[caption id="attachment_631" width="560"] Un momento del montaje de 'Carmina Burana' de La Fura dels Baus.[/caption]

Los Teatros del Canal, Víctor Pablo Pérez y la Orquesta y Coro de la Comunidad han traído por primera vez a Madrid los Carmina Burana que La Fura dels Baus creó para el Orfeón Pamplonés. Han tenido enorme éxito, como siempre que se hace Carmina Burana en cualquier formato, lugar o circunstancia. Desde que sonó por primera vez, en 1937, el público invariablemente sucumbe ante esta partitura de Carl Orff. O, para ser más precisos y más honestos, a sus cinco primeros minutos, el célebre himno “O Fortuna”, que Orff repite al final. Carmina Burana suele programarse sin escena, en plan cantata de concierto, porque es más práctico, más barato y más natural en cuanto al sonido. En el escenario de un auditorio, el director musical puede disponer a su gusto sus efectivos —que son muchísimos: tres coros, orquesta grande, percusión aparatosa, dos pianos, solistas vocales...— de manera que se oigan los unos a los otros y se favorezca el ajuste rítmico, que es clave en esta obra. En un teatro, con escena, todo se complica. Pero también se enriquece. Orff, el padre de la criatura, siempre la imaginó representada. Carmina Burana es mitad ritmo y mitad teatro. El ritmo es sencillo pero asombrosamente certero. Está escrito como un simple 3 por 2 pero se percibe en realidad como algo un poco más exótico, una especie de 1 + 2 + 3, con dos acentos consecutivos, lo que lo acerca al zortzico vasco (con perdón de los tecnicismos). El hecho es que el oyente, sin necesidad de andar contando, se levanta siempre del asiento. O lo contrario, se pega al respaldo, empujado por el peso de la enorme masa sonora que Orff le echa encima. Se ve que el oído goza dejándose aplastar por esta presión que no es acústica, no se mide en decibelios, sino musical, lograda a base de ritmo repetitivo, acentos inesperados y orquestación penetrante. El teatro es enteramente “ad libitum”, no está explicitado en la partitura, pero rezuma constantemente de su texto y de su música.

La idea visual de La Fura dels Baus es muy atractiva: sirve al texto desdoblándolo y desbordándolo, con mucha agua y mucha luna. La orquesta ocupa el centro del escenario, embutida en un gran tambor de transparencias. Hay proyecciones, vuelo de solistas en la grúa y troupe de ninfas, con una ninfa jefa, Luca Espinosa, que evoluciona con naturalidad anfibia dentro de un tanque de agua/vino. Los solistas (Amparo Navarro, Vasily Joroshev y Toni Marsol) actúan como verdaderos actores, además de superar sus difíciles papeles como cantantes. Pero me pareció que al espectáculo le faltaba limpieza. No porque se manchara al público, que es lo propio de la Fura —y además, los de las primeras filas estaban todos con plástico— sino porque los movimientos, las entradas y salidas, y hasta la iluminación, no parecían suficientemente medidos y no tenían la limpieza teatral que —esta sí— caracteriza los montajes de Carlus Padrissa. La Fura suele practicar el “follón bien organizado”, como cantábamos en el colegio, y ahí está su gran mérito. Da la sensación de que esta producción no cabía bien en la Sala Roja del Canal y que todo estaba un poco apretado. Eso complicó también la tarea concertadora de Víctor Pablo, que, por lo demás, hizo un planteamiento musical excelente. 

Hacía tiempo que no oía al Coro de la Comunidad, que he seguido desde su nacimiento y que tiene prestados servicios impagables a nuestra vida musical, bajo la dirección de Miguel Groba primero y Jordi Casas después. Ahora lo dirige Pedro Teixeira. España tiene pocos instrumentos de acción cultural que hayan demostrado tanta valía y eficacia como este coro. Debieron sentirse muy incómodos cantando partidos en dos, chicos en el extremo derecho del escenario, chicas en el izquierdo, con la barrera sonora de la orquesta en medio. Eso se notó en el ajuste. Por otra parte, casi treinta años después su fundación, al Coro le toca ya andar el camino de la renovación paulatina de sus voces. Es ley de vida.