Qué raro es todo! por Álvaro Guibert

Teología del sonido

27 noviembre, 2013 14:35

Mirad lo que le hace decir Galdós al protagonista de Cánovas, el último de sus Episodios nacionales: "Fui parroquiano ferviente de la Sociedad de Conciertos [...], las soberbias sinfonías de Beethoven y lo mejor del repertorio de Haydn, Mozart, Mendelssohn, Weber, Haendel, Schubert y demás genios de la gloriosa pléyade germánica [...] Después de educarme yo, quise iniciar a Casiana en los misterios de la santa religión de Euterpe. Durante las primeras audiciones, la pobrecilla no lograba tomar gusto al intrincado lenguaje de aquella teología del sonido. Pero poco a poco iba entrando y acabó por deleitarse con el andante de la Sinfonía pastoral y el allegretto scherzando de la Octava".

Este párrafo me llamó la atención por muchas cosas. Primero, por la mención de la Sociedad de Conciertos, de la que tanto y tan bien hablan siempre los musicólogos y los comentaristas de la vida musical madrileña. Me gustó leer este elogio de la pluma de don Benito. Luego están las frases con que describe el aspecto educativo, "después de educarme yo...", "no lograba tomar gusto..." y, sobre todo, "la pobrecilla". Todos los gustos requieren algo de aprendizaje o habituación, desde la sopa de nido de murciélago a la poesía o al fútbol, pero la música de concierto parece pedir una educación más larga y me gusta cómo pinta Galdós esa realidad. Pero lo que más me impresiona es la definición de música como “teología del sonido”. ¡Qué acierto! La música es una teología, en primer lugar, como dice él, por lo intrincado de su lenguaje. Explicar por qué la cuarta inversión del acorde de novena es necesariamente inexistente (como le espetaron a Schönberg en la Sociedad de Músicos vienesa a propósito de su “Noche transfigurada” ) requiere una jerga propia que el lego ve lejanísima. Lo mismo pasa con la transubstanciación. O con la trinidad, que mantuvo a Newton ocupado media vida. Pero, sobre todo, la música es una teología, ¡claro que sí!, porque navega con un remo en la tierra, en el mundo de las cosas y de los sonidos, y el otro en ese cielo incógnito e incognoscible que es el arte musical. Como los extremos en el fútbol de antes (o los carrileros en el de hoy), los teólogos corren la banda pisando con un pie dentro del campo racional y con el otro en un espacio exterior en el que no es posible, ni necesario, justificar nada, porque, a ese lado de la cal, la verdad no la ves, ni la deduces ni la infieres, sino que te es revelada y tú te la crees. La lógica en una mano, la fe en la otra, y me voy pasando el argumento de la una a la otra: el paraíso del trilero.

Como comentarista musical que soy desde hace un cuarto de siglo, me he sentido siempre un poco trilero. Beethoven, Brahms y los demás, funcionan, como dice Galdós, como dioses, y tienen la facultad de suspender la lógica. El musicógrafo hábil extenderá sobre sus argumentos el manto de la divina arbitrariedad siempre que le resulte útil. Es la técnica de Homero en la Ilíada: que baje un banquito de niebla sobre el campo de batalla para que, en la confusión, este dios o el otro pueda hacer trampas impunemente. Hay mucho camelo en la viña de Euterpe, pero el que quiera tirar la primera piedra, mire antes si está libre de arbitrariedad.

Cintas: de vuelta sin haberse ido

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Image: Jorge Eduardo Benavides se alza con el Torrente Ballester

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