Música o brisa
Se casó Blanca, mi querida amiga. Una boda poema, gobernada por Gabriel Celaya (Amor, de La soledad cerrada, del Celaya más hijo de San Juan de la Cruz) y por Richard Strauss (Morgen, versión de Elisabeth Schwarzkopf, por qué nos vamos a conformar con menos). La concejala se dejó arrollar gustosa por el alud y aceptó oficiar en metáfora. Poesía administrativa. ¡Bien! Una boda de forma cíclica, en la que los motivos volvían y revolvían, como en la Sonata de Liszt o en la Sinfonía en re de Cesar Franck. Y, en una de esas revueltas, ¡zas!, ¡eureka!:
«... cuando el aire
se llenaba de palomas invisibles,
de una música o brisa que tu aliento
repetía, apresurado de secretos.»
Ahí está. El concepto, que venía ondeando entre los siglos, lo agarra el poeta por el pescuezo y lo clava en tres palabras: “música o brisa”. La clave está en esa o en la que no hay pregunta (¿es lo uno o lo otro?), sino adversación blanda de dos variantes poco significativas: da igual que sea lo uno o lo otro, música o brisa, porque son matices de la misma cosa. Los filósofos músicos llevan milenios mirando a ver qué es la música y para qué sirve. Pitágoras, Rousseau, Nietzsche, Adorno, tantos otros (incluido nuestro Eugenio Trías). Nada. Le dan vueltas por fuera, pero el quid de la cuestión se les escapa. Ha tenido que venir un poeta, cumpliendo con su obligación de dar en el clavo, a aclarar el enigma: la música es una brisa. Una caricia meteorológica. Un placercillo que solivianta el vello de todos nuestros brazos: los tuyos, los míos y los del aire. Abrazo a seis.
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Me imagino a muchos compositores frunciendo el ceño: ¿La música es solo eso? ¿Nada más? ¡Nada menos!, respondo yo. ¿O es que ahora nos va a parecer poco el aire de la almena, ese que suspende todos los sentidos, o el ventalle de cedros aquel, que daba aire a los amoríos divinos de San Juan? Música brisa, claro que sí: ¡ojalá llegara más a menudo la música a la categoría de brisa! Y me imagino a Stockhausen, el compositor del megaego, el que de verdad se creía Dios, o al menos su profeta, me lo imagino diciendo sí, bueno, una brisa, está bien (dejando que nos creamos que acepta lo de la música/vientecillo, cuando en realidad está pensando en las vaharadas cósmicas del bigbang y de las supernovas, en el viento intergaláctico, el de los neutrinos, que todo lo atraviesan a razón de quintillones de ellos por milímetro cuadrado y por segundo. Ese pedazo de brisa, pensaría don Karlheinz, sí tiene empaque para compararse con mi música).
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Atentos, también, a cómo resuelve Celaya de un plumazo, de un “aliento apresurado de secretos”, el asunto de si la música es capaz de expresar cosas concretas o solo emociones. Caray con los poetas. Éste, tirado en la arena de la playa, como de pasada, ocupado en realidad en acariciar a su amor, ahonda en la música más que los siete sabios de Grecia y otros tantos de Alemania juntos.