¡Qué cosa tan antipática es la culpa! Bueno, no la culpa propiamente dicha, el hecho de haberla hecho, sino la sensación de culpa, la he hecho ¡y verás ahora! No sé si la inventaron los judíos al buscarse un dios celoso y vengativo, los mitraístas, los órficos o los cristianos, necesitados todos ellos de salvación y arrastradores todos ellos, por lo tanto, de alguna culpa vieja e imborrable. No sé si la sensación de culpa la perfeccionaron los marxistas, igualmente necesitados de salvación, aunque en su caso fuera una salvación activa: necesitaban salvar de la opresión al resto del mundo, por las buenas o por las malas. Ellos levantaban como estandarte la culpa de los opresores, pero el motor de la máquina revolucionaria —ansia de poder aparte— era en realidad la culpa propia, la salvación pasiva, se salvaba uno, igual que los cristianos, inmolándose por los demás, agrupándose con todos ellos en la lucha final. George Steiner lo clavó en pocas palabras: “traslación de sacralidad de Roma a Moscú”. Añado yo que, con la sacralidad, se trasladó también la culpa.
Traigo todo esto a colación porque la música tampoco se libra del juego culpable. Hace un par de meses, en el post inicial de este blog, “Sesos rebozados”, decía yo que la sensación de extrañeza que nos despiertan las partículas elementales cuando bailan sus rigodones cuánticos (estoy aquí, pero también allá, ahora me creo, siempre por pares, eso sí, ahora me destruyo, ahora me alargo infinitamente, o, si soy un reloj, me atraso porque viajo en un tren rapidísimo, o, si soy el gato de Schrödinger, estoy vivo y muerto a la vez) se parece a la que nos despiertan las notas de Schönberg y sus seguidores, desarraigadas, privadas de raíz tonal y de entorno rítmico cuadrado. Y decía que es una extrañeza constitutiva e insuperable, porque no procede de esas partículas ni de esas notas, sino de la estructura de mi propia mente.
Lo que quiero añadir hoy es que en la sensación de perplejidad que nos domina ante estas cosas tan raras, hay también culpa. Pensamos, lo de la física cuántica me parece raro porque no soy lo bastante inteligente para entenderlo. ¡Y no es verdad! No digo que no nos puedan faltar conocimientos, digo que, independientemente de cuánta física y cuántas matemáticas sepamos, la dualidad corpúsculo-onda o la deformación del espacio, y sobre todo del tiempo, por causa de la velocidad o de la masa nos resultarán siempre extraños, chocarán contra nuestra intuición, que está construida y ajustada para ser eficaz en este mundo de escala mediana en que nos movemos, un mundo ni muy grande ni muy pequeño, en el que los efectos cuánticos y relativísticos no se perciben ni tienen efecto. Pero eso no lo tenemos en cuenta y atribuimos nuestra perplejidad a nuestra ignorancia. No entender a Einstein, pienso, —¡o lo que es peor, siento!— es culpa mía. Lo mismito pasa con Schönberg (y con todos sus consecuentes: Berg, Webern, Boulez, Ligeti, Rihm, De Pablo, Héctor Parra...) Los oyes y dices, esto debe ser importantísimo y preciosísimo, pero yo, que no se nada de nada y carezco formación musical, no lo capto. ¡Error! La desorientación de tu oído ante esas notas y acordes es exactamente la misma que experimenta el oído del compositor o el del intérprete, incluso a pesar de estar los suyos muy bien entrenados. Ahí, precisamente, está la gracia: al desposeer a los sonidos de su contexto tonal y rítmico tradicional, podemos todos jugar con ellos de otras maneras. ¿Dónde esta la culpa?: en el concepto erróneo de que ésta es una música “normal” que yo, por mis carencias, soy incapaz de apreciar. De eso, nada. Se trata de una música intrínsecamente “anormal”, en el sentido de que está concebida para superar las barreras “normales” del oído y de la acústica natural, y es perfectamente accesible a cualquiera, con formación musical o sin ella, que esté dispuesto a salir de excursión ahí fuera, a explorar y ver/oír lo que han visto/oído los compositores. Basta con estar dispuesto, como se dice ahora, a abandonar la “zona de confort”.
La culpa es negra y fea. Pero también es frágil. Se disipa, como el humo, de un soplido.