En esta columna en fechas navideñas queremos acercarnos cual pastores boquiabiertos a un fenómeno musical tan puramente inocente, original y precioso como un recién nacido desnudo bajo el fulgor de un cometa. Alguien que de alguna forma encarnó uno de los compendios más puros de la clase de valores conectados con la búsqueda espiritual propia de un sector de los hippies de los 60 y de sus antecesores vagabundos del Dharma.
De la vida de su protagonista poco se sabe. Desde luego no le ha ayudado a ser más conocido su nombre, común a varios otros músicos, todos ellos eclipsados por el Bobby Brown famoso: aquel cantante y bailarín afroamericano que se hizo de oro a finales de los 80 y principios de los 90 como uno de los pioneros de esa fusión de R&B y Hip Hop llamada New Jack Swing, que no tardó en ser devorado por el monstruo de la vida de estrella del espectáculo, no sin antes casarse con Whitney Houston (para desgracia de ésta), otra carne de cañón.
El tiempo, que hace y deshace, ha situado de alguna manera a nuestro Bobby Brown en las antípodas de su tristemente famoso tocayo. Aunque su creación tiene algo único y trascendente, jamás logró eso que la industria y nuestra capitalista sociedad denominan el éxito. Jamás lo buscó. Brown forma parte de esa fascinante genealogía de los músicos callejeros que han dedicado su vida a predicar una buena nueva que reposa dentro de su mente y que en parte está hecha de melodías, ritmos, silencios y sonidos… de ese aliento que tantas religiones antiguas consideran vehículo del espíritu. Se sitúa en esa categoría, tan a menudo confundida con lo freak, que es la de los músicos apartados: la de aquéllos que, incluso habiendo tenido un contacto con la industria musical, han optado por ser vagabundos, errantes, en permanente búsqueda de su particular iluminación, su ruido eterno. Una genealogía donde colocar a otros ya mejor descubiertos como Moondog o The Space Lady y que sin duda puede relacionarse con outsiders adelantados a su tiempo como Eden Ahbez o a Basil Kirchin (al que ya dedicamos en su día una Columna de aire), sobre todo en su búsqueda de nuevos territorios de lo real, o a Harry Partch, a Lucia Pamela... bueno, los nombres podrían seguir saliendo. Qué gran familia de desconocidos quijotes.
Hasta tal punto es espeso y sombrío el velo sobre nuestro héroe desconocido, que mucha de la información que tenemos la han suministrado los comentarios en plan Quien sabe dónde (“Yo conocí a Bobby en Waikiki” o “estuve con él en un poblado gitano en Bulgaria”…) de anónimos en blogs, redes sociales y webs donde se ha escrito sobre él. Como tan bien afirmaba Alejandro Dawid en su artículo en la web argentina Walden, una pequeña parte del interés de esta historia estriba en el hilo biográfico que numerosos desconocidos han contribuido a sembrar colectivamente como migas de pan en un bosque. Entre esos breves comentarios que dan fe de una vida de fantasma, estarían los de Bobby. Si tenemos fe, él mismo habría aparecido tres o cuatro veces en los últimos dos años agradeciendo el interés de sus seguidores, explicando que se encuentra bien, contando algo de sus andanzas y adelantando que el sello Drag City pronto distribuirá sus discos (sin dejar claro si se tratará de reediciones o de material inédito) y que entre sus planes está hacer películas. Hasta que ello suceda, sabemos que nació y empezó a tocar en West Sacramento y llevó vida de hippie surfero pobre en California, donde habría pasado por la Universidad hasta presentar cierta tesis doctoral en la UCLA. Al parecer a finales de los 70 vivió durante largas temporadas en Hawái y luego debió de volver a California para, a continuación, hacia mediados de los 80, emprender un viaje de conocimiento planetario que le llevó por Bulgaria, Hungría, Rusia, China y Australia.
Desde finales de los 60 tocaba en la calle, en la playa, en ferias y mercados y en bares, transportando su equipo en una furgoneta. Entre 1972 y 1982 se editó en su propio sello, Destiny, tres magníficos álbumes. Especialmente los dos primeros debieron de tener cierto eco ya que obtuvieron las alabanzas del Beach Boy Carl Wilson, mientras que el segundo fue grabado tras haber teloneado a Fleetwood Mac y Kenny Loggins en la Universidad de Berkley. También conocemos que tuvo una relación con la arpista Carol Kleyn, asimismo intérprete habitual de las calles de la California de los 70, a quien introdujo en la música y varios años más tarde produjo su segundo álbum, Takin’ the Time, publicado en 1980. Así lo ha contado ella, quién recientemente ha visto cómo Drag City reeditaba varios de sus discos. Tampoco ha facilitado mucha más información sobre nuestro protagonista.
Pero vayamos al músico y su obra. Quizá lo primero que haya que destacar sea que, como alguno de los colegas arriba mencionados, Bobby Brown es a la vez un portentoso hombre orquesta y un inventor de instrumentos, lo que inevitablemente le convierte en descubridor de sonoridades. En los conciertos y discos en los 70 se acompañaba de lo que llamó Universal One Man Orchestra: un sistema instrumental para ser tocado por una sola persona que él mismo diseñó y que incluía sonoridades de diferentes culturas de todo el mundo. Consistía en un conjunto de bastidores donde llegó a ensamblar hasta 50 instrumentos que incluían percusiones diversas, sitares, cítaras y arpas variopintas (que sumaban 311 cuerdas), armónica y algún otro instrumento de viento, así como una sistema de hasta 15 pedales con los que activaba bajos y algún acompañamiento electrónico y diversos efectos de eco, bucles y flanger. Al parecer alguno de los mecanismos ideados por Brown permitían tocar varios sonidos procedentes de instrumentos distintos con un solo golpe.
