Llevaba media hora esperándola, sentado en las escaleras de la Ópera Bastilla. No nos conocíamos, pero la reconocí a cien metros. Entró en la plaza desde la Rue de Charenton. Melena rubia lisísima flotando al aire de unos andares que no podían ser más que franceses, estelita de humo, gauloises blondes légères entre los dedos, ¡seguro que es ella!, ¡por favor, por favor, que sea ella! Resultó que sí, era Charlotte de Parscau, la bella parisina, la devoralibros cuyo número me había pasado mi amigo Miguel McVeigh. Pasé con ella el verano de mi vida. Bebíamos citron pressé de día y vino de noche e íbamos al teatro. Ahí aprendí el término sala alternativa. Hablábamos sin parar, de teatro, de música y de Lacan. En esas semanas terminó de escribir una función estupenda. Era teatro/diván, con mucha sublimación, mucho ça y mucho sur-moi, que era lo que se llevaba entonces. Al regresar a Madrid, yo terminé de componer una obra de orquesta y puse su nombre en la dedicatoria. Siempre que me acuerdo de Charlotte se me abre la sonrisa y se me alegra el día.

Charlotte tenía un hermano mellizo, alistado en la marina, en submarinos. Oficial o marinero, no me acuerdo bien. Ella aseguraba notar cuándo se sumergía el submarino de su hermano. Le dolía la cabeza y se mareaba. Como si un cordón invisible les mantuviera unidos y comunicados. ¿Ves?, decía, seguro que ahora están empezando la inmersión, y se llevaba la mano al cuello, como notando la presión y la angustia. Yo soy muy descreído y me impaciento en seguida ante exhibiciones de "la otra realidad", pero miraba con simpatía cómo mi querida amiga y su hermano submarinista sufrían al alimón la presión del agua, el uno en el Pacífico y la otra en el centro, sequísimo, de París.

Traigo esto a colación, primero, porque me encanta recordar a Charlotte y, segundo, porque quiero insistir en el asunto de las cosas intrínsecamente raras y en nuestra actitud ante ellas. The New Journal of Physics ha publicado recientemente un artículo en el que Thomas Schidel, de la Academia Austriaca de Ciencias, y otros físicos eminentes proponen realizar un experimento de entrelazamiento cuántico y teleportación entre una base en la Tierra y la Estación Espacial Internacional.

No sé si conocéis el entrelazamiento, uno de los efectos más raros que se viven en el mundo cuántico. Es un tipo de asociación etérea, inmaterial, instantánea y francamente chocante entre dos partículas (dos fotones, por ejemplo) que se mantiene a pesar de su alejamiento. Un cambio en el spin (el sentido de giro) de una de las partículas es “notado” instantáneamente por la otra, que cambia también su spin, aunque esté cada una de ellas en una esquina del universo. El experimento que propone Schidel no es especialmente difícil ni caro y consiste en entrelazar dos fotones en un laboratorio, enviar uno de ellos a la Estación Espacial, entre 400 y 1.800 kilómetros de distancia, y ponerse a hacer mediciones. Esta especie de telepatía subatómica me saca de quicio porque no entiendo cómo va a “notar” nada una partícula, y menos reaccionar a esa sensación. Tengo que aceptarlo, porque hace ochenta años que se sabe que tiene que ser así, porque las ecuaciones lo exigen.

A Einstein todo esto le parecía prestidigitación cuántica, nada por aquí, nada por allá. Describió este efecto como «fantasmagoría a distancia» y de hecho lo esgrimía como indicio de debilidad de toda la mecánica cuántica, que nunca fue santo de su devoción. Pero el tiempo ha demostrado que el entrelazamiento es una realidad incontestable. Mi intuición, mi estructura mental entera, se rebela ante estas fantasmagorías, porque no existen, no se ven, en el mundo de las cosas grandes, que es al que mi mente está apegada. Un mundo donde los fotones no se manifiestan uno por uno, ni en parejas, sino por trillones, en haces que llamamos chorros de luz, en los que los jueguecitos cuánticos se anulan estadísticamente unos a otros y no se notan nunca. La moraleja es: no luches, ríndete, la sensación de rechazo que estos efectos te producen no se puede resolver estudiando, porque no depende de hasta qué punto comprendamos la cuestión. A Weissenberg, Bohr, Schroedinger y los demás les parecía igual de chocante. Una vez aprendemos a vivir con la sensación de extrañeza, se puede empezar a disfrutar del asunto. Yo creo que las formas de música que desafían la estructura tonal de nuestra mente sonora (y que nacieron a la vez, por cierto, que la mecánica cuántica) funcionan de manera parecida. Nunca nos producirán la sensación de naturalidad con que recibimos los acordes y las escalas, digamos, tradicionales (tampoco lo pretenden), pero una vez aceptado ese hecho, al compositor y al oyente se les abre un mundo sonoro enteramente nuevo con muchísimo que disfrutar.

La telepatía submarina de mi amiga y su hermano la acepté también sin poner pegas, pero por motivos diferentes. Qué habrá sido de ella. Ojalá le vaya bien.