Intuición es la capacidad de comprender las cosas directamente, antes de disponer de todos los elementos de juicio: por eso intuición es siempre prejuicio. Por ejemplo: al segundo de verla entrar, sé que ésta, y no la de al lado, es la mujer de mi vida (¡o, al menos, de mi noche!) Intuición es también la capacidad de sacar conclusiones, no teniendo en cuenta todos los elementos de juicio disponibles, sino descartando algunos y considerando otros, sin que en esa discriminación medie un proceso lógico. Por ejemplo: extraigo un rostro del mar de nubes, o veo a Perseo, Andrómeda y Casiopea en la noche abarrotada de estrellas. El enorme desarrollo de la intuición es en parte lo que nos ha dado el éxito como especie. Intuir, pensar a saltos, atar cabos, imaginar con libertad, predecir qué ocurrirá si..., aun no teniéndolas todas consigo. La intuición, junto a la capacidad de razonar, es lo que nos ha hecho humanos. Otros animales superiores intuyen también, pero no tanto ni tan bien como nosotros. Es bonito darse cuenta de que intuición se opone a razonamiento. Intuir es conocer sin razonar. El proceso intuitivo suele incluir algunos procesos lógicos —inferencias y deducciones— pero en su conjunto va contra la lógica, porque intuir consiste en saltarse pasos y la lógica es por naturaleza exhaustiva e implacable: basta con que falte un paso de una cadena de mil para que el razonamiento entero quede invalidado. Es verdad que somos animales racionales, pero, además, somos animales extraordinariamente irracionales.
Desde la perspectiva de la computación, lo que nos hace humanos no es tanto la potencia racional, cuanto la irracional. Preguntádselo si no a Alan Turing, el padre de la inteligencia artificial, o a cualquiera que trabaje en esa humanísima ciencia. Para que un ordenador empiece siquiera a comportarse como un ser humano, lo difícil no es hacerle razonar mejor, sino evitar que se desoriente en ese bosque irracional que es la mente humana, donde rige la intuición, la metáfora, la emoción, la ironía, la mentira, o la lógica ilógica de la poesía. La razón, al final, no es más que cálculo, álgebra de proposiciones, tablas de verificación, habilidades todas en las que el humano más listo pierde por goleada ante un teléfono de bolsillo. La intuición, sin embargo, que hasta el más bobo de nosotros ejerce sin esfuerzo, no puede emularse ni juntando la potencia de todos los superordenadores de la tierra. Somos máquinas irracionales.
Es bien conocido el 'test' que Turing ideó en 1950 para ver de avanzar en la cuestión de si las máquinas pueden pensar, o si podrán hacerlo algún día. Una persona normal (C) interroga por escrito, en conversación libre, a dos interlocutores ocultos tras una cortina. Uno de los interlocutores es una persona normal (B) y el otro es una máquina (A) que pretende hacerse pasar por persona. La máquina pasa la prueba si, al cabo de un rato, el interrogador no acierta a distinguir quién es quién. ¿Qué es lo que nos hace humanos? ¿En qué se nos nota la humanidad? No, desde luego, en habilidades racionales, sino en otras, a las que solemos dar poca importancia, como la flexibilidad de nuestra cognición ¿Os habéis fijado en esas pruebas que ponen algunas páginas web para saber si yo soy persona o motor de búsqueda?: una palabra o un número escritos con tipos deformados o tachados con rayas. Son pequeñas pruebas de Turing, que las máquinas no pasan porque leen las letras con demasiado rigor e intransigencia. Les falta intuición para interpretar como 'p' una 'p' que tiene el rabo torcido, o roto, demasiado grueso. Yo, sin embargo, lo consigo sin despeinarme. Somos máquinas flexibles.
Pocas cosas tan intuitivas, irracionales y humanas como el juicio estético. Tampoco es manca la carga de humana irracionalidad que necesariamente llevan otros juicios, como el moral, esto está bien o está mal, o el económico, esto vale tanto. Por eso, por que son irracionales, los llamamos juicios y no resultados, y por eso requieren seres humanos y no calculadoras, pero centrémonos en el arte. La opinión favorable, desfavorable o indiferente que nos merece la Égloga segunda de Garcilaso de la Vega, la coprolata de Piero Manzoni o la interpretación que hace el Cuarteto de Jerusalén del Quince de Shostakovich es radicalmente inexplicable. Se puede argumentar y racionalizar cuanto se quiera, se pueden escribir mil páginas, pero el quid de la cuestión se nos seguirá escapando entre los dedos. Tendremos una opinión firme e intuitiva, pero no podremos explicarla satisfactoriamente. Firme e inexplicable no son cualidades que puedan aplicarse a un misma proposición en una máquina. Pero en nosotros sí, porque somos máquinas estéticas.
La 'p' del rabo torcido
28 agosto, 2013
09:00