oratorios con Julian Cope y Michael Gira (y, de nuevo con la guía de Robert Fraser), lo que propone Luis Boullosa es conectar al artista rock con esa casta mucho más ancestral: la que se remonta a los chamanes y los conocedores de una magia previa a las grandes religiones antiguas, desfila con los bardos de Gales que dejan atrás la corte, surca a los grandes poetas barrocos, románticos y simbolistas y algunas de las mentes literarias más sediciosas del siglo XX. Éste es el reino de Oz, la apuesta por los constructores de canciones rock revestidos de sacralidad pagana, reyes sacerdote con la misión de desvelar la profunda realidad del mundo. Junto con el ermitaño que niega el mundo y el destructor que trata de restablecer el principio, dice Boullosa: “en los últimos tiempos me aferro bastante a esa posibilidad del artista como el tercer canal activo y aglutinador”. Pura literatura, claro. Apasionada literatura.
Termino el libro con la idea de que quizá ya hay suficientes sociólogos y musicólogos tratando de explicar con herramientas más o menos científicas y con no demasiado éxito los misterios de la música popular. Y que quizá hagan falta más poetas como Boullosa, que lo viven desde dentro como una adicción. Pero al mismo tiempo, según paseaba por sus páginas ha ido creciendo en mí el descontento y el desconcierto por el olvido de cosas esenciales para poder considerar un texto así algo más que una búsqueda poética.
Hay una tendencia consolidada en el análisis y las apologías del rock & roll que prefieren acudir a las fuentes antes que su propia constitución. Como si un cristiano sólo leyera el Antiguo Testamento, digamos. Quiero decir con esto que a menudo se opta por pensar en el rock como el hijo de los folklores blancos y negros estadounidenses de las primeras décadas del siglo pasado, olvidando como quien no quiere la cosa la tremenda cantidad de operaciones económicas, tecnológicas, políticas y sociales que andan detrás del verdadero nacimiento. Olvidando, por ejemplo, qué fue Elvis o antes aún, olvidando a aquel tipo tirando a vejestorio, Bill Haley con sus Comets que inició la revuelta adolescente poniendo música a la rebelión escolar de Semilla de maldad, ¿recuerdan?
Detrás del concepto de auténtico, de arte y artista verdaderos, elaborado por la cultura del romanticismo y sus entusiastas lecturas de lo sublime, trasladado a la épica de la Gran Depresión, se arremolinan esos otros que aquí se miran pero no se tocan: las características de fuerza y potencia tan patriarcales; el imperio de la ética calvinista del éxito y el esfuerzo; la absurda apología anti-tecnológica, por poner tres ejemplos. Englobando todo ello está la ignorancia de esa gran idea de la autenticidad de lo falso (la imposibilidad de que exista una única verdad, la construcción social de la autenticidad, y la única forma de mostrar algo verdadero en la música es asumiendo su falsedad). Idea que precisamente desveló el punk y fue reconocido por mucha de la música popular que vino después.
“¿Puede considerarse el rock & roll como música folk?” se pregunta Boullosa a mitad del libro, en el jugoso capítulo dedicado a pasar a limpio lo charlado con Brendon Humphries. La pregunta no interesa mucho a Humphries pero acaba respondiendo algo básico: “el rock & roll no existirá como tal dentro de cincuenta o setenta años, excepto como idea, y tendrá una apariencia distinta, por supuesto”.
Digamos que su frase se puede interpretar como: “sí, ese rock que no esté en movimiento, que no asuma y contradiga las formas de la sociedad capitalista tardía y global y sea una cáscara de forma musical, será folklore, esencial, maravilloso, aprovechable, pero de otro tiempo. Será la expresión nostálgica de una autenticidad que en realidad sólo existió ideal(izada)mente en los procesos de identificación emocional y social con los modelos que proponía el espectáculo algunas décadas atrás. En los tiempos en que sí fue, de una u otra forma, la legítima expresión de una casta: la surgida a lo largo del siglo pasado, esencialmente tras la segunda guerra mundial y en el primer mundo occidental, y compuesta por jóvenes que querían cambios radicales en la tierra que habían heredado.”
Será, por tanto, yacimiento para antropólogos y autoayuda mítica. Como el panteón grecolatino, el soneto barroco o las cartas de navegación de antes de Colón. Nunca continuación de la que fuera expresión juvenil para construir una identidad, unos valores y unos lazos de comunidad. Como cualquier otra forma del folkore musical, llámese flamenco, tarantela o blues, la autencidad se transfigurará en tradición y frente a los intentos de ruptura estarán las reglas, el libro de estilo, los sabios y patriarcas que deciden cuándo algo se ajusta al palo, al arte y la artesanía determinadas por un canon que se ha ido estableciendo a partir de argumentos de autoridad. Será un arte que expresa, identifica y es creado por una parte de la población que pasa una parte de su tiempo de una manera acorde con ciertos valores que se cultivaron con un sentido bien distinto en el pasado. Una iglesia muerta.
Como forma con unas normas y unos defensores de su orden, el rock es una estética que se propaga en el tiempo por su fuerza pero ya ha trascendido el momento de identificación con una clase o grupo del que procede y se ha dispersado como una opción de placer y ocio musical más. De hecho el envejecimiento literal, biológico, de los músicos y el público de rock es un factor que aporta la consolidación de ciertos valores que lo romantizan.
No sé, tras mirar este fuego que logra encender Luis Boullosa, el rock me recuerda al entrañable Coyote en su vieja persecución de Correcaminos, en ese momento de eterno retorno en que deja de mover sus pies en el aire mientras piensa, “para qué dejé mi cómoda madriguera en el desierto.”
Posiblemente el árbol del rock se haya encontrado en una encrucijada desde siempre pero ahora en su cruce de caminos están haciendo una autopista de ocho carriles. Y su única salvación como género vivo fuera de la archivística y la novela histórica, quizá sea prestarse atención a sí mismo y sus repeticiones. Y, sobre todo, en hacer un esfuerzo por volver sin muchas ínfulas de (contradictoria) autenticidad a aprender de sus sucesivos renacimientos como bastardo, autodidacta, minoritario, experto en bricolaje, deslizante, ahorca-categorías y destroza-límites. Escupir sobre la tumba de su calidad de anticuario y recuperar su fortaleza como verdadero folklore. O sea, ser música del, sobre y para el presente.