Se me saltaban las lágrimas de ver a Steve Reich —uno de mis compositores favoritos, un músico músico, poco dado al tonteo con otras disciplinas— recibiendo el Premio Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA al lado de las mejores mentes de la ciencia. Ahí estaba Reich en el Teatro Real, con corbata, traje oscuro y gorrilla de béisbol, junto a Haider, Rose y Urban, los que han logrado fotografiar átomos sueltos con el microscopio; Bird, el que aclaró la activación/desactivación de los genes mediante grupos metilo; Ehrlich, el entomólogo que descubrió la coevolución, esa especie de adaptabilidad conjunta que mide cómo la chupante mariposa y la chupada flor evolucionan a la vez; y Marvin Minksy, la mente formidable del grupo de Inteligencia Artificial del MIT (y, mucho más importante: el asesor de Kubrick en 2001 Una odisea en el espacio). Sé menos de los logros del economista Helpman, del climacambista Field y de la ONG Pratham. Serán también unos fenómenos, seguro. Y, compartiendo el aplauso con todos ellos, subió al escenario el oído honesto de Steve Reich, el de los ritmos que se deslizan unos sobre otros, el de la palabra convertida en música literalmente, fonema a fonema. Con sus colegas sabios sentados en la fila 11, Reich hizo sonar desde la mesa de mezclas ambos logros suyos: primero <em>Music for Mallets, Voices and Organ</em>, donde los ritmos individuales van naciendo poco a poco, como brotes nuevos, de un tronco principal; y después <em>Different Trains</em>, donde las palabras se ven fotocopiadas por la viola, el violín y el violonchelo, y donde el humo del tren se confunde con el de la chimenea de Auschwitz. Los intérpretes fueron Drumming, el fantástico grupo de percusionistas de Miquel Bernat, y un cuarteto de cuerda liderado por Miguel Borrego. Luego, Pedro Halffter dirigió La consagración de la primavera a la Sinfónica de Madrid.

[caption id="attachment_419" width="450"] Steve Reich[/caption]

El dar a la creación musical el mismo trato que a las disciplinas científicas más sesudas me parece el gran acierto de la Fundación BBVA. Y, al mismo tiempo, me pregunto por qué me parece tan bien. Debería intranquilizarme que se premie a un músico por su contribución, no al entretenimiento, o a la remoción de emociones, o a la creación de belleza, o de no belleza, sino al «conocimiento», aunque sea en la «frontera». De hecho, me intranquiliza. Al poner juntos los conceptos de música y conocimiento, se me viene encima la imagen del pobre diablo con cuarenta de fiebre que está siendo explorado por un chamán cuyo principal método de diagnóstico y tratamiento consiste en canturrear letanías y tocar obsesivamente un gran pandero. En materia de conocimiento del universo, me da dentera todo lo que no sea examen racional y comprobación implacable, y también racional, por parte de los demás conocedores. Y, sin embargo, me parece bien. Sí, señor, metamos a los compositores en el mismo saco de los cosmólogos y los genetistas. A fin de cuentas, homo sapiens es parte del universo y para conocerlo en profundidad y echar luz sobre los más delgados pliegues de su mente, no nos basta con Kant y Ramón y Cajal. Son necesarios también Sófocles, Shakespeare, Goya, Billy Wilder... y Steve Reich.