Me intriga la facilidad con que la gente habla de progreso. Sobre todo en política y en asuntos sociales pero también en música y en arte en general. Con el cambio como tal no tengo problema. Que las cosas cambian constantemente es una obviedad, pero que progresen o no es harina de otro costal. Progreso es el cambio cuando ocurre en un determinado sentido que, además, es el bueno. Hablar de progreso presupone haber convenido antes que existe una flecha que señala el bien, la situación deseable. El avance en la dirección de la flecha será entonces progreso y todo lo demás, regreso o reacción. Si esa flecha no está bien definida, el concepto de progreso queda vacío. La flecha del progreso no coincide necesariamente con la del tiempo. Esta es neutra moralmente hablando (al precámbrico le siguió el cámbrico y eso no es ni bueno ni malo), pero aquella, no lo es: antes, las comadronas no se lavaban las manos con agua hervida y luego sí y ese cambio es muy bueno, porque ha salvado de la muerte a millones de madres y de bebés. La higiene en el parto representa progreso, sin duda.
La sociedad alemana evolucionó en determinada dirección entre 1920 y 1939, pero nadie califica de progreso ese cambio. Y, sin embargo, hace cuatro o cinco años, en España todo el mundo aceptaba llamar “pacte de progrés” a la unión de partidos de izquierda con otros, nacionalistas, cuyo ideario defiende abiertamente la exaltación de la patria, la reivindicación de la nación como tribu cultural en vez de como unidad de convivencia, la discriminación lingüística, cuando no étnica, la insolidaridad de las regiones ricas con las pobres y, en suma, la prevalencia de la política de las emociones primarias sobre la de la razón. No me imagino en qué sistema ético estos valores pueden aparecer como deseables. En todo caso, los protagonistas de aquellos “pactes” no se molestaban en dar explicaciones. Su carácter progresista se daba por sentado.
[caption id="attachment_622" width="560"] "¡Esta nota no está!"[/caption]
Los músicos somos dados a juzgar las composiciones según su fecha de composición: si una música tiene rasgos adelantados respecto a su época, la consideramos progresista y nos parece bien. Si insiste en procedimientos que ya eran conocidos de antes, o los suma o reordena, la consideramos retrógrada y nos parece mal. Las excepciones que existen (Bach o Victoria, por ejemplo, cuentan con la admiración general sin ser progresistas en ese sentido) confirman la regla. El criterio aquí es puramente cronológico: llamamos progresistas a los compositores que han adivinado por dónde irán los tiros unos años después (o que han tenido tanta influencia que los tiros de después han ido hacia donde ellos habían tirado antes), pero yo sigo sin saber adónde apunta la flecha de lo deseable en el arte musical. La sola idea de que en el futuro la música “debería ser”, o “sería bueno que fuese”, de determinada manera, me resulta incomprensible. Ni siquiera mirando hacia atrás, profetizando el pasado, me parece posible ese ejercicio.
¿Fue buena la unificación gregoriana de la monodia? ¿Fue buena la reducción de los mil modos antiguos a los dos, mayor y menor, que usamos ahora? ¿Y la unificación de los sistemas de afinación en el “temperamento igual”? Sin estos cambios no hubieran sido posibles las catedrales sonoras que son la gloria de la música europea, pero se ha perdido mucho por el camino. Me contaba hace poco el gran Josep Pons una anécdota de Camarón. Estaba en un ensayo, acompañado al piano, y no hacía más que interrumpir la sesión, decepcionado con el acompañamiento: "¡Esta nota no está!" , decía perplejo. Para él, los trescientos años de evolución del piano de concierto no representaban progreso alguno, porque el instrumento no era capaz de la mitad de las sutilezas que necesita el cante jondo. ¡Ni siquiera tenía las notas!
Mientras no sepamos qué es el arte, para qué sirve y hacia dónde va, lo mejor es que retiremos de nuestras opiniones la noción de progreso.