¡Fantástica película, El último concierto (A Late Quartet), y con cuánto cuidado está tratado en ella todo el aparato musical! Esto último es lo extraordinario, porque, buenas películas, Holywood ha hecho muchas. He visto cantidad de pelis de músicos, pero ninguna con un trato tan acertado de los detalles de la profesión. Lo normal es que, cuando en el cine alguien coge un violín (o un saxofón, o una batuta), se produzca en el espectador medianemente músico un bajón y un corte de rollo, porque los movimientos y el atrezzo suelen ser más falsos que Judas. En El último concierto el realismo de todos los gestos y detalles de la profesión musical era condición necesaria para el éxito, porque a ver cómo cuentas si no una historia cuyo asunto es la dificultad de ser a la vez cuartetista y persona. O clavas los movimientos, los gestos y las miradas propias de los cuartetistas o estás perdido. La verosimilitud aquí es cuestión de vida o muerte. En este caso, vida. La película daría pie a entrar en muchas profundidades musicales, empezando por el propio título, A Late Quartet, que en realidad es el Opus 131, uno de los asombrosos cuartetos 'tardíos' —en español solemos decir 'últimos'— de Beethoven, pero también un cuarteto 'difunto', o a punto de desaparecer, como es el de los protagonistas. Pero hoy prefiero no entrar en honduras, sino quedarme en superficialidades. A fin de cuentas, el cine (¿y el arte entero también?) es superficie, apariencia, trampantojo y engaño. Creo que, en esta película, los detalles superficiales son profundísimos. Me refiero a la postura precisa, mezcla de naturalidad y férreo control de los márgenes y las distancias, con que un violonchelista atraviesa el umbral de una puerta cuando lleva en la mano el instrumento y el arco; o al tipo de signos que se escriben en el papel durante un ensayo; o los movimientos exactos, siempre los mismos, con que el músico se deshace del instrumento y del arco para liberar las manos y poder escribir sobre la música, tomando el lápiz con una mano y sujetando el atril con la otra; o a los movimientos, igualmente exactos y repetitivos, del pase de páginas, incluido el doblamiento previo de la esquinita del papel para facilitar una maniobra que habrá que ejecutar en su momento a toda velocidad; o al quitaipón inacabable del pañuelo para el cuello; o al juego de las anacrusas, ese gesto con el que un músico prepara el comienzo de una frase importante, sea para lanzarse con convicción a ella él mismo o para coordinarse con sus compañeros, y que puede consistir en un violento subibaja del violín, o en una nariz que se eleva casi imperceptiblemente, o en una sonora respiración, o sencillamente en una sonrisa acompañada de alzamiento de cejas y mirada a los ojos del colega. Me refiero también a detalles de mayor entidad, que definen de un solo trazo facetas enteras de la profesión musical, como los mil reproches encadenados con que un profesor exigente abrumará al alumno de talento, alumna en este caso, interrumpiendo su interpretación, nota por nota, impidiéndole completar siquiera el primer compás de la pieza, exacerbándola, acosándola y haciéndola estallar en desesperación y llanto, con la esperanza de despertar en ella el genio musical; o la facilidad con que, en todo grupo de músicos, se despiertan, se mezclan y se realimentan recíprocamente los diversos tipos de celos: los artísticos, los sociales y los sexuales.

Como casi todo en el cine, y no sé si en la vida, la clave es el dinero. Esta película acierta en los detalles musicales porque los productores han invertido mucho en ello. Además de los responsables de la banda sonora (compositores, arreglistas, orquestadores, directores y demás), y aparte del Cuarteto Brentano, que es el que hace sonar el Opus 131, he contado en los títulos de crédito tres 'coaches' musicales personales para cada uno de los violinistas y para el violonchelista y ¡cinco! para la viola. Además, dos 'coaches' de cuarteto para cuidar los movimientos del conjunto; tres músicos y un cuarteto joven (el Attacca) para dar verosimilitud a las clases magistrales; un cuartetista para cuidar que tengan sentido las anotaciones a lápiz de las partituras y dos dobles para los planos cortos de las manos del violonchelista. Los otros tres actores 'tocan' sin dobles, escondiendo el hecho de no ser músicos gracias al magnífico trabajo de los 'coaches' y a los cuidadísimos movimientos de la cámara. En total, 23 asesores musicales. Una pasta. Y una delicia de ver y de oír. Detalle bonito de guión. Durante un ensayo se produce una discusión muy violenta, de tipo musical/personal, como siempre, entre los dos violinistas del cuarteto. Ya se sabe: el segundo violinista de todo cuarteto tiene que ser genial y darlo todo, igual que sus tres compañeros, pero, en su caso, viviendo con la condena de que, haga lo que haga, será siempre el segundo, tocará las melodías de menos brillo y se sentará en un lugar en el que el cuerpo, el instrumento y el atril del primer violín se interpondrán siempre entre él y el público. Sigo con la escena. En el pico de la tensión, uno de ellos pierde los estribos, enrojece de ira y, fuera de sí, se levanta, recorre despacio los siete metros que le separan del sofá donde está el estuche, deposita cuidadosamente en él el violín y el arco —todo ello, recordemos, con la vena del cuello encendida— y solo entonces se da la vuelta, se abalanza sobre su rival y le da un puñetazo que le vuelve del revés. El automatismo, a prueba de todo, con que un violinista cuidará siempre su violín, solo es comparable al abrazo protector con que una madre protegerá a su bebé en toda circunstancia, aunque tropiece y caiga barranco abajo. Ella se romperá o no la cabeza, pero el bebé llegará al fondo ileso. Un cuarteto de cuerda, en el doble sentido de un grupo de músicos y una partitura, es un milagro de equilibrio, en todos los sentidos musicales y vitales que queráis darle a esta palabra. Equilibrio musical entre las cuatro voces de la partitura y equilibrio de sonoridades y personalidades entre los cuatro intérpretes. Siempre se dice, y no puede ser más verdad, que en los cuartetos de cuerda es donde los compositores —los que se han atrevido a ello— han dado siempre lo mejor de su talento. En A Late Quartet se dice también y se añaden unas cuantas de las razones que hacen especial a este género. Mozart y Schumann, gigantescos cuartetistas, compositores de pluma fluidísima, solo se quejaron de la exigencia de su profesión, ¡qué difícil es esto!, en el momento de sentarse a escribir cuartetos. Por algo será.