'Eternal Beauty', belleza esquizofrénica
Pareciera que el actor Craig Roberts haya buscado para su debut tras la cámara un conglomerado epidérmico de los tres Anderson más talentosos del cine mundial: Paul Thomas, Wes y Roy
Son múltiples los relatos de esquizofrenia que se han llevado a la pantalla en los últimos años. Shine (1996, Scott Hicks), Memento (2000, Christopher Nolan), Spider (2002, David Cronenberg), Shutter Island (2010, Martin Scorsese), El lado bueno de las cosas (2012, David O. Russell)… incluso Joker (2019, Todd Phillips). Todas ellas son películas en las que el estado mental de sus protagonistas se refleja en la esquizoide progresión del relato, y que de algún modo emplean las percepciones deformadas de sus criaturas como elementos propios de un thriller o para cargar las tintas en el drama. No son tantas las películas, sin embargo, que, para su propósito, han buscado expresar las fracturas de la psique con herramientas propias del lenguaje y la gramática del cine, más allá de la estructura del guion. La oscarizada Una mente maravillosa (2001, Ron Howard), hoy película olvidada, no tenía más mérito que el de revelar la esquizofrenia del matemático John Nash (Russel Crowe) con un truco narrativo de sospechosa honestidad con el espectador. No es el caso, afortunadamente, de la encomiable Eternal Beauty, una ópera prima protagonizada por Sally Hawkins que nos llega ahora a través de diversas plataformas en streaming: Prime Video, Rakuten, Google Play, etc.
El filme gira en torno a Jane (Hawkins) y su familia, hasta que en su camino se cruza Mike (David Thwelis), otra alma extraviada en busca de una forma de avanzar día a día sin que el suelo desaparezca bajo sus pies o el cielo caiga sobre su cabeza, ya de por sí seriamente perjudicada. Jane padece esquizofrenia paranoide y en los primeros minutos del filme vemos cómo, mediante vídeos familiares, entró en crisis el día en que fue abandonada en el altar para casarse. Desde entonces, su mente es un tiovivo de caos y magia, de excentricidad y locura, donde lo extremadamente trágico convive con lo cómico sin solución de continuidad. La película se encarga claramente de remarcar ese antes y después en la vida de la familia, estableciendo
una notoria diferencia estética en la imagen y física entre las actrices escogidas para el pasado y para el presente. Hay un elemento de subjetividad en las formas de representación del filme que viene determinada por la deformación perceptiva de su protagonista.
Lo interesante del planteamiento de Eternal Beauty es que la condición mental de Jane no es un mero señuelo para un posterior giro de guion ni nada por el estilo, sino que es el punto de partida desde el que plantear el estudio de un personaje desde la profundidad y complejidad de sus emociones, para hacernos ver acaso que no hay tanta distancia entre su “locura” y la supuesta “cordura” de quienes la rodean. El retrato de Jane y el modo en que se relaciona con sus hermanas destila una ironía, una distancia, que hace más tolerable la sordidez de determinadas situaciones, propias de un kitchen sink drama, especialmente desde el momento que aparece en escena Mike –qué gran actor, también, es Thwelis–, que parece colocar temporalmente el filme en el territorio de las comedias románticas. Pero es, afortunadamente, solo un espejismo. La naturaleza del filme pasa por no anclarse en ningún género, sino más bien de hibridarlos del modo en que comedia y drama se retroalimentan.
Más allá de la desafiante interpretación de Hawkins, que aprovecha con notoriedad el vehículo de lucimiento que le ofrece el director, la ambición de este filme es digna de resaltar por otros motivos. Pareciera que el actor Craig Roberts haya buscado para su debut tras la cámara una especie de conglomerado epidérmico de los tres Anderson más talentosos del cine mundial –a saber, Paul Thomas, Wes y Roy–, así como algunos trucajes propios de Michel Gondry o un sentimiento de derrota y sordidez que puede recordarnos a una versión caricaturizada de Mike Leigh o, salvando las distancias, la poética de los espacios en Aki Kaurismaki. El hecho de haberla rodado en celuloide, con planos fuera de foco y composiciones deformadas, fotografiados por Kit Fraser (Bajo la sombra, 2016), confiere a la narración una estética algo publicitaria y resultona, pero eficaz. La a veces pálida, a veces colorida paleta de colores en los diseños de interior y el vestuario no hacen si no reforzar la extrañeza, el delirio creativo y la pátina de euforia y depresión que rodea a la protagonista y alimenta el tono general del relato.