Uno de los aspectos más distintivos de Internet como medio es su capacidad para trasladar de alguna forma un sentido de presencia. Dicho de manera más sencilla, a diferencia de un libro o una película, una ventana del navegador o una app es capaz de hacernos sentir a veces que en exacto momento, hay alguien ahí al otro lado. Ocurre cuando estás editando un documento en Google Docs a medias con otra persona y puedes ver su cursor moviéndose sobre el texto. Cuando el icono de notificaciones en Facebook se ilumina, comunicando que en algún lugar hace segundos, alguien ha pulsado sobre la opción "me gusta". Incluso el espectáculo de ver caer la cascada de Tweets en tiempo real en un programa como Tweetdeck contribuye a construir la impresión de que mientas habitas el espacio liquido de la Red nunca estás muy solo del todo.
El anhelo de crear por medio de la tecnología un espacio compartido que supere los límites de la distancia es uno de los impulsos originales de la cultura digital. La “telepresencia” fue un campo fértil de especulación creativa entre los 70 y los 90, del “videolugar” de Myron Krueger -un proyecto clave en términos históricos- a la primera parte de la carrera de Eduardo Kac. Hoy la telepresencia más que un objetivo se ha convertido en un efecto, una consecuencia de la manera en que hemos articulado las redes sociales y las herramientas de colaboración.
Intentar reproducir la sensación de que estás “allí”, con esa persona de la que te separan kilómetros, es mucho más complejo de lo que ingenuamente pensaron los pioneros del media art; el cerebro capta tanta información en un encuentro presencial que todavía no tenemos los medios para replicarla. Y hoy quizás pensamos que es más elegante fijarse una meta más humilde, pero quizás también más emocional.
Financiada a través de Kickstarter, la Goodnight Lamp de Alexandra Deschamps-Sonsino quiere visualizar a través de un objeto presente en el entorno doméstico el lazo emocional entre dos o más personas. Consiste en un conjunto formado por una lámpara grande y dos o más de menor tamaño. La idea es que el propietario se quede con la grande y entregue las pequeñas a aquellas personas con las que quiera visibilizar este vinculo.
Una vez llegan a sus respectivos hogares, las lámparas se conectan inalámbricamente a Internet para sincronizarse entre sí. Cada vez que el propietario de la lámpara madre encienda su luz, se encenderán las lámparas pequeñas, con independencia de la distancia que haya entre ellas. La Goodnight Lamp puede ser un sistema para mandar un mensaje de un solo bit (que el que está al otro lado de la lámpara se acuerda de ti), o sencillamente un reloj que marca el transcurrir del ciclo diario de esa otra persona, quizás a cientos o miles de kilómetros.
Hay varias ideas que subyacen bajo el diseño de la Goodnight Lamp. Hace años la hubiésemos definido como un ejemplo de lo que se llamó ambient media. un termino algo en desuso. Es decir, un dispositivo que transmite información pero que no requiere de nuestra atención completa y focalizada, sino que vive en el fondo de nuestra percepción.
Hoy sin embargo, la podemos entender como otro ejemplo más del deseo de trascender la pantalla, en un mundo en que los innumerables flujos de información que producimos convergen todos en rectángulos de cristal negros. Pero sobre todo, las lámparas de Alexandra Deschamps son una señal de la emergencia paulatina del paradigma del “Internet de las Cosas”, en que la Red no es algo ya que emana de nuestros dispositivos digitales dedicados, sino que se cuela en las funciones y las formas de todos los objetos que nos rodean.