Sólo por esta macro-orquesta semiautomática que fue perfeccionando con los años, ya podría pasar a la posteridad. Pero, además, la voz a la que acompañaba con su instrumento era indudablemente portentosa. Con ella producía desde sonidos o ruidos de difícil clasificación (cercanos a lo extraño del mundo natural), hasta melodías de considerable dificultad. Era un cantante importante, superior a buena parte de los de su época y era consciente de ello: según él mismo tenía un alucinante registro de seis octavas, lo cual no sabemos si es cierto pero desde luego lo parece. Su capacidad como bajo profundo suena estremecedora y desde tales profundidades tonales es capaz de subir vertiginosamente. Su uso del vibrato, excesivo pero marca de la casa, es igualmente inaudito, así como la capacidad para asaltar diversas texturas. Como intérprete, habitualmente cálido, cercano, resulta muy notable. Bobby Brown tenía cualidades para haber sido un gran cantante profesional de cualquier tipo. No lo fue porque no quiso, porque su apetito era muy diferente.
Con tales herramientas, construyó dos discos memorables, The Enlightening Beam of Axonda (1972) y Live (1976) y otro algo más convencionalmente raro pero más que bueno: Prayers of a One Man Band (1982). El primero es un disco conceptual que narra la historia de su alter ego Johnny: un chico hawaiano que, con todo el dolor de su corazón abandona su casa y a su novia, al sentir la necesidad de viajar por el mundo. Ese periplo le lleva a preguntarse sobre el significado de la vida, conoce las distintas religiones y obtiene enseñanzas de todas ellas. Al final de semejante trip espiritual, que le lleva a recorrer el cosmos y pasar por Nueva Orleans y un bosque, el chico entra en contacto con Axonda, dios-máquina cuyo rayo iluminador le revela el futuro: la reconciliación de las religiones y la fusión de la humanidad en un único dios puro y perfecto. The Enlightening Beam of Axonda quería servir como continuación de su tesis doctoral. Según las notas que escribió Brown en la carpeta es “una original contribución a los campos de la religión y la ciencia basada en la física – hasta donde sé todavía no descubierta por otros humanoides– más revolucionaria que las revelaciones de Einstein”. En alguno de sus supuestos comentarios personales en la Red, Bobby Brown ha relacionado a Axonda con la Teoría de Cuerdas. Y tampoco falta quien ha visto similitudes con las ideas del Sistema de Vasta Inteligencia Viva de Philip K. Dick (en Valis, libro, eso sí, publicado varios años después).
Musicalmente The Enlightening Beam of Axonda se sitúa en un segmento inexplorado de lo psicodélico. Como si se reunieran propiedades de varios fuera de lugar en una pócima única: el Tim Buckley de la época experimental con la hipnosis de Silver Apples, los instrumentos inventados de Harry Partch, un buen chorro de la exótica inclasificable de Eden Ahbez y de la grandiosidad minimalista de Moondog, junto a una pizca de Captain Beefheart, de unos improbables Suicide en plan hippie, del Elvis histriónico y country, y de los momentos ambient de Hendrix. Suena a ceremonial primitivo, a mantras y danzas rituales pero también inequívocamente folk y a la vez anti-folk, en gozosa rebeldía contra sus convenciones. Y, junto a la extremada ingenuidad de unas letras flower children, es inevitable escuchar el ruido de una lucha entre la oscuridad y la luz.
Por su parte, Live, es una especie de directo tocado ante escaso público (en las notas del disco da a entender que lo grabó tras un intento fallido de registrar el concierto donde abrió para Fleetwood Mac y Kenny Loggins y que lo hizo tan sólo ante su perrita Mom) donde Brown destila su quintaesencia musical en directo, sin pistas sobregrabadas. Pese a lo excesivamente extenso de algunas, en muchas canciones, como en la Hawaii con que abre el disco, llega tan lejos como en su debut. Por su parte, Prayers of a One Man Band, tercero y último de sus álbumes, es todo lo cerca que Brown estuvo de hacer pop: canciones más cortas y cerradas, una producción algo más sofisticada y sintética, y un tono menos folk y más cercano al country y al blues que recuerda en algo al Elvis de Las Vegas, así como cierta deriva hacia lo bailable. Pero es un disco 100% Bobby Brown: ingenuo, con su característico mensaje de paz y amor por todos los seres vivos de quién se ha caído en una marmita de Navidad cuando era pequeño.
La figura de Bobby Brown concentra algo de manera muy especial. No es que resulte enternecedor en su candidez. No es que caiga bien en su rareza, ni en lo recóndito de su vida y obra. Es que hay aspectos en su música y en su particular visión que apuntan un camino distinto al habitual, que pulsan otros resortes. Los discos de Brown están tocados por el vanguardismo no ideado de los que van por libre, de los independientes de corazón y de los aventureros y descubridores intuitivos del sonido. Una sinceridad de locos y apartados, algo quizá infantil que tiene que ver con mirar hacia fuera y hacia dentro a la vez, con comunicar algo universal a los semejantes pero que parece incompatible con buscar la aprobación del público. La clase de estigma vuelto del revés que parece común a los músicos que de verdad apuestan por ser outsiders. Seguiremos atentos a Brown y a músicos como él para intentar acercarnos a su misterio.