Sesos rebozados
-¡Qué rara es la vida, don Inmaculado!
-¿Comparada con qué?
En este diálogo de Cela, yo estoy con el amigo de don Inmaculado: todo me parece extraordinario. Y hasta eso es raro, porque , si es “todo”, tendría que ser por definición “ordinario”. Da igual. Todo es raro y todos somos rarísimos. Vivimos en un zoológico, por no decir en una feria de las de antes, donde lo más normalito era la mujer barbuda. Pero el premio especial de lo raro lo gana siempre, desde hace ya un siglo largo, la física teórica. Y la medalla de plata se la lleva, también desde hace ciento y pico de años, la música. Es verdad que Schönberg les sigue pareciendo rarísimo a mucha gente pero, reconozcámoslo: no hay zoo como el de las partículas elementales, que son a la vez una cosa (corpúsculo) y un tipo de movimiento (onda). No es que sean unas veces lo uno y otras lo otro. Eso no sería para tanto. Lo que me mata es que son las dos cosas plena y simultáneamente. Desde la Trinidad no se conocía nada tan chocante.
Tampoco está mal como rareza que quarks, electrones, protones y demás personajes cuánticos estén en más de un sitio a la vez. En realidad, en todos los sitios posibles. Este electrón en concreto que miro ahora porque forma parte de un átomo de la tecla “t” del teclado de mi MacBook Pro está, lo más seguro, ahí, en el plástico de la tecla, pero si quiero quitar de la frase la cláusula “lo más seguro”, entonces tengo que decir que ese electrón está en todas partes, en todos los rincones del universo, en una ramita de romero del monte Abantos, en la gorra del marine que le lleva el paraguas a Obama y también en uno de los pedruscos que forman el anillo F de Saturno.
Ojo, que no digo “o”, sino “y”. No es que esté en alguno de esos sitios, ¡es que está en todos! ¡A la vez! No es una metáfora, ni una forma de explicar en términos legos una idea docta. Es exactamente lo que hay y tan raro nos parece a ti y a mí como a Higgs y a Hawking hoy y a Heissenberg, Planck y Einstein en su día.
Las rarezas las hay de varios tipos. Unas, la mayoría, proceden de mi ignorancia. Comer orugas vivas me parece raro porque no lo he hecho nunca y no conozco bien el contexto en que eso se produce, experiencia y conocimiento que sí tiene cualquier chaval yanomami. Me parece raro que Juan Tamarit adivine la carta que he extraído del mazo, porque es muy bueno, el tío, y logra engañarme. Estas rarezas son ignorantes y superables. Para disiparlas, basta con enterarse bien del asunto que sea. Pero hay otras rarezas -las más mollares- que son constitutivas e insuperables. Podré aprender a vivir con ellas, e incluso a disfrutarlas, pero siempre me parecerán raras, porque vienen determinadas como tales por mi propia arquitectura mental. Nuestra mente evolucionó hace unos cuantos millones de años en medio de una batalla darwiniana que transcurría únicamente en el segmento del universo en el que las cosas son, digamos, medianas: no miden menos de unos milímetros ni más de algunos cientos de kilómetros. Vistos a esa escala, los cuerpos y las ondas se mantienen bien separaditos y las cosas están o bien en un sitio o bien en otro, pero jamás en ambos a la vez y nadie alcanza ni de lejos la velocidad de la luz ni la masa de un agujero negro. Mi mente está afinada para actuar eficazmente en ese universo mediano, que es en el que nuestro abuelo australopiteco se jugaba la vida diariamente. El universo de los nanómetros y de los cientos de miles de kilómetros por segundo es igual de real que el otro (de hecho, es el mismo), pero nuestros sentidos y nuestra world-view no lo tienen en cuenta, porque en la sabana primordial no servía para nada y no estaba la cosa como para alimentar neuronas ociosas. No sabéis la de bayas, semillas, raíces y saltamontes que hay que comer para poder sintetizar unos miligramos de mielina, la grasa que aísla eléctricamente los axones de las neuronas, a modo de cinta aislante, y que tan rica nos sabe cuando tomamos sesitos de cordero rebozados, puro colesterol. Ahora, los telescopios y los sincrotrones nos sacan de nuestra escala mediana y nos asoman a ese universo cuántico y relativístico que, claro está, nos suena a chino.
La rareza que sentimos ante la música del siglo XX y del XXI es de ambas clases. Tiene una parte de ignorancia, que se aclara en cuanto se toma uno la molestia de familiarizarse con el fenómeno. Pero hay otra parte -¡la mollar!- que es tan constitutiva como la de la bilocación de los fotones y proviene del hecho de que los compositores se han salido de los límites cognitivos de nuestra audición y se han lanzado a ver/oír qué hay ahí fuera.
Tanto en el rigodón modernista de los parámetros del sonido como en el reguetón cuántico de los leptones, lo mejor, creo yo, es aceptar que son raros en sí y lo serán siempre. A partir de ahí, viene la comprensión (en lo que tienen de comprensible, que no es poco) y, si no el disfrute (que también), al menos la sensación reconfortante de que el universo y la música, pese a todas sus rarezas, son hospitalarios y se dejan mirar, oír, comprender y habitar. Dentro de lo que cabe.