El jueves pasado, en el Liceo de Cámara, en el Auditorio Nacional de Madrid, tocó el Cuarteto Schumann, uno de los protagonistas de la fantástica explosión de cuartetos jóvenes que estamos viviendo en el mundo (y, aunque parezca mentira, muy singularmente en Madrid). Es una delicia oírles. Por cierto, se llaman Schumann, no por homenajear al compositor Robert Schumann, sino... porque se llaman Schumann. Ellos mismos, digo. Son los hermanos Erik, Ken y Mark Schumann, más la viola Lisa Randalu. Lo impresionante de ese día fue que, en la segunda parte, tocaron el Quinteto con piano de Dvo?ák teniendo como pianista, nada menos, a Menahem Pressler. Sí, el legendario Pressler, alma del aún más legendario Trío Beaux Arts, que reinó indiscutidamente en el panorama de la música de cámara durante toda la segunda mitad del siglo pasado. Pressler fue su pianista desde la creación del grupo en 1955 hasta su disolución en 2008. Hablas con él y, como quien comenta la película que vio el otro día, te cuenta lo bien que se acuerda de cómo ganó el Concurso Debussy de San Francisco... hace setenta años. A continuación, se dispone a salir al escenario a tocar el Quinteto de Dvo?ák: casi tres cuartos de hora de música intensísima, un miura para cualquier pianista. ¡A los 93 años!
[caption id="attachment_766" width="560"] Menahem Pressler, el sábado pasado, dando clase en la Escuela Reina Sofía[/caption]
Al terminar de oírle frasear el Dumka, el célebre segundo movimiento, me decía el colega de la butaca de la lado: «¡Qué música! ¡Qué músico!» Y yo: «Sí, sí, pero hoy no hemos venido a oír música, sino a celebrar la vida». Me quedé raro, con esa cursilada retumbándome en la boca, pero le había dicho exactamente lo que sentía. No sé lo que es la vida, ni para qué sirve, ni qué sentido tiene, suponiendo que lo tenga, pero con solo ver la expresión de felicidad de este músico enorme -de menos de metro y medio de estatura- mientras le llevaban casi en volandas hacia el piano y mientras le ayudaban a levantarse para saludar al público después de tocar, me daban ganas de celebrarla. Había que ver el ansia con que miraba y oía a sus jóvenes colegas, arrebatándoles las frases y devolviéndoselas después con la ilusión de un niño de diez año jugando a tula, porque ese es el juego de la música de cámara al que Pressler lleva jugando todos los días desde hace más de medio siglo. Terminaba un movimiento y él se lanzaba como un león a por el siguiente, pidiéndole antes al pasapáginas que le empujara la silla, que le acercara al piano, y mirando después fijamente a los ojos a Erik Schumann, el líder del Cuarteto, para que le diera la entrada. Con menos avidez mira al cazador un pointer, congelado, a un metro de la presa, en busca del gesto que le dé permiso para saltar sobre ella. La vida será eso, digo yo. Eso a lo que el gran Menahem Pressler se agarra con mano de hierro, feliz de toda felicidad. Los Schumann y él se llevaron la ovación del año y dieron de propina el Intermezzo del Quinteto de Shostakovich. A las 10 de la mañana del día siguiente, viernes, puntual como un reloj, Pressler se presentó en la Escuela Reina Sofía a dar cinco horas seguidas de clases magistrales. El sábado, otras cinco. Y tiene la agenda llena para los próximos no sé cuantos años. ¡Viva la vida! ¿No?