[caption id="attachment_864" width="560"] Una escena de la ópera Bomarzo. Foto: Javier del Real[/caption]
Cincuenta años justos después de su estreno en Washington, llegó por fin a España Bomarzo, la gran ópera de Alberto Ginastera y Manuel Mujica Láinez, en nueva producción del Teatro Real. Una ópera de ida y vuelta doble, en el tiempo y en el espacio, en la que un refinado escritor argentino, el propio Mujica, imagina ser una sobrenatural o poética pervivencia, a 12.000 kilómetros y 400 años de distancia, del Duque de Bomarzo, un aristócrata contrahecho que vivió en la Italia manierista. «Dentro de tanto tiempo que no lo mide lo humano, el Duque de Bomarzo se mirará a sí mismo», canta Silvio el astrólogo (aunque no dice que se mirará desde Argentina) anunciándole a Pier Francesco Orsini la inmortalidad como las brujas la corona a Macbeth.
Esta mirada atrás de siglos y millas, lanzada en los años sesenta del siglo pasado, es principalmente psicoanalítica. La infancia de Mujica, que fue feliz según contaba él mismo, se convierte, por los pases mágicos de las proyecciones freudianas, en el infierno que vivió el niño Orsini, aplastado por su padre el duque, torturado por su hermano mayor y humillado luego por todos a discreción por su condición homosexual. El espectador de esta ópera se acuerda en seguida del Wozzeck de Alban Berg, y no solo por el parecido formal -15 escenas concatenadas, separadas por interludios instrumentales- sino porque ambas óperas consiguen hacer sonar con espantosa claridad el terror en el que viven sus protagonistas. Oímos la niebla oscura y ominosa que ven siempre que abren los ojos tanto el segundón de los Orsini, siempre con su joroba a cuestas -«¡Me llevo a mí mismo encima!»-, como el soldado Wozzek con su aberratio mentalis partialis de segunda especie.
Con todo esto, Alberto Ginastera compuso una magnífica ópera en la que el canto hace brillar sin obstáculos el texto elegante de Mujica. «¡Yo soy Bomarzo!», canta Pier Francesco Orsini, y, efectivamente, él es media ópera. El tenor británico John Daszak, que ya había clavado en el Real el papel de Aschenbach en la Muerte en Venecia de Britten, estuvo fantástico, pese cantar en un idioma que le es extraño. Del resto del elenco, destacó Nicola Beller Carbone en Julia Farnese. David Afkham hizo sonar a la perfección a la Sinfónica de Madrid y al Coro Intermezzo.
La puesta en escena de Pierre Audi deja amplio hueco a todas estas asociaciones. En realidad, deja amplio hueco a lo que sea, de tan abstracta y estilizada que es. El enorme escenario del Teatro Real se nos entrega vacío, como un cubo limpio y negro. Los elementos escenográficos de cada cuadro, que son mínimos, entran, cumplen su función y salen en cuanto pueden. Cuatro largas espadas láser lo atraviesan todo y estructuran el espacio según las circunstancias. Casi nada escapa al blanco y negro, como corresponde a la negrura de los pensamientos del jorobado.