La columna de aire por Abel Hernández

Algunas notas sobre 'A U R O R A', de Ben Frost (I)

30 junio, 2014 13:50

Aurora

A 150 millones de kilómetros de distancia, nuestro astro rey emite continuamente un flujo de partículas llamado viento solar. Esas eyecciones de la estrella recorren entre 300 y 1.000 kilómetros por segundo, surcando la distancia hasta la Tierra en cosa de uno o dos días. Al llegar a nuestro mundo, la corriente de viento solar es desviada de su curso por el campo magnético que genera el núcleo del planeta, cuyas líneas parten de los dos polos, como si de un imán se tratara. Entonces, las partículas procedentes del Sol quedan atrapadas como en un circuito y colisionan con los átomos y moléculas de oxígeno y nitrógeno de la atmósfera exterior de la Tierra. Al aportarles gran cantidad de energía los llevan a estados excitados. Como si de un neón gigantesco se tratara, en millonésimas de segundo, esos átomos y moléculas de la atmósfera vuelven al estado anterior y devuelven la gigantesca energía recibida del Sol en forma de luz de vistosos colores por encima de los 95 kilómetros de altitud.

Esas luminarias fluctuantes son las auroras boreales o australes: el resultado de masas de rayos gamma sensacionalmente terroríficas que vomita la estrella que nos da la vida y que no nos destruyen gracias a que chocan con un escudo magnético terrestre y se desplazan a lo largo de él igual que lo hace un río alrededor de una roca prominente. El escudo lo convierte en una luz mágica, una irisación maravillosa, divina, dragones surcando el cielo según los antiguos chinos. Una experiencia que se convierte en eufórica para aquellos que la contemplan por primera vez. Es la música de las esferas hecha visión.

Ben Frost, un artista australiano que hace música, vive desde hace más de una década en Islandia y sabe lo que es contemplar una aurora polar. A U R O R A es el título de su disco más reciente, su quinto álbum de estudio (autónomo de otra obra) y primero desde que publicara By the Throat en 2009. Y desde luego que el título no es gratuito. El disco se abre literalmente con una pieza majestuosa llamada Flex que suena como el ruido que hace un avión despegando o el chorro de plasma de una aeronave espacial; o cómo Frost imagina que sonaría una aurora boreal si pudiera someterla a ese sistema de grabación con veinte micrófonos en una sala que usara más de una vez en el pasado.

Una manera de describir el monolito sonoro que viene después podría ser como una detonación a cámara lenta, con diferentes momentos de violencia, tensión y pequeñas alteraciones de intensidad sísmica. Ese momento de las inflamaciones de neón gigantesco en la alta atmósfera ralentizado un billón de veces. No es casualidad que otra canción que funciona como una punzada densa se llame Diphenyl Oxalate: es el producto químico de esas barritas que se vuelven luminescentes cuando uno las rompe, tan habituales en raves y conciertos. A U R O R A suena como algo que amenaza con destruir nuestros oídos, nuestro sistema nervioso, que nos ensordece como una gran explosión de sustancia solar, pero cuya incandescencia sónica nos atrae inevitablemente, nos impregna de cierta sensación que tiene que ver con la euforia del baile y del trance, con un poder del cuerpo. Es como una explosión interna deseada. Similar a la necesidad desesperada de más frecuencias graves y subgraves en el éxtasis de una pista de baile. Un acto kamikaze que nos conduce a algo profundo, casi se diría que ancestral y religioso, que atiende a cuestiones que no podemos convertir en razonables. Así suena el hum. Trompetas del apocalipsis que dejan el cuerpo limpio. Fuerzas magnéticas que implosionan en el algún lugar de nuestro circuito interior. 

6 millones de muertos (desde 1998)

“Una bruma blanca, caliente, viscosa, más cegadora que la noche, empañó la salida del sol. Ni se disolvía, ni se movía. Estaba precisamente allí, rodeándonos como algo sólido. A eso de las ocho o nueve de la mañana comenzó a elevarse como se eleva una cortina. Pudimos contemplar la multitud de altísimos árboles, sobre la inmensa y abigarrada selva, con el pequeño sol resplandeciente colgado sobre la maleza. Todo estaba en una calma absoluta, y después la blanca cortina descendió otra vez, suavemente, como si se deslizara por ranuras engrasadas. Ordené que se arrojara de nuevo la cadena que habíamos comenzado a halar. Y antes de que hubiera acabado de descender, rechinando sordamente, un aullido, un aullido terrible como de infinita desolación, se elevó lentamente en el aire opaco. Cesó poco después. Un clamor lastimero, modulado con una discordancia salvaje, llenó nuestros oídos. Lo inesperado de aquel grito hizo que el cabello se me erizara debajo de la gorra. No sé qué impresión les causó a los demás: a mí me pareció como si la bruma misma hubiera gritado; tan repentinamente y al parecer desde todas partes se había elevado a la vez aquel grito tumultuoso y luctuoso. Culminó con el estallido acelerado de un chillido exorbitante, casi intolerable, que al cesar nos dejó helados en una variedad de actitudes estúpidas, tratando obstinadamente de escuchar el silencio excesivo, casi espantoso, que siguió.”

El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad.

