Mi profesor de latín, hace medio siglo, primera declinación: nominativo, vocativo, acusativo... rosa, rosa, rosam, rosae... y nos aprendíamos también una traducción rara y preposicional: rosa, oh rosa, a rosa, de rosa... A mí me molaba lo de ¡oh, rosa!, el vocativo, el nombre de alguien a quien nos dirigimos y lo usaba, con el autobusero, ¡oh, cobrador, me da un billete!, yo era así, qué le vamos a hacer, y con mis hermanos, ¡oh, Alfredo!, ¿me pasas el agua? Ya os imagináis el efecto, tú estás tonto, niño, sin oh ni nada.

Esa idiotez me duró poco, pero nunca perdí el interés por el vocativo, que me sigue pareciendo un trozo fascinante de la comunicación entre personas. Cumple funciones variadas e importantísimas, no solo establecer el contacto, avisarte de que me dirijo a ti, sino establecer la naturaleza, el tono y el propósito de ese contacto. Las palabras que elegimos para hacer el vocativo, el tono de voz, e incluso la jeta con que lo lanzamos, determina si el intercambio que viene en seguida va a ser encendido, amoroso, cariñoso, pacífico, respetuoso, u hostil, violento, asesino... En música pasa algo muy parecido, aunque sin palabras. La frase de cabecera de los motetes antiguos, la introducción lenta de las sonatas clásicas, el gesto inicial de cualquier música de cualquier tiempo, e incluso la ausencia de un gesto introductorio, son fundamentales porque son lo que nos sacan del silencio; son media composición. La otra media, igual de importante, es el gesto final y su preparación, que nos devuelve al silencio. Para todo lo demás, para el cuerpo de la obra, habría que inventar una tercera mitad.

[caption id="attachment_113" width="400"] José Antonio Abreu[/caption]

En América llaman vocativo, porque lo es, a la primera frase de los discursos. Por ejemplo: Señor Ministro, señora Presidenta, autoridades, amigos todos... Aquí no tenemos ese uso y de ahí mi extrañeza cuando, José Antonio Abreu, el creador del Sistema de Orquestas Juveniles de Venezuela, hombre admirable y mente portentosa, ante la tesitura de dar un discurso importante en Madrid, me dijo: «Álvaro, cómo crees que debo hacer el vocativo». Tardé un rato en comprender a qué se refería y, sobre todo, en salir del pasmo de que el gran Abreu me pidiera a mí consejo de algo. Caí al fin, le di mi opinión, y la siguió, para mayor pasmo aún.

La oratoria de hoy no admite el 'oh', salvo de guasa, pero sigue viva una forma de vocativo muy efectiva, la duplicación del nombre, que le da empaque a la frase. Se usa mucho en romances y canciones populares, porque viene muy bien para completar el octosílabo: Abenámar, Abénamar, moro de la morería... o Rey Don Sancho, Rey Don Sancho, no digas que no te aviso... o el inolvidable Bonasera, Bonasera, vienes el día de la boda de mi hija, sin llamarme Padrino, sin besarme la mano... con un solo Bonasera no sería lo mismo, por mucho que se recite acariciando un gato. Lo usan mucho los niños: Mamá, mamá, podemos salir a jugar... y se oye mucho en los cuentos infantiles: Abuelita, abuelita, qué ojos tan grandes tienes...

[caption id="attachment_116" width="400"] Fotograma de El Padrino[/caption]

Y, sobre todo, el doble vocativo lo usan los profetas cuando engolan la voz para reconvenir a alguien, generalmente al pueblo de Israel (o al americano en el caso de Bob Dylan). Jerusalén, Jerusalén, conviértete al Señor, tu Dios... repetía una y otra vez Jeremías. Tres o cuatro milenios después, Tomás Luis de Victoria musicó repetidamente esta admonición en las Lamentaciones de Jeremías, su obra maestra, que no tendrían ni la mitad de efecto si no fuera por la duplicación del nombre del reconvenido. Jerusalem, Jerusalem, convertere ad Dominum Deum tuum. La música del segundo 'Jerusalem', levanta al oyente por encima de la del primero y le sitúa en un paisaje poético/profético/musical superior, trascendente y definitivo. Hay en las Lamentaciones otro momento igual de fascinante y repetitivo, una especie de vocativo, o más bien de título, o epígrafe, que son las letras del alfabeto hebreo que preceden a cada 'lectio' y que Victoria hace sonar con emoción abstracta, precisa e irresistible. Haceos con una grabación de esta música —la de Michael Noone y su Ensemble Plus Ultra está muy bien— y oíd a Victoria cantar durante un minuto o dos la palabra Aleph, o Bet o Guímel: ahí está la esencia del arte del mejor compositor español de todos los tiempos.