[caption id="attachment_467" width="150"] Jorge Ibargüengoitia[/caption]

Las obras de Jorge Ibargüengoitia (1928-1983) crean adicción. Esa es, al menos, mi experiencia. Tuve la suerte de empezar por Las muertas (1977), que ahora es para mí su mejor novela, y a partir de ahí me fui abalanzando sobre cada nuevo libro suyo que me aparecía delante. Me faltaba Maten al león (RBA) para completar la lectura de todas sus novelas. También he leído sus cuentos (La ley de Herodes, 1967), aunque no todos, y Revolución en el jardín, las impresiones de su estancia en La Habana en 1964. Me queda mucho por delante: su teatro, sus ensayos y las recopilaciones de sus artículos periodísticos. ¡Menos mal! Uno tiene la sensación de que no haber leído nada de Ibargüengoitia es una desgracia grande, sólo comparable (es un decir) a haber leído todos sus libros y no estar ya en condiciones de disfrutarlos, como un descubrimiento, por primera vez.

Ibargüengoitia es condenadamente divertido. Arranca risas y carcajadas en cada página, al tiempo que provoca estremecimientos por su pesimista, cruda y desoladora visión de la condición humana, muy especialmente de las clases medias, burguesas y dirigentes que son el blanco favorito de su negrísimo humor, que, por otra parte, no se priva de sopapear a los tipos populares.

En Maten al león (1969), en la línea de Los relámpagos de agosto (1964), Ibargüengoitia vuelve a arremeter contra el caudillismo militar centroamericano y bananero. La acción transcurre en 1926 en la imaginaria isla de Arepa, de apenas doscientos cincuenta mil habitantes, territorio sometido a la tiranía de un mariscal tramposamente constitucional. Manuel Belaunzarán, destacado líder del Partido Progresista, se las apaña para perpetuarse en el poder ante la ineptitud de los líderes del otro partido existente, el Moderado, tan sometidos a sus arbitrariedades como incapaces de defenestrarlo. La situación da un giro cuando un prohombre exiliado, héroe de la aviación civil, regresa a la isla con su aureola mesiánica y los descontentos ven en él un seguro candidato a la presidencia por el bando moderado. Pero lo que finalmente se pone en marcha es una rocambolesca, delirante y torpe conspiración para asesinar al dictador.

Como casi siempre con Ibargüengoitia asistimos a una farsa desmadrada, a una opereta cómica granguiñolesca. A un esperpento, a un astracán, lo que ustedes prefieran, que de todo hay. Pero el escritor mexicano sujeta con mano firme su, en apariencia, desbocada zarabanda, y va dejando caer sus despiadadas críticas a la ambición, cobardía, chaqueteo, incoherencia y miseria moral de casi todos sus personajes. Entre todos ellos, y en medio del coral aquelarre, Ibargüengoitia encuentra tiempo y espacio para poner en pie afinados retratos y pequeñas historias secundarias de gran fuerza e, incluso, melancolía. Especial maestría denota el modo en el que el mediocre Pereira, un oscuro personaje, va creciendo poco a poco hasta convertirse en protagonista y adueñarse del relato.

Cierto es que el desatado humor de Ibargüengoitia gobierna los hilos del conjunto de su agitado teatrillo de marionetas. Sin embargo, la gran literatura del mexicano aflora en las distancias cortas, línea a línea, en el manejo de un vocabulario deslumbrante, en los sorprendentes recortes con que se adorna para culminar un diálogo o una situación, en los mínimos apuntes de descripción externa o psicológica que van tersando la narración. En términos cinematográficos diríamos que el humor no atañe sólo al plano general, sino muy especialmente al plano corto y a los insertos.

Traigo aquí un retrato de familia al modo de los pictóricos retratos de las familias reales. En este caso, de la familia del dictador en su finca: “Cuando llegan a la Chacota, los tres juntos, en el Rolls de los González, el Mariscal, con botas y ropa de campo, los espera en el porche de la casa morisca, los saluda cordialmente, les enseña la gallera y, de regreso a la casa, les presenta a su mujer, Gregorita, que tiene bigotes, un ojo de vidrio y nunca aparece en público, y a sus hijas, Rufina y Tadifa, famosas porque nunca han abierto la boca más que para reírse de una sandez”.

Son pocas líneas, y ahí se ven los materiales y el procedimiento. Una casa morisca (¡en el Caribe!) al lado de una gallera; la esposa bigotuda, tuerta y escondida; las hijas mudas y lerdas, los nombres de las mujeres, y el dictador tan ufano…