A lo largo de la vida de un compositor, la curva de la creatividad va dibujando formas difíciles de prever. Cada uno ahí es de su padre y de su madre. No me refiero al gráfico de la productividad, si componen poco o mucho en cada etapa de su vida, sino a la dirección estética que va tomando aquello que componen. Me llama la atención hoy el caso de Luis de Pablo (Bilbao, 1930), cuyo “Vértigo” acaba de llegar a nuestros escenarios. Tras su presentación en el Festival MITO de Milán y Turín por parte de la London Sinfonietta y David Atherton, el estreno español lo hizo ayer Peter Rundel al frente del Plural Ensemble en el ciclo de contemporánea de la Fundación BBVA.
Luis de Pablo acaba de cumplir 85 años y lleva más de 60 imaginando y escribiendo música. Su curva creativa es, por encima de todo, movida. Gran cantidad de movimiento. Hay artistas, como su coetáneo Cristóbal Halffter, por ejemplo, o como Mompou o Chopin u otros muchos, grandes y menos grandes, que definen y acotan un determinado territorio estético y dedican su vida entera a explorarlo con tenacidad, sin preocuparse del resto del universo. Visto a suficiente distancia, el catálogo de estos compositores toma aspecto de monotema, parece formado por una sola obra y sus variaciones. La trayectoria de Luis de Pablo es la contraria. Cada obra suya define y explora ávidamente un territorio, que inmediatamente es abandonado. De Pablo es un compositor viajero, un creador/explorador que no permanece en ningún sitio más de lo necesario. Lo bonito es que ese movimiento obsesivo acaba dotando al creador de un estilo personal tanto o más que la quietud obsesiva. Es, al final, cuestión de temperamento, de cuál de las dos pulsiones infantiles prima en el alma, necesariamente inmadura, del creador: curiosidad o pertenencia.
Luis de Pablo es un curioso compulsivo, un devorador de universos estéticos que él mismo crea. De Pablo saturnal. En otro orden de cosas, y visto a gran distancia, atendiendo solo a los rasgos grandes, el catálogo de Luis de Pablo dibuja una raya que empieza en el pensamiento y termina en la sensación. Es un viaje desde la música ideada hasta la música oída. Yo lo veo muy claro, pero no creo que él esté de acuerdo, porque estos viajes uno los hace, pero no los decide hacer. Estas curvas uno las dibuja, la vida entera un lápiz, pero no las ve. Sobrepuesta con la de Beethoven, por ejemplo, con todos los perdones, la trayectoria de De Pablo dibuja una bonita aspa, una equis, cuando un brazo sube el otro baja y al revés. Quiero decir que Beethoven, sobre todo en sus sonatas y en sus cuartetos, pasó de hacer una música que moviliza el cuerpo a otra que moviliza más bien la mente (que también es cuerpo, dirá otro, con razón). Yo veo a Luis de Pablo recorriendo el camino contrario: desde sus composiciones de los años sesenta y setenta, armadísimas conceptualmente, hasta las de las décadas siguientes y las de ahora que, sin perder nada de solidez, deslumbran el oído del espectador con una sensualidad apabullante. Así oí yo este “Vértigo”, donde la exploración transcurre entre placeres. El sonido disfruta de su ambigüedad (¿sinfónico o camerístico?), o de sus deslindamientos tajantes (ahora viento, ahora cuerda) o de su oscuridad bien matizada (¡de cuántas manera distintas puede sonar grave el grave!). El “Vértigo” estuvo acompañado del fascinante “Solstice” de Panisello, que también habita el grave y presentó en su día en Madrid el Ensemble Modern, y de sinfonías y sinfoniettas de la Viena primigenia, la de Webern y Zemlinsky. El Plural Ensemble, como suele, ahora también con Rundel, brilló a alturas internacionales.