Ben Frost compuso buena parte de A U R O R A y también empezó a grabarlo mientras se encontraba en la parte oriental de la República Democrática del Congo. En esa zona cero de la especie humana pasó una buena parte de 2012 trabajando en un proyecto del artista irlandés Richard Mosse. Junto a él y el director de fotografía y cámara Trevor Tweeten, se infiltraron en una realidad paralela a la que acostumbramos a conocer, el campo de batalla permanente entre el ejército regular del régimen congolés y diversas milicias y grupos rebeldes armados y mercenarios en muchas ocasiones sustentados por países vecinos. Un avispero de atrocidad mayúscula donde desde 1998, han sido sacrificadas las vidas de cerca de 6 millones de personas sin que apenas nos enteremos por aquí y nadie levante una ceja. Masacres civiles diarias, miles de desplazados, infinidad de niños soldado aprendiendo el odio desde bien pronto, y violencia sexual sistemática hacia las mujeres, que sufren violaciones colectivas y otras formas terribles de tortura (hasta 400.000 anuales, 48 mujeres cada hora según las cuentas de la revista American Journal of Public Health), como una forma de marca de territorio y guerra psicológica: un auténtico feminicidio.

Nadie sabe. El conflicto, supuestamente motivado por neblinosos problemas étnicos y territoriales, se prolonga y prolonga fundamentalmente debido a la particular naturaleza de esa zona de África, rica en numerosos minerales preciados. El origen verdadero tiene que ver con aquella barbaridad que visitó Conrad y se llamó Congo Belga y se viene prolongando dentro de los procesos de recolonización tras la descolonización. Esa zona cuyo control ha sido codiciado desde hace décadas por ser fuente de uranio, oro y diamantes, ahora lo es aún más por los raros minerales como el coltán y la casiterita, extremadamente apreciados por su uso en una buena parte de los aparatos electrónicos que usamos hoy en día, empezando por el ordenador con el que escribo esto y el teléfono móvil que está a su lado. Un ordenador y un móvil posiblemente manchados de sangre, odio, terror e infinita brutalidad. Esclavitud. Mafias. Desesperación en el mundo de los soldados zombie y los seres humanos fantasma. Un fractal de pecados capitales digno de ser pintado por El Bosco o de ser contado por Bolaño.

El proyecto de Mosse, para el que Frost hizo el diseño sonoro a partir de la grabación directa del sonido de campo de ese viaje al corazón de las tineblas, se llama The Enclave. Se trata de una instalación audiovisual que trata de hacer visible esa tragedia africana invisible a los ojos del resto del mundo, ese bucle sin fin de la violencia más cruel y esa masacre sin precedentes en el mundo desde la segunda guerra mundial. Desde un nuevo enfoque: Mosse decidió usar una película de 16 mm. creada para la vigilancia militar en los años 40 y ya descontinuada, capaz de registrar un espectro invisible de luz infrarroja en el color verde y especialmente en las plantas. El uso de esta película vira tales tonos verdes a diferentes rosas, púrpuras y rojos, dando lugar a una visión surreal, de una belleza incandescente y dolorosa que interpela al espectador, que nos sacude la consciencia porque nos desorienta. ¿Es eso tan hermoso la metáfora de la sangre que cubre la tierra de en un lugar que podría ser el paraíso? Un lugar ensangrentado donde la vida, pese a todo sigue sonando, iluminándose. Richard Mosse explica The Enclave como “dos contra-mundos en colisión: el potencial del arte para representar narrativas tan dolorosas que existen más allá del lenguaje y la capacidad de la fotografía para documentar las tragedias específicas y comunicarlas al mundo.” El arte como herramienta para mostrar lo invisible es exactamente lo mismo que busca Ben Frost.

Al parecer fue durante este viaje cuando Frost compuso el grueso de A U R O R A, con un portátil siempre con la batería al límite, en las escasas e intempestivas horas en que paraba de trabajar en The Enclave. Escuchar A U R O R A es oír el latido de ese renovado corazón de las tinieblas donde conviven guerra y grandes intereses, miseria extrema y consumo de alta tecnología, globalidad y ocultamiento de la crueldad, ébola y VIH y ágiles transmisiones vía satélite. Puede uno imaginar los dedos de Frost componiendo con electricidad conducida y condensada por esos minerales de sangre que alcanzan su particular purificación en el mercado, distorsiones en condensadores activados con coltán extraído de minas improvisadas por manos desesperadas en medio del combate eterno, de los ajustes de cuentas y la codicia de una cadena de intermediarios que nos alcanzan a nosotros. Puedo imaginarme los dedos y los oídos de Frost, intoxicados de belleza, rabia y desolación, ayudados por un enjambre de vida que es atacado por la muerte. Frost buscando la luz, un amanecer que nos queme de irradiación, que limpie de alguna manera esto, que le dé sentido. El horror, el horror, resuena en la voz de Brando. Sube el volumen, súbelo, por lo que más quieras, machaca cualquier línea roja de los volúmetros. Estalla el cuerpo en un crepitar de partículas electromagnéticas. En una tormenta solar. Los chicos soldado miran desafiantes a cámara. La selva, la sabana, la multitud se vuelven bermejas.

"En cierto modo pareció irradiar una especie de luz sobre todas las cosas y sobre mis pensamientos. Fue algo bastante sombrío, digno de compasión… nada extraordinario sin embargo… ni tampoco muy claro. No, no muy claro. Y sin embargo parecía arrojar una especie de luz".

El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad.

Manuel Neila, Celadas de las horas en vilo

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